La casa de agosto
Recuerdo meses de verano por los lugares de calma y vagancia donde los pasé, pero casi los recuerdo con más precisión por los libros que leí o releí en ellos
Del mes de agosto se va uno con la misma desgana con que se iría de una casa de campo en la que hubiera pasado un verano de indolencia antigua, con toda la lentitud o la anchura que tienen las vacaciones en la memoria de los niños. Al llegar, el primer día, al deambular por las habitaciones abriendo puertas y ventanas para que se disipara el olor a cerrado, parecía que el porvenir inmediato fuera a durar mucho más de unas pocas semanas. Y ahora, de golpe, ha llegado el final, y la casa va a cerrarse de nuevo, intacta y vacía para los meses futuros. En una novela prodigiosa de Virginia Woolf, Al faro, toda la parte central está dedicada a la narración de lo que sucede en el interior de una casa cerrada al final de un verano que se prolonga luego en una ausencia de cuatro años enteros. La familia que la ocupó se ha marchado, pero no volverá al verano siguiente, ni durante varios más, porque son los años de la Primera Guerra en Europa. En la primera y la tercera parte de la novela la maestría de Woolf se recrea en la multiplicación de las presencias y las voces. En esa parte central, que para mí es una de las grandes hazañas en el arte universal de la ficción, lo que se narra con igual eficacia es la pura ausencia, el paso del tiempo no animado por los aconteceres de las vidas, fluyendo en secreto y en silencio en un lugar donde no hay nadie, pero donde sigue actuando la carcoma, donde la lluvia se filtra en las goteras y el viento abre alguna ventana mal cerrada, y el fragor remoto de los cañonazos al otro lado del canal de la Mancha hace vibrar débilmente los cristales.
Dejando a un lado las circunstancias exteriores de cada uno, la casa de agosto está hecha de una sustancia de lecturas. Yo escribo esto y aún no me he marchado de la mía, si bien estoy en ese término incierto en el que uno ya está yéndose en espíritu unos días antes de haber cerrado las maletas, de tirar de la puerta después de examinar por última vez una sala en penumbra y echar con doble vuelta la llave. Entre mis lecturas de este agosto ha estado el diario de Katherine Mansfield, que se pasó toda su breve vida adulta cambiando de casa, de hotel, de sanatorio, enferma de tuberculosis, escribiendo sus anotaciones de desolación o de fervor en una prosa como de agua fría y limpia. En febrero de 1922, en vísperas de uno de tantos cambios de domicilio, escribió: “Cada vez que uno se va de alguna parte, algo valioso, que no debería aniquilarse, se deja morir”.
Una parte de la casa de los libros de agosto no se queda atrás cuando uno se marcha de ella. Ha habido algo muy nutritivo en esas lecturas sin urgencia ni motivo práctico, un alejarse de la otra vida agitada del resto del año, un sumergirse más plenamente y durante más tiempo en la lectura, de tal modo que parece que no estamos leyendo en el presente, sino en un pasado lejano, o más bien sin fechas, que es el de todas nuestras mejores lecturas, un pasado tan arcádico como esa casa de campo de la que sentimos nostalgia aunque no hayamos pasado ningún veraneo en ella.
Recuerdo meses de agosto por los lugares de calma y vagancia donde los pasé, pero casi los recuerdo con más precisión por los libros que leí o releí en ellos, novelas fundamentales de mi vida en las que me he quedado a vivir como en habitaciones o jardines de casas de campo que también fueran mundos completos. Quien yo soy, el que se aparta con el libro hasta volverse parcialmente invisible, va cambiando: el niño solitario, el adolescente huraño, el joven sin sosiego, el hombre que no acaba de acostumbrarse a la sorpresa de verse el pelo gris y blanco en el espejo. El aspecto cambia, pero no la capacidad de ensimismamiento y entusiasmo, y menos aún la disposición, de dejar temporalmente en suspenso la realidad y el ahora, de evadirse de ellos gracias al salvoconducto infalible de la literatura, que es siempre, en el mejor sentido de la palabra, literatura de evasión: le ayuda a uno a escaparse de lo que llamaba Vladimir Nabokov la prisión del tiempo, y de las exigencias y los chantajes de lo inmediato y de la moda, y de la prisa por responder inmediatamente a todo, por mantenerse no ya al día sino a la hora y al minuto de todo lo que está pasando y lo que está diciéndose en las redes sociales.
“El mundo está demasiado encima de nosotros”, se quejaba el viejo Saul Bellow. Este es el mundo en el que vivimos ahora, y no otro, pero justo por el esfuerzo que nos hace falta para comprenderlo y para actuar en él con racionalidad y decencia necesitamos más todavía la casa de campo de la lectura atemporal, el veraneo de quedarnos a vivir durante días o semanas en una sola novela, de aliviar la fatiga del presente y la de la sacrosanta identidad. La imaginación es una forma de conocimiento. Yo empecé el verano enredándome en las biografías meticulosas de los personajes de Tolstói y estoy terminando agosto en la compañía fantasmal del ayudante del tenedor de libros Bernardo Soares. He viajado en trineo por Moscú en una noche helada de enero de 1812 en la que se ve un cometa en el cielo, y poco después, sin el menor esfuerzo, he tomado uno de esos tranvías de Lisboa hacia 1929 en los que Bernardo Soares creía haber hecho un largo viaje comprimido en un trayecto de unos pocos minutos. He visto a Katherine Mansfield escribiendo una carta o el borrador de un relato junto a una ventana que daba al jardín de un sanatorio, y he conocido el despertar de una niña a la amargura de la conciencia adulta en el Mozambique de los primeros años setenta, en el Cuaderno de memorias coloniales, de Isabela Figueiredo. Ahora me dispongo a cerrar la casa de lectura de agosto, pero llevo conmigo, como uno de esos pasaportes que los espías guardan en el doble forro de un abrigo, el recuerdo de todo lo leído, y algún libro en el que seguir evadiéndome en secreto cuando parezca que el presente no me deja tregua.
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