No cancelen a Arthur Schopenhauer
Misógino, ególatra, soberbio y convencido de haber superado a Kant como filósofo. Así se muestra el pensador alemán en unas cartas que adelantan algunas de la ideas que terminarían en sus grandes ensayos
“Que no te sientas a gusto en tu piel ni en el mundo me preocuparía si no supiera que a tu edad así se siente cualquiera que no esté destinado por naturaleza a ser un tarugo [...] pero esto cambiará, tu malhumor desaparecerá y vivirás alegre y a gusto”, le escribió Johanna Schopenhauer a su hijo Arthur, de diecinueve años, en marzo de 1807; menos de un año después reconocía, sin embargo: “no eres mala persona, no careces de ingenio ni educación, tienes cualidades que podrían hacer de ti un orgullo de la sociedad humana, conozco tus sentimientos y sé que hay pocas personas mejores que tú, lo cual no impide que seas pesado e insoportable, ni que resulte sumamente penoso convivir contigo. Todas tus buenas cualidades quedan ensombrecidas por tu inteligencia y son inútiles para el mundo, únicamente porque eres incapaz de dominar la manía de tener siempre la razón, de encontrar defectos a todos menos a ti mismo, de criticarlo todo y ser maestro en todo [...] la verdad es que te has vuelto más bien irritante”.
No parece apropiado tomar en serio las cosas que las madres prometen a sus hijos, pero su juicio sobre ellos tiende a ser acertado: en 1814 la ruptura ya se había producido, y Johanna —quien murió en 1838 y quizás compartía más rasgos de carácter con su hijo de lo que le hubiese gustado reconocer: se cuenta que, cuando Goethe le anunció que Arthur sería algún día una celebridad, respondió que nunca antes había escuchado de una familia con “dos genios”— nunca más volvió a ver al filósofo, que se limitó a resumir, en una carta: “Es muy buena novelista, pero muy mala madre”.
“Eres incapaz de dominar la manía de tener siempre razón. Te has vuelto insoportable”, le escribe su madre
Arthur Schopenhauer (Dánzig, 1788 - Fráncfort del Meno, 1860) consideraba “harto improbable” la publicación en Alemania de “algún libro realmente importante” que no hubiera escrito él, los catedráticos de filosofía eran sus “enemigos” y lo detestaban “de todo corazón”, Berlín le parecía una “patria de charlatanes y escribientes”, Hegel era, sin lugar a dudas, “un simple fanfarrón y charlatán sin pizca de mérito, un soplagaitas” y sus seguidores, “gusanos en la carroña”; en su opinión, los editores no eran mejores, las personas eran todas “caricaturas”, los habitantes de Fráncfort eran “más necios que en cualquier otra parte”, las mujeres eran inferiores “desde todo punto de vista”, él era un genio incomprendido —”la injusticia que se está cometiendo conmigo se citará algún día como una de las más flagrantes de todos los tiempos”, escribió—, él era el único que había sido fiel a las enseñanzas de Immanuel Kant, pero las había sobrepasado. ¿Qué hacer con alguien así? Schopenhauer no tuvo la más difícil de las vidas, pero tampoco la más fácil: debió esperar a la muerte de su padre para poder comenzar sus estudios de filosofía, que además se vieron interrumpidos por la guerra; intentó cortejar a Goethe con una reelaboración de su teoría de los colores que el autor de Werther tomó —en parte, acertadamente— como una refutación; su proyecto de dar clases en la universidad no prosperó y nunca pudo abrirse paso como traductor; no se casó ni parece haber tenido nunca ninguna relación amorosa de relevancia; sobrevivió a varias epidemias y se vio obligado a huir en más de una ocasión a causa de conflictos políticos entre naciones; odió todos los sitios donde vivió y, en general, disfrutó de un reconocimiento tardío y bastante menos masivo del que creyó merecer. Nunca dejó de creer ciegamente en sí mismo, sin embargo; y la verdad es que buena parte de sus infortunios fue producto de un desdén y una falta de sentido común que se manifiestan una y otra vez a lo largo de su Correspondencia escogida, dejando perplejo al lector: a Goethe le escribió “me resulta imposible creer que Su Excelencia no sea capaz de reconocer el acierto de mi teoría, pues sé que la verdad ha hablado a través de mí”; sus cartas a sus pares, al igual que las escritas a editores y autoridades, concluían con resúmenes pormenorizados de todo lo que estos habían hecho mal recientemente y a menudo incluían amenazas —por ejemplo a los editores de la obra completa de Kant, a los que se dirigió para explicarles qué tenían que hacer y les anunció que, si no lo hacían, él mismo sacaría una edición para perjudicarlos—; a su editor le dictó plazos de publicación, número de líneas por página, honorario y método de corrección y le recordó reiteradamente que él no tenía nada en común con los “mediocres escribientes” de su catálogo excepto “el circunstancial uso de la tinta y la pluma”: el tono dominante de sus cartas a él es de exigencia y coacción y llegó a compararlo con un cochero y a decirle que “está claro que para usted del dicho al hecho, y de la promesa a su cumplimiento, hay un gran trecho”; su editor acabó respondiéndole: “Sólo espero que mis temores de que imprimir su obra sea poco más que ensuciar papel no terminen por confirmarse”.
No lo hicieron; pese a no ser actual, esta Correspondencia escogida conduce a preguntas que sí lo son, como la de qué hacer con la figura y la obra de aquellos autores que no encajan o encajaron con la moral dominante. Una parte no pequeña de la sociedad tiende a exigir su “cancelación”, o —al menos— una separación rigurosa entre autor y obra; pero las cosas nunca son tan fáciles, y resulta evidente que El mundo como voluntad y representación (1818, 1844 y 1859) es el —deslumbrante—destilado de algunas de las ideas de estas cartas. Luis Fernando Moreno Claros continúa con su edición una trayectoria dedicada al filósofo alemán de la que ya son testimonio su Schopenhauer. Una biografía (2014 y 2017) y su traducción de unas Conversaciones (2016).
Correspondencia Escogida (1799-1860)
Traducción y edición de Luis Fernando Moreno Claros.
Acantilado, 2022.
832 páginas, 34 euros.
Puedes seguir a BABELIA en Facebook y Twitter, o apuntarte aquí para recibir nuestra newsletter semanal.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.