Carlos Bunga, el trayecto artístico de un nómada de Angola a la Cañada Real
El creador portugués crea una instalación para el Palacio de Cristal donde entrelaza su historia como hijo de una refugiada con el pasado colonial del edificio del Retiro de Madrid
La obra que Carlos Bunga (Oporto, 1976) ha creado ad hoc para el Palacio de Cristal del Retiro de Madrid —sede satélite del Reina Sofía— podría imaginarse como la pieza más profunda en el armazón de una matrioshka. A primera vista, se trata de una suerte de templo pagano levantado con humilde cartón, una arquitectura efímera que habita dentro de otra edificación también concebida como perecedera, el palacio, que a su vez se sitúa dentro de un entorno artificiosamente natural, el parque del Retiro, que por su parte late en el corazón de la ciudad, Madrid, con su centro grandioso y el anillo de la periferia que la cerca de miseria. Ninguno de esos elementos resulta inane dentro del sistema de estratos de interpretación que contiene Contra la extravagancia del deseo, la muestra más “biográfica” y “madura” de este creador portugués de origen angoleño afincado en Barcelona y con un ascendente recorrido internacional. Un “nómada” que transita de la pintura a la instalación, el vídeo y las arquitecturas temporales.
Bunga lleva el mono de trabajo y un gorro de lana salpicados hasta arriba de pintura. Luce una sonrisa contagiosa. Faltan dos días para la inauguración y por el suelo hay desperdigados cubos, maderos, cajas, una grúa. Varios operarios colaboran en el montaje de lo que parece una catedral abandonada, con las paredes cubiertas por una capa de blanco y hojas secas que reclaman la reconquista del espacio por la naturaleza. Huele a cola. La instalación, casi tan alta como el Palacio de Cristal, recuerda a un edificio en ruinas o, como prefiere Bunga, “una arquitectura fracaso”. Proyectado como un invernadero que nunca lo fue, el propio palacio es un ejemplo de esta tipología artística de lo fallido. Ahí reside uno de los temas a los que Bunga dirige su mirada. Lo que pudo pasar pero no se consumó, materializado en arquitecturas que aluden a las realidades invisibles de “lo sencillo, lo frágil, incluso lo precario”. Lo explica sentado en una banqueta en la nave central de su construcción, en un recoveco donde los muros de cartón cortan el paso a la luz plateada que entra en tromba por las cristaleras.
La génesis del Bunga artista y el Bunga persona se remonta a antes de su nacimiento, a su “primera casa”. O sea, el vientre de su madre, que emigró a Portugal huyendo de la guerra civil en Angola estando embarazada de él. En Europa se sucedieron otras moradas transitorias: desde una vivienda social a una prisión rehabilitada para acoger a refugiados. “Este proyecto quiere ser un homenaje a aquellos que se ven obligados a dejar sus hogares, sus países, para convertirse en nómadas”, explica, destacando lo que acontece en Ucrania. “Aunque también pienso que vivimos en una sociedad nómada por otros motivos: por cuestiones de mercado, por la tecnología”.
Desde sus inicios, su aproximación al arte ha estado marcada por la idiosincrasia del site specific: Bunga imagina sus obras como “plantas” que se expanden en el espacio, provocando en él “una especie de fricción”. Aunque estudió la carrera, no cree que la educación formal haga al artista. “Todos tenemos traumas de la infancia, fantasmas que viven con nosotros”, dice. Él los empezó a exorcizar de niño a través del dibujo y la pintura, la verdadera base de su práctica. Sus obsesiones vuelven una y otra vez en sus proyectos, conectados por vasos comunicantes como el uso de materiales endebles y la recurrencia al lenguaje del color. “Mi mirada continúa siendo la de un pintor”, resume. “Pero trabajo dentro del espacio”.
Interesado en el proceso, Bunga no proyecta sus edificaciones: las construye directamente, sin maqueta, a partir de una idea
Por primera vez, Bunga ha creado aquí una escultura: una figura con cuerpo de niño y una casa por cabeza que mira al edificio de cartón. Representa a su pasado frente a su yo del presente, que a su vez intuye la nada que será. Por su naturaleza efímera, la obra está destinada a la extinción, igual que cualquier persona. Existe aquí, ahora, y pervivirá como documentación, apartada de la altisonante aspiración de la eternidad. La temporalidad, la metamorfosis, componen otras de las claves para la lectura de la obra de Bunga. Por su interés en el proceso, no proyecta sus creaciones sino que las construye directamente, a partir de una idea. “Son maquetas a escala 1:1″, afirma el artista, que trabaja artesanalmente por el afán de reivindicar la “poética de lo manual” frente a la invasión de la tecnología, así como las “imperfecciones” que aquella conlleva: las grietas, las goteras, las curvas.
Si bien la obra está abierta a tantas interpretaciones como visitantes, conocer los entresijos del razonamiento de Bunga resulta revelador. Más que nunca, su biografía se entrelaza con el trasfondo del proyecto. “Es la antítesis de lo que simboliza el Palacio de Cristal”, detalla en una amalgama de portugués, español y catalán. Investigando en museos y archivos, aprendió que este cascarón de metal y cristal se erigió para la Exposición de las Islas Filipinas de 1887. Ahí concurren algunas nociones que ya había explorado. La primera, el cuestionamiento de la “mirada colonial” más allá de la geopolítica: “Veo a los animales y plantas, que atraviesan las fronteras, y pienso que el ser humano es cruel consigo mismo”, filosofa. Otra, el capricho como motor de la acción (esa “extravagancia” del título), que aquí se refleja en la carrera constructiva que emprendieron los países occidentales en el siglo XIX para presumir de industrialización. “Es el deseo salvaje que nos ha llevado a donde estamos como sociedad”, abunda. “Por eso, este trabajo tiene un componente de resistencia”.
Entre la colección de episodios grotescos del colonialismo europeo despuntan los llamados “zoos humanos”. Hubo uno en el Retiro, con indígenas filipinos, en la época de la construcción del Palacio de Cristal. “Se trajeron plantas y animales que se tenían por exóticos, así como personas que no eran consideradas personas”, apunta Bunga, que gesticula con las manos mientras hila frases. En el extrarradio de las ciudades proliferaban al mismo tiempo los asentamientos chabolistas, de los que no quedan restos físicos ni apenas documentales —tampoco de sus habitantes—, pero que sobreviven por medio de herederos como el poblado de la Cañada Real. Todo eso converge en este edificio precario que habita en un palacio. “Alguien me dijo que no podemos mirar la historia con ojos de hoy”, recuerda, “pero es importante tener una visión crítica, porque hacen falta cambios profundos”.
‘Contra la extravagancia del deseo’. Carlos Bunga. Palacio de Cristal del Retiro. Madrid. Hasta el 22 de septiembre.
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