‘Moonfall’, de Roland Emmerich: el espectáculo de la catástrofe
¿Son las imágenes del cineasta tan apolíticas y estúpidas como parecen? El director alemán es el penúltimo representante de una larga estirpe de creadores que usan el fin del mundo al servicio de lecturas morales e intereses económicos
Buques mercantes que se precipitan desde los cielos sobre niños indefensos. La Luna como inmenso artefacto extraterrestre en cuyo núcleo palpita una estrella. Transbordadores espaciales que escapan por décimas de segundo a tsunamis… Roland Emmerich se las arregla de nuevo en Moonfall, que llega este viernes a los cines, para brindarnos imágenes del apocalipsis arrebatadoras, nunca vistas. A estas alturas, el director alemán solo compite contra sí mismo por el título de gran maestre cinematográfico del fin de nuestro mundo. En primer lugar, porque entre las 20 películas que ha realizado hasta la fecha se hallan otras cumbres del género catastrofista como Independence Day (1996), Godzilla (1998), El día de mañana (2004) y 2012 (2009). Y, además, porque Emmerich se erige con Moonfall, aventura imposible que arranca con el acercamiento súbito de la Luna a la Tierra, en uno de los últimos artífices del cine de gran espectáculo realizado sin complejo de culpa, subterfugios ni sentido del ridículo.
Hasta hace pocos años el blockbuster, entre cuyos atractivos más característicos figuran las escenas de destrucción masiva, parecía un género imbatible en taquilla. Pero hoy su crédito peligra debido a una tormenta casi perfecta. La pandemia de Covid 19 ha relegado las salas de cine a un segundo plano en favor de las plataformas de streaming, formato en el que los efectos especiales son menos importantes que las dinámicas del folletín. Las películas comerciales han sucumbido a un recato para todos los públicos que ejemplifican las etapas más recientes del universo cinematográfico Marvel y las producciones animadas de Pixar y Disney. Y, en paralelo, la toma de conciencia social que vive en la actualidad la esfera pública en el mundo occidental ha provocado por enésima vez la demonización de toda imagen ajena a las demandas de lo justo, lo conveniente y lo necesario. Algo que han puesto de manifiesto las reacciones exaltadas ante cualquier salida de tono en el relato, no cinematográfico sino mediático, de dos apocalipsis reales de baja intensidad: la pandemia y la erupción volcánica de La Palma.
Pero, ¿son las imágenes de Moonfall y, por extensión, el grueso del cine de Roland Emmerich, tan apolíticas, tan estúpidas como tendemos a considerar? Lo cierto es que el director es conocido por su activismo demócrata y gay y por su coleccionismo de arte bizarro y contestatario. Sin embargo, con excepciones como Stonewall (2015) —crónica de los disturbios que visibilizaron en Estados Unidos al colectivo LGTBIQ—, sus películas han tendido a primar el espectáculo pirotécnico por encima de cualquier otra consideración. Su pasión por el cine está ligada, al fin y al cabo, al deslumbramiento que sintió en su juventud ante La guerra de las galaxias (1977) y Encuentros en la tercera fase (1977), fantasías con una primacía absoluta del aparato audiovisual y sus imperativos técnicos sobre los aspectos discursivos, narrativos y dramáticos. El propio Emmerich, junto a otros autores vulgares como Zack Snyder —director de Sucker Punch (2011) y Liga de la Justicia (2021)— y Michael Bay —responsable de la saga Transformers— llevó al paroxismo ese tipo de cine, muy significativo como reflejo de la burbuja socioeconómica que estallaría con el inicio en 2008 de la Gran Recesión. De hecho, 2012 y Lo imposible (2012), taquillera ficción catastrofista de J. A. Bayona basada en hechos reales, son dos de las alegorías más agudas del cine contemporáneo sobre el impacto psicológico de la crisis global en los habitantes del primer mundo.
Son por tanto las imágenes escritas con toda libertad y relativa inconsciencia por Emmerich las que vale la pena analizar, y no las deficiencias argumentales e incluso estilísticas asumidas por el propio realizador como peaje a pagar con tal de maravillar y aterrar al gran público. Y aquí salta la sorpresa: Moonfall vuelve a sustanciar con optimismo infantil una apología del ciudadano de a pie, del ser humano sin atributos frente a los designios de la historia, la naturaleza y el establishment, que tuvo su expresión formal más depurada en 2012, protagonizada por un chófer con el fin del mundo en los talones, y en Anonymous (2011), su reivindicable ejercicio de cine histórico en torno a la autoría del corpus shakesperiano, que se atribuía finalmente a sus lectores. De ahí que Emmerich haya manifestado su rechazo ante el bum actual del cine de superhéroes, es decir, de personajes con poderes sobrehumanos.
Los imaginarios colosalistas de estos realizadores son deudores de la mitología y los grandes libros sagrados
Por otra parte, el empeño reiterado del director en la destrucción de edificios, ciudades y continentes, apelando a todo tipo de efectos prácticos y digitales, desemboca en espectáculos sin duda hedonistas pero teñidos de una ironía que, a golpe de cambios imprevistos en los puntos de vista, subvierte la disposición del espectador a disfrutar de lo que ve como si no fuera con él. La moral ambigua y hasta confusa presente en superproducciones como Moonfall, 2012 y El día de mañana, que abogan sin rubor por la sostenibilidad medioambiental y la transición ecológica al tiempo que recurren a presupuestos y estrategias de distribución insostenibles, es consustancial a la cultura popular más estimulante: la que sublima las ansiedades colectivas de su época desde el (des)orden expresivo. Emmerich es en este sentido el penúltimo representante de una larga tradición de directores expertos en combinar lecturas morales, intereses económicos y el espectáculo de la catástrofe en sus películas, desde D. W. Griffith a John Guillermin pasando por Cecil B. DeMille.
Los imaginarios colosalistas de estos realizadores son deudores a su vez de la retórica fascinante y sobrecogedora de la mitología y los grandes libros sagrados, de la que se hicieron eco los imaginarios sublimes del paisajismo romántico. Es imposible contemplar visiones sobre la pequeñez humana ante sucesos cataclísmicos como El curso del imperio. Destrucción (1836) de Thomas Cole o El gran día de su ira (1853) de John Martin sin pensar en las escenas apoteósicas de devastación que Emmerich nos ha ofrecido una y otra vez a lo largo de su filmografía. Susan Sontag escribía en La imaginación del desastre (1965), su ensayo sobre la querencia del cine de ciencia ficción por los escenarios ruinosos que “esta clase de películas nos obligan a pensar lo impensable, representan pesadillas colectivas marcadamente moralistas, y, a la vez, podemos deleitarnos si tenemos suerte con el panorama de tanques fundidos, cuerpos que vuelan, naves espaciales que se desploman y sinfonías de alaridos”. Pocos directores han plasmado a lo largo de la historia de cine todas esas contradicciones con el entusiasmo de Roland Emmerich.
‘Moonfall’. Roland Emmerich. De estreno este viernes en cines.
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