¿Quién envenenó a la reina de España?
‘Nadie podrá quererle como yo’, de Juan Pedro Cosano, convierte en novela negra uno de los sucesos más oscuros del reinado de Carlos II y transforma en sospechosos a personajes históricos en mitad de un imperio en decadencia
Los arcaísmos léxicos o sintácticos son una figura retórica empleada por los escritores ―también por los periodistas― para situar al lector en una época pasada. Pueden aburrir, oscurecer o, incluso, hacer ininteligible un texto, pero también embellecerlo y trasladar en volandas a un momento de la historia poco conocido a quien disfruta de una excelente novela. Juan Pedro Cosano (Jerez de la Frontera, 62 años) los usa de forma magistral en su Nadie podrá quererle como yo (Espasa, 2022) para describir el final del reinado del siempre, e injustamente, vilipendiado Carlos II, el último Austria. El monarca que reinó en España, Nápoles, Sicilia, Cerdeña, duque de Milán, soberano de los Países Bajos y del Imperio Español de ultramar (del Atlántico al Pacífico) mantuvo la integridad territorial de sus dominios, incrementó la natalidad y equilibró la balanza de pagos, mientras sus tercios seguían ganando, y perdiendo, batallas por medio mundo.
El escritor andaluz se muestra original al plantear un caso policiaco ―es pura y buena novela negra― en un momento en el que España se debatía en mitad de una enorme crisis dinástica: no había posibilidad de un heredero que asegurase la monarquía. La Casa de los Habsburgo se encaminaba así hacia su final: del nacimiento de Carlos I en 1500 al fallecimiento de Carlos II en el 1700. Doscientos años justos iba a perdurar la dinastía.
El asesinato de la reina María Luisa de Orleans en 1689, esposa de El Hechizado, sirve así como punto de partida para emprender una investigación en la que numerosos personajes reales e históricos ―la labor de documentación de Cosano resulta encomiable― se transforman en sospechosos de un magnicidio. ¿Fue asesinada para buscar otra reina más prolífica? o ¿para evitar la llegada de un posible heredero, ya que ambos monarcas estaban profundamente enamorados?
Gabriel Maura y Gamazo (1879-1963) fue un político e historiador, hijo del presidente del Consejo de Ministros Antonio Maura, que escribió una biografía de María Luisa de Orleans donde descalificaba duramente a quienes —dos siglos y medio después del supuesto crimen― sostenían que la sobrina de Luis XIV había sido envenenada, entre ellos los doctores Antonio Piga y Santiago Carro que, en 1944, mantenían sus sospechas.
¿Se le dio tósigo o no, a los 27 años, a la Flor de Lis? La respuesta de Cosano es clarísima: “No tengo ni idea”. Así que, con estos mimbres, el autor deja volar su imaginación y convierte al que está considerado el último gran escritor del siglo de Oro, Francisco Antonio de Bances y Candamo (1662-1704), en un detective asustadizo, desconcertado, aterrado y con la faltriquera siempre vacía que busca una respuesta a la pregunta desesperada de Carlos II: “¿Quién y por qué mató a mi amada?”.
El deambular de Candamo por las calles de la Villa y Corte sirve de excusa perfecta al novelista para describir un Madrid que ya no existe, que fue devorado por las guerras, el abandono o el urbanismo salvaje, pero del que quedan, como islas, algunos edificios y lugares aun perfectamente reconocibles. “Desde la calle de los Peligros, donde vivía, el dramaturgo, sorteando charcos, se dirigió hacia el sur, hacia la calle de Alcalá, atajando por la de Sevilla, a la que también llaman Ancha de los Peligros, llegó a la calle de Santa Cruz, en la que se hallaba el famoso corral del mismo nombre en el que, según se comentaba, el padre del rey Carlos, el cuarto Felipe, había conocido a la Calderona, la madre de su bastardo don Juan José de Austria: para, a través de la calle de Atocha, llegar a la de Toledo, al Humilladero de Nuestra Señora de Gracia, a la de Calatrava y a la calle del Águila, su destino final”.
En una época en la que poco se podía esperar de las autopsias, que no pasaban más allá de ser un descuartizamiento del cadáver, el autor reconstruye los posibles diálogos de los matasanos que las llevaban a cabo.
― Esto sucede –precisó Lucas Maestre, rascándose la punta de la nariz― en todos quienes mueren con sudor diaforético. Me reafirmo señores, en mi primera opinión: la reina ha muerto de una intoxicación alimentaria.
― También podría ser cólera morbo, don Lucas ― precisó don Gabino Fariñas.
― No puedo dejar de pensar en esos pulmones negros y llenos de sangre. No sé a ustedes, pero a mí me dan que pensar en lo que la reina dijo en su lecho de dolor, ¿recuerdan? Aquello de que había sido envenenada...
Asegura Cosano que, tras la muerte de María Luisa de Orleans, Carlos II nunca volvió a ser el mismo. “No es que antes hubiera sido un caudillo invencible o un gobernante sin par, pero después de su viudez quedó empequeñecido, como mutilado, pues de las dos cosas que únicamente le importaban en la vida ―Lisi y España― ya solo le queda una”.
El Francisco Antonio de Bances y Candamo que inventa el jerezano falleció sin revelar nunca los entresijos de la muerte de María de Luisa de Orleans. Murió con la pena de verse obligado a guardar silencio por el juramento que le había hecho al rey, y preguntándose que para qué le merecería la pena escribir si no podía hacer lo que en verdad deseaba: contar a los cuatro vientos que sí, que la reina había sido envenenada y que él conocía el nombre de su asesino, aunque en alguno de sus versos se pueden vislumbrar sutiles referencias a ese dilema. “Solo el silencio testigo/ ha de ser de mi tormento/ pues no cabe lo que siento/ en todo lo que no digo”.
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