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SILLÓN DE OREJAS
Columna
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Armagedón electrónico

El pánico a estar desconectado no solo manifiesta nuestra dependencia de las redes, sino nuestro sometimiento a instancias que no necesitan justificarse más que ante sus insaciables accionistas

Bruce Willis en una escena de la película 'La jungla 4.0', de Len Wiseman.
Bruce Willis en una escena de la película 'La jungla 4.0', de Len Wiseman.
Manuel Rodríguez Rivero

1. Nomofobias

Sucede a veces que la (casi) siempre chingada realidad interviene inopinadamente en la promoción de un libro. Eso ha sucedido con Error 404 (Debate), de la periodista Esther Paniagua, un ensayo muy legible, y bien informado, acerca de la dependencia de internet y de la ominosa posibilidad de que un día no tan lejano se produzca el temible Gran Apagón que nos dejaría a todos colgados e incomunicados. El cine ya ha utilizado el motivo en innumerables ocasiones: los hackers han venido a sustituir como villanos a los cansados doble agentes de la guerra helada, a los que se enfrentaba el MI5 de Le Carré antes de que el derrumbe de la Unión Soviética pusiera punto final al siglo XX y a la edad de oro de la novela de espías. Una de esas películas que me vienen a la memoria es La jungla 4.0, una cinta infantilona (2007) de Len Wiseman en la que el inevitable agente John McClane (Bruce Willis) y su joven amigo Matt Farrell (Justin Long) —una pareja complementaria pero sin las connotaciones homoeróticas de la de Batman y Robin— se enfrentan a un grupo de megahackers que pretenden crear el Armagedón tecnológico que pondrá en jaque a la civilización. Si no han visto la cinta, algo improbable porque ocupa un lugar de honor en el recurrente y escasamente imaginativo repertorio cinematográfico de las televisiones, no se pierden nada, salvo la posibilidad de ver una vez más a un Willis tan macho y bruto como es en la vida real (en 2006 la criatura proponía la invasión de Colombia para acabar con el narcotráfico). En todo caso, la película podría reflejar, anticipada e hipertrofiada a escala, algo de la ansiedad y el caos que produjo en buena parte de la población mundial el largo apagón que el pasado “lunes negro” dejó en coma técnico las conexiones de cuatro redes sociales gigantes: WhatsApp, Facebook, Instagram, Messenger. La nomofobia (pánico a estar desconectado) no solo manifiesta nuestra vulnerabilidad y dependencia de esas redes, sino —lo que es más grave— nuestro sometimiento a instancias (también ideológicas) que no necesitan justificarse más que ante sus insaciables accionistas. Paniagua imagina en Error 404 las consecuencias de un apagón a gran escala, al tiempo que señala la deriva autoritaria de redes cada vez más intrusivas. La parte más endeble, como suele pasar, es en la que se proponen posibles soluciones para enderezar esa deriva. Claro que algo se mueve: estos días testifica ante el Senado de EE UU Frances Haugen, una antigua empleada de Facebook que ha filtrado miles de documentos que demuestran las reiteradas malas prácticas de la empresa de Mark Zuckerberg. Veremos en qué queda todo.

2. Bond vs. Vargas

Intenté librarme del malhumor que me suscitaron las declaraciones del maestro Vargas Llosa en el congreso del PP largándome al cine a ver el último Bond. Poco antes había leído su relato ‘Los vientos’, escrito para conmemorar el 20º aniversario de la revista Letras Libres, y en el que, a pesar de notables destellos, también me irritó el peso excesivo que en él ocupa la ideología conservadora en la que parecen coincidir narrador y autor. El malestar por las derivas derechosas del maestro aceleró la bulimia que la ansiedad me despierta habitualmente, por lo que, contra mi costumbre, al llegar al cine me hice con un paquete de palomitas que devoré compulsivamente durante las tediosas e inevitables persecuciones motorizadas. En cuanto a ese Bond ya definitivamente deconstruido y crepuscular de Sin tiempo para morir, confieso que me cansó bastante, salvo esa secuencia luminosa en la que Ana de Armas (la joven Paloma) y el circunspecto señor Craig (el famoso agente al que le han emasculado hasta el prefijo 007) se marcan frente a los villanos una especie de baile que inevitablemente me trajo a la memoria aquel celebérrimo de Cyd Charisse y Gene Kelly. Bueno, quizás tampoco sea para tanto y mi entusiasmo solo se deba a mi pasión (platónica, claro) por la increíble Ana de Armas. Me lo tengo que hacer mirar.

3. Relatos

Solo quien ha sido editor conoce el quilombo que supone publicar una antología. Y no me refiero sólo al elevado precio que suelen cobrar las agencias por la autorización para incluir obras de sus representados (lo que termina por hacer casi inviable la publicación de antologías de autores con copyright vigente), sino, sobre todo, al tiempo que lleva el trabajo editorial de armarla. Por esos motivos, la mayoría de antologías que se editan acaban casi siempre con obras de autores fallecidos hace más de 70 u 80 años. Siruela acaba de publicar dos buenas antologías de relatos de género: He visto cosas que no creeríais, una recopilación de cuentos mayormente distópicos de la “ciencia ficción temprana”, en edición de María Casas Robla, en la que en último lugar se incluye uno estupendo del simbolista (y bolchevique) Valeri Briúsov (1873-1924); la otra es Crímenes de autor, en edición de Juan Antonio Molina Foix, que recoge una veintena de relatos de autores de primera fila (de Hardy a Galdós, de Conrad y Kafka a Chéjov o Apollinaire, entre otros) que, sin ser asiduos practicantes del género, se atrevieron a intentarlo.

4. Argelia

La sal de todos los olvidos (Alianza), última novela de Yasmina Khadra, cuenta, en el contexto de una Argelia recién independizada (1963), la peripecia de un maestro que, abandonado por su mujer, se convierte en vagabundo, relacionándose en su errar sin propósito por una tierra castigada con una abigarrada serie de personajes casi arquetípicos que se mueven entre la colonización y la independencia.

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