Tristes y famosas
Los nuevos discos de Lorde, Billie Eilish y Halsey reflejan una actitud crítica respecto al supuesto privilegio del éxito y a la constante exigencia de ser perfectas
Algunas de las más relevantes y maravillosas canciones de la historia del pop se han escrito desde la inocencia y la ignorancia. Algunas de las más emocionantes y empáticas canciones de la historia del pop se han escrito desde el resentimiento, el desengaño y las ganas de mandarlo todo al garete. Para tener una carrera duradera siempre ha sido clave encontrar el momento en el que abandonar la ingenuidad y abrazar lo que se crea necesario en aquel momento para continuar, ya sea la madurez, el cinismo, la revancha o incluso la nostalgia. Este 2021 hemos visto ya a Billie Eilish, Lorde o Halsey en la transición hacia ese segundo estadio que, bien gestionado, te entrega a la posteridad; mal calibrado, en cambio, puede abandonarte en la cuneta junto a otros traidores, renegados o, lo peor de todo, maduros.
Como en casi todo en el pop del siglo XXI, el destino es parecido al que hemos visto en artistas similares durante más de 50 años. Eso sí, el camino emprendido, las motivaciones esgrimidas y la recepción por parte de público y crítica es totalmente novedoso. Lorde (24 años) ha pasado de despedirse a la francesa en cualquier fiesta a madrugar incluso en domingo para saludar al sol. Billie Eilish (19 años) ahora tiene piernas y las va a utilizar solo para ir hacia donde le apetezca. Halsey (26 años) ha escrito un disco pop sobre el hecho de conciliar estrellato con vida personal. Todas han sido, por lo general, aplaudidas por el camino elegido para reconducir su carrera, aunque ni público ni industria hubieran sugerido que hubiese nada que reconducir. En cambio, Lizzo (33 años), negra y rotunda, ha pasado la mayor parte de este año sin saber qué iba a dolerle menos, si ignorar su condición o exhibirla con orgullo. Sigue siendo más fácil mostrar vulnerabilidad, carácter o lo que sea siendo blanco y atractivo que negro y no normativo.
Una de las peores cosas que le han sucedido a la música desde siempre han sido los discos sobre la fama de sus autores. De golpe, aquel grupo o aquel cantante ya no era aquel artista que hablaba de tú a tú a su público, con el que podía empatizar desde una condición supuestamente de igual a igual. Ahora cantaba sobre lo malo que era todo lo bueno que le estaba sucediendo. Resultaba complicado conectar con alguien que hallaba un vacío casi metafísico en dar la vuelta al mundo en primera clase, acostarse cada noche con alguien distinto, jamás tener que pagar por las drogas y ser adorado por millones de fans.
Este paradigma del disco sobre la fama lo están rompiendo estas mujeres. Su éxito les resulta igual de insoportable que a aquellos grupos de millonarios desbordados por la opulencia material y emocional. La diferencia es que hoy el estilo de vida de estas mujeres exitosas no es un frenesí de drogas, sexo y actuaciones a las diez de la mañana en una televisión alemana, sino un mundo de compromisos publicitarios, redes sociales y una constante exigencia por ser perfecta. Así, ante el agobio, Lorde se refugió en su perro y en un best seller de autoayuda para gente que se cree demasiado guay para leer libros de autoayuda: Cómo no hacer nada: Resistirse a la economía de la atención (Ariel), de Jenny Odell. Dejó Twitter. Murió su perro. Grabó un disco, Solar Power (Universal), en el que se convertía en la Gwyneth Paltrow de la generación X. En apariencia, todo mal, pero las motivaciones, el discurso con el que presentaba el proyecto y esa pátina de rebeldía de niña rica mezclada con flirteos algo superficiales —pueden entenderse como irónicos, incluso— con la cultura del bienestar han logrado que, al estilo de algunos libros recientes basados en la nostalgia y la añoranza por tiempos más sencillos, un producto conservador y acomodaticio pueda entenderse como algo revolucionario.
La forma en que Billie Eilish se ha atrincherado en sí misma es algo distinta. En mayo de este año, la estadounidense aparecía en la portada de la edición británica de la revista Vogue luciendo un corpiño, en pose sexi. Parte de la prensa y el público entendió aquello como un ejercicio de autoafirmación; la otra, como una traición. Casi nadie simplemente disfrutó de una buena sesión de fotos y una buena entrevista. Meses después, salió al mercado su brillante segundo largo, Happier Than Ever (Interscope/Universal), uno que, a diferencia del de Lorde, a pesar de destilar acidez no perdía la ingenuidad, algo que se echa un poco en falta en la última obra de la neozelandesa. La música de Eilish explicaba perfectamente aquellas fotos: no era que la estadounidense se hubiera convertido en la Madonna de 1987, es solo que estaba harta de que ser ella —con su cabello de colores, sus berrinches, su ropa holgada— se hubiese convertido en un uniforme de trabajo.
La fama en el pop ya no es lo que era. Puede que sea igual la manera en que se llega a ella, pero sin duda son distintos los modos en que se habla de ella y se planea salir de la misma. Es todo mucho más personal, tal vez porque las principales estrellas son mujeres jóvenes cuyos referentes son otras mujeres que antes sufrieron el privilegio del éxito, y no chavales hiperhormonados que sueñan con montar orgías en hoteles de ciudades que no sabrían ubicar en un mapa. También porque el pop se ha convertido, como la literatura o incluso el cine, en un universo totalmente personal, en una forma rematadamente pura de autobiografía. Hace tres décadas a estos trabajos se les hubiera llamado discos de madurez. Y nos hubiéramos perdido todos sus matices. Y hubiéramos pensado que eran el principio del fin de las carreras de sus creadoras. La nostalgia casi nunca tiene sentido.
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