El extraño triunfo del arte negro en la Bienal de Venecia
Vencedora del premio principal de esta edición, la estadounidense Simone Leigh practica un formalismo de recreo que nada nos dice sobre lo que significa ser mujer y negra. Se limita a representar figuras totémicas adoradas por los marchantes del arte
Ninguna bienal de arte es sólo cuestión de una inteligencia crítica aplicada a los artistas, sus biografías, sus lenguajes (los aspectos formales “radicales”) o la necesidad que provocan en un determinado momento histórico. Es, en realidad, una combinación de todo y más, a la hora de juntar unas cuantas decenas de autores y autoras cuyas obras son capaces de mantener el interés de cualquier público. Así se allana el camino al canon, un historiador, historiadora o especialista que es capaz de crear una narración visual universalmente asequible y conectarla con nuestra historia. Pero mejor que cualquier otra facultad humana, el arte es distanciamiento y avisa, como la ironía, de la otra cara de la moneda.
El más famoso ejemplo ocurre ahora en la Bienal de Venecia de la italiana Cecilia Alemani, cuya propuesta para la exposición central es, a partes iguales, valiente y frustrante: un infinitamente sensible y valioso gineceo de esencias surrealistas y un cambio de marcha, con los ritmos extravagantes, tortuosos, propios de una feria que insisten en la artificialidad del arte (el verde botella de una elefante hembra, de la alemana Katharina Fritsch, o el amarillo chillón de unas piernas de acróbata, de la española Teresa Solar, por mencionar solo dos piezas).
Recién inaugurada la 59ª edición, un prestigioso jurado de cinco miembros —la presidenta era Adrienne Edwards (Estados Unidos), acompañada de Lorenzo Giusti (Italia), Julieta González (México), Bonaventure Soh Bejeng Ndikung (Camerún), Suzanne Pfeffer (Alemania)— se encargó de dar los premios que reconocen desde lo legendario (premio a la trayectoria) hasta el mejor artista de la bienal, el artista revelación y dos pabellones nacionales. Veremos que, cuando lo políticamente correcto sustituye a lo occidentalmente correcto, regresamos a las polémicas entre el arte difícil y el popular. Podemos dar gracias a las diosas de que la autoexigencia de los artistas que hoy defienden un arte neohistoricista, marxista, feminista, negro, gay, lesbiano, no-binarista y con todos los pluses posibles se cumple con creces a la hora de remover o dinamitar lo establecido, custodiado en las grandes colecciones y pinacotecas. Pero, sin duda, hay algunas situaciones difíciles de tragar, como los leones de oro de este año a la mejor participante y al mejor pabellón nacional de la exposición, concedidos a la estadounidense de origen jamaicano Simone Leigh y a la afrocaribeña británica Sonia Boyce, respectivamente.
Si miramos sólo dos décadas atrás, fue en 1999 cuando el jurado de la Bienal de Venecia de Harald Szeemann otorgó el León de Oro honorífico a Louise Bourgeois (la artista estaba a punto de cumplir 90 años), que tuvo que compartirlo con Bruce Nauman, dos reconocimientos que hoy nos parecen apoteósicos. Unos pocos años antes, en 1993, Bourgeois había logrado apenas un “premio especial” compartido con Ilya Kabakov, Joseph Kosuth y Jean Pierre Raynaud, en una edición donde reinaron Richard Hamilton, Antoni Tàpies y Robert Wilson. Treinta años no son nada, pero ahí estaba Bourgeois, una de las mejores escultoras del siglo XX, entre tres patriarcas blancos cada un esquivo de sus campos propios: el pop-conceptual, la pintura y la escena de vanguardia. Pero la artista francesa siempre iba un paso más allá. Fue una outsider capaz de convertir en metáforas visuales su descenso a los infiernos familiares. Sólo hasta los últimos años de su vida, y ya tras su muerte, en 2011, no fue reconocida como una artista difícil y universalmente asequible a la vez, hasta el punto de haberse banalizado su icono, la araña gigante, omnipresente en no pocos museos de arte contemporáneo de todo el mundo.
El negro no es un color, y en el caso de Simone Leigh supone menos ausencia de luz que de ideas
Bourgeois se inventó la mujer-cuchara, con un idiosincrásico surrealismo percibido desde el interior del cuerpo femenino. Son mujeres (no) embarazadas, muy diferentes a las de Giacometti, que interpretaba las formas estilizadas del arte africano. Suya fue también el concepto de mujer-casa, que remite a una vida preconsciente, cobertizo íntimo de locuras y vulnerabilidad. Sin duda, L. B. —como solía firmar sus obras— se expresó hasta el final de sus días con medios surrealistas que fueron dejados de lado por el arte heroico de los hombres blancos, pero he aquí que su herencia es premiada este año en el trabajo de “la mejor artista de la bienal” —y por extensión el pabellón estadounidense— con las versiones de mujeres-cuchara y mujeres-casa, gigantescas, nada gráciles, de Simone Leigh. Absortas en un formalismo de recreo, nada nos dicen acerca de lo que significa ser mujer y negra, más allá de representar figuras totémicas adoradas por los conspicuos marchantes del arte y que en los últimos años han aparecido recurrentemente como centinelas sobre las pasarelas de la gran metrópolis, Nueva York. El negro no es un color, y en el caso de Leigh supone menos ausencia de luz que de ideas.
Un caso parecido es el premio al pabellón de Sonia Boyce, titulado Feeling Her Way, representando al Reino Unido. En el arte contemporáneo, las reglas del juego son muy evidentes y funcionan a la perfección con el arte inmersivo, envolvente, antesala de los metaversos futuros. Y con Boyce, se trata de un entorno que nos coloca bajo los reflejos, las pantallas y una cacofonía de objetos y voces de mujeres que cantan y se expresan durante los ensayos musicales en los estudios de grabación, un amaneramiento colorista en el marco grisáceo de un país como Inglaterra, lamentablemente más proclive a la fisión que a la fusión.
Simone Leigh y Sonia Boyle no son de ninguna manera un fracaso si aceptamos que, en esencia, sus preocupaciones sobre la “negritud” pueden muy bien ser tratadas con radicalidad poética y no como pretexto. Es el caso del artista libanés afincado en París Ali Cherri, y su merecido León de Plata a la “joven promesa” (pese a que naciera en 1976), por sus esculturas y el vídeo multicanal On Men and Gods and Mud (2022), donde, créanlo o no, están las proporciones del mundo que queremos para un arte contemporáneo incitante, suma de honestidad formal y belleza en los delgados cuerpos de unos jóvenes que trabajan en una presa africana del Nilo, en el norte de Sudán, fabricando ladrillos de arcilla. Se trata de un duelo cuerpo a cuerpo entre el barro y el deseo, los mitos ancestrales y el peligro de la degradación del entorno natural, y con el sonido de fondo de una voz femenina que nos habla de la leyenda judía del Golem, el Arca de Noé y las leyes de Abraham que no pueden soportar la uniformidad de nuestro mundo. Ali Cherri coge un puñado de ese mundo como si fuera un adobe y nos invita a observarlo atentamente. Y frente a la queja sobre la monotonía de la cultura, el artista nos ofrece un trozo de tierra donde se amalgama la diversidad del mundo.
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