El mar, el mar
Invitado del espacio de EL PAÍS en la feria, el artista Juan Uslé se sumerge en la aguas de Nueva York durante el confinamiento y en el oleaje de su Cantabria natal
Los que de niños leen libros o periódicos suelen guardar en la memoria las historias que van aprendiendo y que, a menudo, les acompañan la vida entera. Hay luego otros lectores infantiles que son una categoría diferente de mirada, la que preserva en el recuerdo no solo las historias descritas, sino el tacto de las imágenes que los ojos rozan al recorrer las páginas. La segunda es una forma de aprendizaje a la cual no todos pueden acceder. Acceden, si acaso, los pintores y los poetas, y Juan Uslé (Santander, 1954) es ambas cosas, sobre todo cuando plantea esas pinceladas suyas, audaces, o esas fotos que se enredan con las pinceladas, desenvoltura en su apariencia imposible de categorizar.
Tal vez por eso, de los que leyeron en un periódico de 1960 sobre un barco que venía de Nueva York y acabó por naufragar cerca de la casa del pequeño Uslé, historia impresa en el papel tosco de la prensa de entonces, solo el artista grabó el relato en el recuerdo y lo incorporó en su idea recurrente sobre el mar. En el fondo, la figura del espectador por excelencia se asocia a un naufragio, comenta Blumenberg: “El espectador está a salvo en tierra firme porque es capaz de esta distancia, sobrevive gracias a una de sus cualidades inútiles: ser espectador”. Me pregunto si Uslé se hizo pintor aquel día; para ser artista, hay que ser un espectador inquebrantable. Además, cada naufragio es lo que se imagina y no lo que se ve, igual que las imágenes de su mar doméstico que regresaban a los ojos de Uslé, en plena epidemia, encerrado en su casa de Nueva York.
Con el mar, vuelve el artista niño en la foto familiar, impresa sobre un papel que envuelve el catálogo de una de sus últimas exposiciones: Línea Dolca. 2008-2018. La sucesión de sorprendentes fotografías en pequeño formato que Juan ha robado a la ciudad, a los cuadros, a los interiores y los exteriores se rompía a veces con algún cuadro en miniatura. El catálogo, cuyo tamaño se parece a la tableta de chocolate Dolca, cumple para Uslé un papel próximo a la magdalena de Proust: volver a la infancia, el modo eficaz de volver a casa. De manera que, esté donde esté, Uslé se prepara para un regreso que habla del niño tan cerca del mar que casi da vértigo. Se encaminan hacia el mar sus cuadros y sus colores.
En la orilla de la infancia, Uslé escudriña los libros de geografía, su gran pasión. Son las ediciones poco sofisticadas de la España franquista; volúmenes de páginas burdas, donde las imágenes se reproducían mal: era preciso adivinarlas. Mejor. Y no solo porque a Uslé le intrigan las texturas; su pintura y su foto, cada una a su modo, lo subrayan. Desde aquellas páginas, la imaginación echaba a correr y entendía cómo cada imagen es sin remedio borrosa, un relato que debe ser adivinado —y concluido— por los espectadores. Ninguna imagen está cerrada. Uslé lo sabe y nos permite sumergirnos en las obras. Ahí radica la clave de su pintura, cierto malabarismo que escapa a las categorías: ni abstracto, ni figurativo. ¿A quién pueden preocuparle las categorías cuando el trabajo de mirar, pintar y narrar es tan titánico, no termina nunca?
La clave de su pintura radica en un malabarismo que escapa a las categorías, ni abstracta ni figurativa.
Desde luego, Juan Uslé pertenece a este segundo grupo de lectores infantiles que andan buscando el tacto de las imágenes. El recuerdo de cada historia va en su caso unido a la persistencia de una imagen, a partir de la cual se van desplegando también las pinceladas. Las pinceladas son latidos del corazón con algo de electrocardiograma en su exactitud, comentaba el artista en una maravillosa conversación con el poeta y escritor John Yau: “Cada pincelada es sistemática y mecánica, pero a la vez es orgánica, motivada por algo biológico y físico: el eco de los propios latidos, el batir de las olas en la arena”.
Ese latido, pintar literalmente con el corazón, tras su ritmo, es un poco la rememoración del mar, incluso cuando su Cantábrico está lejos. Además, ese mar de Nueva York, que sorprende a menudo con un olor descarado al principio del verano, no acaba de cumplir las expectativas. Confinado en su casa neoyorquina durante la pandemia, con un mar de fondo imposible de alcanzar debido al confinamiento, Uslé ha pensado a menudo en el otro mar. Desde la azotea de su bloque, con todos los vecinos huidos a las casas de campo —tiempo de peste—, ha mirado a salvo —o casi— el drama urbano, un inmenso naufragio al cual sobrevivir, y en cuanto ha podido ha regresado y ha fotografiado las olas de casa, siguiendo el latido de su corazón, mar placenta, dice Uslé. Zambullirse como se zambulle en sus pinturas. En sus colores. Y nosotros con él, en el malabarismo dentro/fuera.
Para esta ocasión, Uslé, lector de señales, ha compuesto la doble página de un diario de un verde esperanza al fondo, por si acaso. De un lado, tres fotos, visiones del mar doméstico, disparadas desde alto. Del otro, los cuadros replican los azules, horizontes que salen del negro; verdes ceniza con un punto rojo que estalla… Los colores llenan la pared y se desbordan como trabajos preparatorios —pruebas de color— en las vitrinas. Se despliegan así las gamas de color en esta doble página y con ellas las posibilidades infinitas en la pintura de Uslé, hasta cuando se hacen foto.
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