Más viva que yo
El tiempo fue mezquino con Montserrat Roig, pero vivió más en sus 45 años que muchos otros en 90. Luchó por sus ideas, viajó, tuvo amigos, disfrutó a sus hijos, rio mucho y en ocasiones lloró, amó tórridamente. Y escribió libros formidables que hoy, por fin, pueden ser leídos sin prejuicios
Han pasado 30 vertiginosos años desde que me despedí de Montserrat Roig (1946-1991). Gracias a su hermana Carmina, que me avisó de lo inminente, fui a visitarla al hospital, en Barcelona, alegando un viaje de trabajo. Estaba pelona y demacrada pero intacta, siendo aún toda ella, con la misma chispa de vitalidad ardiente y juguetona bailando en sus ojos. Hablamos de sus proyectos literarios, de la conveniencia o no de cambiar de agente, de lo que haría al salir del sanatorio. Mandó su último artículo al periódico el día antes de su muerte, como los periodistas legendarios. Son estos mismos artículos que ahora puedes leer, tan originales y poderosos. Unos textos caleidoscópicos que te van a sorprender. Pero ¿cómo no he conocido antes a esta mujer?, te vas a decir, asombrado por su calidad. Fue cosa de la suerte. De la mala suerte.
El tiempo fue mezquino con ella, y no sólo porque la mató a una edad tempranísima, sino porque además se la llevó en mitad de una de esas travesías del desierto que toda vida tiene. Fue precoz en su éxito porque hacía muchas cosas y todas bien. Publicó su primer libro, la colección de relatos Molta roba i poc sabó (Mucha ropa y poco jabón) en 1971, a los 24 años, y con él ganó el Premio Víctor Català. Era una entrevistadora formidable, tanto en prensa escrita como en televisión, y una mujer comprometida con su sociedad. Y así, militó un par de años en el PSUC, lo dejó por desacuerdos con el funcionamiento interno, participó en el famoso encierro de Montserrat, estuvo en la trinchera feminista. Era pura pasión, pero también razón; poseía una lúcida cabeza que no paraba nunca de rumiar, y su burbujeante sentido del humor (le encantaba jugar a ser una mujer fatal o hacer el payasito) le impedía caer en cualquier exceso. Especialmente en el egocentrismo. Era una buenísima persona.
“En su profundo amor por la lengua, Roig me dijo que quería encontrar ‘un catalán no arcaico, que sea vivo y oído y al mismo tiempo literario”
La conocí en un acto público en 1978 y desde el primer momento nos sentimos muy próximas. Teníamos un perfil profesional y personal muy parecido y nos invitaban juntas a tantos eventos que bromeábamos diciendo que éramos un dúo musical, las Hermanas Sisters, el famoso binomio MR/RM (hasta nuestros nombres se acoplaban bien). Seguí muy de cerca su lucha por la obra, su ambición literaria, el rigor con que se planteaba su camino, y todo esto en condiciones difíciles, porque era madre sola de dos preciosos niños (que ahora, ay, me acabo de dar cuenta, ya son más viejos que Montserrat) a los que tenía que cuidar y por los que trabajaba como una galeota. Quiero decir que el tiempo para sus novelas, siempre insuficiente, tuvo que robarlo del sueño y del placer (en las biografías de las escritoras no suele tenerse en cuenta que, por lo general, no hay una solícita esposa detrás a cargo de todo). A esto se unía su profundo amor por la lengua catalana y su esfuerzo por encontrar, me dijo, “un catalán no arcaico, que sea vivo y oído y al mismo tiempo literario”. “Esto sólo ha conseguido hacerlo Mercè Rodoreda”, afirmó.
Sus dos primeras novelas, El temps de les cireres (Tiempo de cerezas) y L’hora violeta, tuvieron un éxito colosal. Son dos hermosos libros; en especial, el segundo, historias de mujeres (y de hombres) que hablaban de una nueva manera de estar en el mundo. Montserrat tenía un talento narrativo asombroso, pero, como todo buen escritor, ambicionaba superar su propia facilidad, llegar mucho más lejos. Sus dos novelas siguientes, L’òpera quotidiana y La veu melodiosa, son dos interesantísimas y rompedoras búsquedas narrativas. Y eso, su ambición literaria, es lo que no le perdonaron los mandarines de la cultura. Habían soportado que tuviera éxito, que vendiera mucho, que fuera una periodista de prestigio. En tanto en cuanto pudieron reducirla paternalistamente a “una mujer que escribía sobre mujeres” (mero prejuicio a la hora de juzgar sus novelas), consintieron que siguiera jugando con las palabras. Pero ¿aspirar a la gran literatura sin más, y tener talento? Eso resultaba inadmisible. Así que intentaron ningunearla.
Es famoso el comentario que le hizo Josep Pla cuando lo entrevistó: “¿Para qué quiere escribir, con unas piernas tan bonitas?”
Eran años feroces, mucho más machistas que los actuales. Es famoso el comentario que le hizo Josep Pla a Montserrat cuando fue a entrevistarlo: “Pero ¿para qué quiere escribir, teniendo unas piernas tan bonitas?”. Con el tiempo, los mandarines no hubieran tenido más remedio que respetarla, pero a Montserrat le falló el futuro y murió en ese momento pasajero de relativo desencuentro. Releo ahora una pequeña nota que le hice en 1983, cuando sacó la traducción española de La ópera cotidiana, y se me eriza la piel. Escribir, me dijo, es “esta búsqueda continua de la propia voz. Yo me doy cuenta de que quiero escribir una sinfonía al final de mi vida, y que todo esto son los borradores, las partituras de la sinfonía última. Borradores que necesito hacer y publicar. (…) Las grandes novelas se han escrito además en la madurez de sus autores. Yo espero llegar a ello… Y si no lo consigo, tendré que meterme en un asilo”, remató riendo. Toda esa música nos robó su muerte.
Aun así, pese a la urgencia con que se la llevó la gran ladrona, Roig nos ha dejado textos formidables que hoy por fin pueden ser leídos sin prejuicios. Además de sus cuatro novelas, me gustan especialmente su hermoso libro de cuentos último, El cant de la joventut (El canto de la juventud), y ese precioso ensayo sobre la escritura titulado Digues que m’estimes encara que sigui mentida (Dime que me quieres aunque sea mentira). Por no hablar del monumental y estremecedor reportaje histórico Els catalans als camps nazis (Los catalanes en los campos nazis), o L’agulla daurada (La aguja dorada), un delicioso, inclasificable y modernísimo libro articulado en torno a un viaje a San Petersburgo, entonces aún Leningrado.
Antes he escrito que el tiempo fue mezquino con Montserrat Roig, pero me retracto. “Mi día equivale a tu año”, decía Lou Reed, y algo parecido le sucedió a ella. Vivió más en sus 45 años que muchos otros en 90. Luchó por sus ideas, viajó, tuvo amigos, disfrutó a sus hijos, rio mucho y en ocasiones lloró, amó tórridamente, escribió libros formidables. Hazte el regalo de asomarte a sus textos: aletearán en tus manos. Y te dirás, tal vez algo asustado: esta mujer está más viva que yo.
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