Feliz quien, como Ulises…
La literatura comenzó con el relato de un viaje. El explorador que regresa a la cueva con piezas cobradas en tierras lejanas, relata su aventura
1. En el Retiro
Comenzó el oruato, el periodo (previsiblemente tres años) en que Eva Orúe dirigirá la Feria del Libro de Madrid. Los libreros ya tienen lo que querían: una figura femenina para barrer la pegajosa caspa falocrática de un evento que ha adolecido de mucha en las 80 ediciones anteriores; alguien que coloque al evento al paso de la ultracorrección política que hoy se exige. Menos mal que la elección recayó en una dama muy trabajadora a quien, además de cumplir escrupulosamente el requisito de género, nadie puede reprocharle ignorancia del mundo del libro o tendencia a la pigricia. A los 10 días de la inauguración (justo el periodo de gracia que se concede tácitamente a cada nuevo responsable) las quejas que se escuchan no van mucho más allá de: 1) las manifestaciones y declaraciones de la directora adolecen de un punto de adanismo o, más propiamente, y por partida doble, de evismo: con ella acabaría de empezar una nueva era; y 2) la información es deficiente: la gente exige planos, y si se trata de proteger al Retiro de desperdicios, se podrían imprimir a demanda; han desaparecido las casetas de información, de modo que los feriantes se ven obligados a suplirlas en la medida que puedan. En cuanto a las cosas buenas, todo el mundo se hace lenguas del buen funcionamiento y eficacia del servicio técnico. Total, que sin ser feria-panglossianos, por ahora todo discurre sin mayores traumas. Y eso que el de los libreros (Dios me coja confesado) es un gremio particularmente proclive a la queja. Como yo.
2. De viaje
Como se sabe, la literatura comenzó con el relato de un viaje. El explorador que regresa a la cueva con piezas cobradas en tierras lejanas, relata su viaje (siempre exagerando, como nosotros cuando contamos los nuestros). Después, Gilgamesh, Odiseo y Jasón continuaron una tradición que aún aguanta. La feria dedica este año su atención a los libros de viaje: “feliz quien, como Ulises, ha hecho un bello viaje” escribió en soneto inmortal, y en plena exaltación del regreso, el cinco veces centenario Joachim Du Bellay (1522-1560). El viaje más sencillo (y probablemente el más provechoso) es el que se efectúa a pie: descubran sus excelencias en Caminar la vida (Siruela), del antropólogo David Le Breton; y si prefieren el viaje flâneur por las ciudades (el que nos enseñó Baudelaire y al que se aficionó Walter Benjamin) no dejen de leer El caminante (Alianza), de Matthew Beaumont, en el que se siguen las huellas de célebres paseantes de la modernidad literaria. Hay, por cierto, viajes excelsos y viajes terribles; entre los últimos, destaca el que ha emprendido con rigor, conocimiento y muchas entrevistas Andrés Rubio, director durante años del suplemento El Viajero de este periódico, en su libro España fea (Debate): un viaje-pesadilla a través de las barbaridades medioambientales, urbanísticas y arquitectónicas perpetradas por políticos y promotores desde la muerte de Franco. Existen ciudades-destino sobre cuya fascinación nunca se dejará de escribir. Ahí tienen Roma desordenada (Siruela), del diplomático romanizado Juan Claudio de Ramón; y, más impresionante y bastante más clásica (publicada en 1960), esa absoluta y bellísima inmersión en el carácter de la ciudad de los canales que es Venecia (Gallo Nero), de la estupenda Jan Morris. Los países, como las zapatillas, se ponen de moda: Japón, por ejemplo, uno de los más codiciados, es mucho más que los grandes hitos de la isla de Honshû: Tokio, Kioto, Tara, Kamakura, Monte Fuji, etcétera; para descubrir otros lugares aún refractarios al turismo masivo puede recurrirse a Japón secreto (Anaya Touring), de Marc Morte. También existen viajes que se hacen sin ganas; viajes peligrosos y, a menudo, desgarradores: Europa es uno de los destinos fundamentales de refugiados y emigrantes forzosos, de fugitivos económicos, religiosos, políticos, como lo acredita Extranjeros (Universidad de Zaragoza), de Philipp Ther, un interesante ensayo histórico que les sigue la pista desde 1492 hasta ayer mismo.
3. Obituario
Por circunstancias que no vienen al caso, terminé heredando indirectamente un libro que había pertenecido a Manuel Portela (1943-2022), el economista y antiguo amigo (desde su época de dirigente estudiantil) recientemente fallecido, y que tantas veces dejó su huella y su sabiduría económica y empresarial en las páginas salmón de este periódico de mis desgarros. A pesar de haber sido toda su vida un lector tan exigente y ecuménico como dotado de intuición y buen gusto, entre nosotros nunca funcionó la química, ni las afinidades electivas. Manolo era un tipo difícil y yo, la verdad, no soy precisamente pan comido. Tuvimos desencuentros sonados (conservo algunos correos electrónicos que aún sueltan chispas), de esos que dejan un duradero poso de agotamiento e impotencia, y en los últimos meses nos habíamos distanciado aún más, también a causa de la cruel enfermedad que lo había apartado de la tertulia de Casa Benito, que él había fundado y de la que ambos éramos miembros. Fue precisamente en esa tertulia en la que, tras su muerte, se repartieron algunos libros que le habían pertenecido. Inmediatamente me fijé en un ejemplar de Canción de cuna y otros poemas (Lumen), de W. H. Auden, un poemario bilingüe para mí muy querido que alguien se había llevado de mi biblioteca. El ejemplar tenía algunos versos subrayados en rojo chillón (una herejía). Por una de esas serendipias frecuentes en la vida, un par de días más tarde encontré mal colocado en una segunda fila de mi biblioteca el antiguo ejemplar que creía haber extraviado. Y, lo que son las cosas, de los cuatro poemas que Portela había señalado en el suyo, tres estaban subrayados (con lápiz negro) también en el mío. Supongo que nos faltó actitud, no afinidades. Uno se da cuenta de las cosas importantes demasiado tarde.
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