El ‘Jardín de las mixturas’ de Alejandra Riera, esas artes que no entendemos
La artista francoargentina propone en el Reina Sofía una muestra tartamuda, que esquiva todos los parámetros convencionales, sin autoría ni comisariado, sin marco fijo ni principio y fin
A diferencia de muchas obras de arte contemporáneo, que comienzan con larguísimos párrafos explicativos, la producción de Alejandra Riera (Buenos Aires, 1965) busca apoyo en la luz que entra por una ventana, en un jardín entrópico y rebelde, o en la posición anómala, huérfana, de una piedra que culminó su peregrinaje natural, libre ya de elegir dónde prestará su peso: sobre un papelito donde se lee escrita a mano la frase de Wittgenstein “se debe estar siempre preparado para aprender algo totalmente nuevo”.
La francoargentina crea un arte que ella misma proclama inadecuado pero que utiliza en sigilo para descubrir un nuevo marco estético para sí. Jardín de las mixturas se expande el corazón de un museo, a lo largo de diez salas en la planta tercera del edificio Sabatini del Reina Sofía; también en el jardín del antiguo hospital y en las salas de bóvedas, donde encuentra quizás sombras y todo se complace mejor con lo fantástico. Después por sus huecos entra la luz solar, y quizás transporte el aroma de flores nuevas de ahí arriba, en ese patio ajardinado donde en 2013 la artista emprendió su proyecto de reunir a personas de dentro y fuera del museo para socavar tierra y plantas, mover/motivar vegetación y piedras y entretejerlos, como una tejedora subterránea que utiliza su rueda para urdir un nuevo paraíso.
Nueve años después, entre los setos, las fuentes neoclásicas y alguna escultura (Miró, Calder, Dan Graham), todo es inadvertido y nada parece haber cambiado. Pero la artista, presta a insistir en el decoro de su autoría limitada, se deleita en sugerir por correo electrónico al personal del museo de los cuidados necesarios, como si estuviera hablando de sus propias ansiedades: “Si hay solo un tipo de hierba que coloniza todo es un problema. Pero si hay diversidad en una parcela, como sucede en las parcelas del jardín de las mixturas por ahora, me parece que no hay ninguna planta a la que llamar mala. Sí hay que tener cuidado que se deje lugar a cada una, sobre todo las que aún son pequeñas. Pienso que ahora los laureles dan sombra y que con el cambio climático esta transformación en esas dos parcelas ayudan a imaginar otros posibles (…) Antes de irme dejé muchas semillas que me hubiera gustado plantar juntas. Es posible antes de fines de junio. De flores, muchas que les apetecen a las abejas. Vi también varias cositas, un romero un tanto seco. En cualquier caso está precioso el jardín”. También lamenta “que se haya escrito en los vidrios que dan a la parcela de sol, espacio wifi o algo así, para indicar que se puede conectar con la red en los corredores. Estos escritos no estaban en el 2017 y hasta el 2021, y me parecen en contradicción con la posibilidad de contemplar desde los corredores el jardín”.
El trabajo de Alejandra Riera está atravesado por las paradojas. El cine —en su caso es preferible el término películas-documento— es un elemento central, pero es tan “recatado” que puede olvidarse fácilmente. Normal. Son tentativas. Como el jardín: “La relación entre cine-experiencia y jardín en movimiento existe en todo esto para quien desee imaginar otras formas de percibir”. Si Riera había colocado arriba dos bebederos para los pájaros que necesitan que les pongan agua si no llueve, existe el paralelismo en la cámara-piedra de río que hay en las bóvedas del museo (una cámara de cine hecha con piedras y una manivela) que también necesita agua en la muela para ir grabando. “Cada vez que se mueve la manivela, su película de agua y luz guarda memoria de lo allí vivido a su manera, y esto permite hablar e imaginar algo que no debería volver a suceder, y es el hecho de encerrar a tanta gente en lugares lúgubres porque son diferentes”. Lo dice Alejandra Riera, la loca del desván.
Pero su trabajo no es una novela gótica de mujeres encerradas en castillos. Ocurre a la luz del día. Hay un vídeo en las carboneras que, como todos sus trabajos, resiste cualquier juicio convencional. No tiene la firma de Riera (la artista mezcla sus trabajos con la de otros autores y colectivos), sino de Marine Lahaix y es una belleza, por la temática y la factura, ejemplo de “cine animista”, es decir, “pensar e imaginar el tiempo y el cine sin electricidad”. Se titula How to Break a Horse (Cómo domar un caballo”, 2008-2013) y aquí el caballo es una preciosa yegua de siete años que debe ser adiestrada pero sin los deplorables métodos convencionales. Observamos un “anti-adiestramiento” que se apoya en la relación “crear con”, “a la escucha de”, métodos de los indios americanos, más graciosos e inteligentes. El cine “eléctrico” de Lahaix vibra por la energía propia que le provoca el animal, que lejos de ser maltratado, permanece en su espacio abierto, observando a quien pretende domarla. Se trata de caminar alrededor de ella, rodearla, bailarla. Después de un rato, la persona se da la vuelta y se aleja hacia el cercado. La yegua la seguirá, libremente, y aceptará sus nuevos límites.
Esta exposición/red es una analogía del internet de los sentidos, pero aquí las emociones son lo que importa
En la tercera planta del Reina, vemos más cámaras de cine hechas con cajas de cartones y palos de escoba. El arte de filmar es para esta artista, formada en el campo de la Sociología, el mismo que el de tejer una tela. Insiste en la materialidad de la pieza, el entrecruzamiento de personas, experiencias, tiempos vividos. Hacer un lugar para los que no tienen lugar, para los que permanecen “fuera del campo” de la sociedad. El contexto, los márgenes, lo que realmente no vemos, es su material artístico y de los colectivos con los que trabaja. El reencuadre es una forma de reflexión sobre historia y la escritura, las relaciones de poder y la exclusión social.
El formatos de estas obras es precario, están hechas en pliegues (fotocopias de fotocopias, grabaciones murales de papel, cuadernos, pizarras) por muchas personas (terapeutas, filósofos, actores) como si trabajaran en una cooperativa. Son procesos que nunca quedan resueltos, no existe una narrativa fija para estas maquetas-sans-qualité (maquetas sin calidad), como tituló uno de sus proyectos en la Fundación Tàpíes hace casi ya dos décadas. Desde entonces, Alejandra Riera ha participado en dos Documentas con su “poética de lo inacabado”, o en el mejor de los casos, lo llamaremos “arte en huelga”, que presenta como códigos que hay que descifrar. En 1999, tituló su primera muestra en la Fundación Generali de Viena Things We Don’t Understand (cosas que no entendemos). “La forma nunca es tan evidente como cuando se disuelve”, afirma.
Se habla mucho del internet de los sentidos. Esta exposición/red es una analogía de ello pero aquí las emociones y las actitudes son lo que importa: el gesto de filmar, de traspasar las barreras, de montar una película y subrayar los espacios entre las imágenes (una renovación de las prácticas fílmicas de Maya Deren). En definitiva, tejidos que urden fragmentos materiales que acaban dando una falsa coherencia. Podemos no entender este arte. Sin embargo, ha penetrado absolutamente en nuestra piel ya que escapa de la conciencia lógica impuesta por el paraíso romántico del museo. En este jardín, las reflexiones se separan del artista como el alma de los cuerpos.
‘Jardín de las mixturas. Tentativas de hacer lugar. 1995…'. Alejandra Riera. MNCARS. Madrid. Hasta el 5 de septiembre.
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