Blumenberg, la narración infinita
Sorprende la cantidad de libros de Blumenberg que se traducen últimamente en España. Ante la erudición que aparece en ellos, la frescura, el extraño modo de contar la historia mediante historias sin fin, en relatos de otras mil y una noches casi tan placenteras, se siente curiosidad también por saber quién fue su autor, un hombre sin rostro, que nunca prodigó su persona ni su imagen. Pues bien, Hans Blumenberg (Lübeck, 1920), educado católico, medio judío sólo por las leyes racistas de Núremberg (como Wittgenstein, Adorno y tantos otros), cuya larga mano, a pesar de todo, hubo de soportar en el campo de concentración, fue uno de los filósofos alemanes más significativos de la posguerra, o uno de los filósofos, o filósofos de la historia, más importantes del siglo XX en general, como se recordó con ocasión de su muerte en 1996 y se repite ya. Filósofo, germanista, filólogo clásico, teólogo, de formación. Un pensador, o historiador de las ideas, que filosofaba literariamente, también con pregnancia formal. De estilo preciso, conceptuoso, agudo. No hizo escuela, sus libros e ideas no producen ni quieren producir certezas rápidas, ni resultan programáticos. Sus lecciones de los viernes (toda una institución en la vida cultural de Münster, donde enseñó desde 1970 hasta su jubilación en 1985, y en cuyas cercanías, Altenberge, murió) eran más bien monólogos un tanto elitistas, dominantes, carismáticos, lejanos, cuya unidad lógico-discursiva, e incluso eufónico-retórica, no permitía ser estorbada por la participación de los estudiantes, o de los presentes, en general. Nadie se atrevía a preguntar durante la lección, ni a acercarse a él tras ella. No tuvo un temperamento sociable, tampoco académico.
Se le atribuía cierta arrogancia. Y un conservadurismo elitista, cercano en cierto modo a Hermann Broch, Ernst Jünger o Carl Schmitt, que acentuaría la fuerza orientadora de una teología política, o de una política mítica, digamos, en la que el reparto de poderes se entiende, a lo Goethe, bajo el modelo de los antiguos mitos politeístas griegos. Le influyó, asimismo, la inquietante antropología del inquietante Arnold Gehlen, fundada en la voluntad de tradición, autoridad y organización, en el sentido "antiliberal hasta la maldad" de las inquietantes "instituciones" de las que habla Nietzsche en el Crepúsculo de los ídolos, perdidas con el democratismo, libertarismo y decadencia modernos, dice, añadiendo: "La gente vive muy irresponsablemente, y justo es eso a lo que llama 'libertad'. Se desprecia aquello que hace de las instituciones instituciones: la gente cree estar expuesta al peligro de una nueva esclavitud allí donde se deja oír simplemente la palabra 'autoridad". No tiene tanta gracia cuando Gehlen, pasando todo ello por Alfred Rosenberg, nada menos, habla del ser humano como un animal de cría y selección que necesita imágenes de orden y disciplina, sistemas de conducción...
En fin, oscuros orígenes de
una antropología mucho más clara, como la de Blumenberg, en la que los mitos y las metáforas, a causa sólo de sus funciones distanciadoras de la realidad, orientadoras dentro de ella, aliviantes de la enorme tensión del ser humano en ella, se interpretan como un equivalente funcional de la propia función estabilizante de las instituciones de Gehlen, que ni se eligen, ni se hacen, ni se discuten, con las que se identifica uno, reduciendo el ideal del yo a un yo grupal arcaico; o como medios de "readaptación" de un ser, como el humano, no adaptado a la lucha por la vida y la supervivencia, que necesita una protección artificial, ya que no la tiene orgánica. De una antropología de un ser desvalido como el humano, sí, que necesita de toda suerte de compensaciones míticas frente a la prepotencia y "absolutismo de la realidad", frente a la espera del definitivo golpe de la muerte, frente a la sospecha de falta de sentido de todo, incluso, pero que, en el caso de Blumenberg, aboga por una honesta cultura de la contingencia, asumida individualmente, sin otro absolutismo que el de la lúcida conciencia de ficción de los mitos y metáforas (fuentes de sentido o de consuelo absolutas, absolutamente metafóricas, digamos) del imaginario histórico y personal, y desprecia tanto la euforia como la rabia indiscriminada frente al mundo, que considera precisamente la desgraciada fuente del totalitarismo. Más bien habría que hablar aquí, también nietzscheanamente, del "pesimismo de la fortaleza" de una cultura más alta en la que "redime la apariencia": se asume conscientemente la vida como ilusión, sin resentimiento alguno y sin necesidad de justificación alguna, sin mayor tragedia; se asume pur et cru un mundo desgraciado, malo (azaroso, incierto, sorprendente), sin otro consuelo, en tal caso, que el consuelo sin sentido, es decir, sin otro sentido que servir de consuelo. Esta fuerza trágica pura sí recorre la antropología blumenbergiana.
En cualquier caso, Blumenberg, fue mucho más que un académico encasillable. Fue un pensador e intelectual sobresaliente, comprometido con un tipo de pensamiento filosófico liberado tanto de imperativos sistemáticos como escolares, o partidistas en cualquier sentido, por cuyo serio reconocimiento académico, sin embargo, trabajó siempre, desde 1960, como profesor universitario en Kiel, Hamburgo, Giessen, Bochum y Münster, o como miembro de la Academia de las Ciencias y de la Literatura en Maguncia o del Instituto Internacional de Filosofía en París. Desde 1989, con Salidas de la caverna, no publicó obra alguna (antes había publicado una voluminosa docena), despidiendo él mismo a su público más que despidiéndose de él. ¿Para qué publicar ya? Basta seguir invéntandose cuentos para seguir viviendo, si para ello no tienes obligación de contarlos, como Sherezade. ¿Para quién publicar ya? Ya no lo sabía quien durante los últimos años de su vida vivía, leía y escribía de noche, solo, sólo al amparo del búho de Minerva, convertido, por decirlo así, en un hombre de las cavernas. Como para recuperar, al final de tantas salidas y escarceos por la historia y la vida, él, el profeta del plural, como le llama Eckhard Nordhofen (confert Die Zeit, 16/1996), la protección de aquella caverna primordial de la unidad perdida, de la certidumbre: la metáfora de lo singular.
Blumenberg consideraba que
nuestra gran pérdida fue que tuvimos que salir -figurada, metafóricamente- de la caverna, bajo cuya protección (como la de un vientre materno, a lo Sloterdijk) el hombre primitivo pudo dormir tranquilo, conocer una nueva forma de sueño, profundo, cobijado, sereno, que no podía permitirse ningún otro ser vivo, siempre expuesto a perecer fuera. Y sortear la realidad y la muerte a la intemperie, sólo cobijados ya por la virtualidad del pensar ("pensar es trabajar en la distancia al mundo"), del sueño forzado de nuestro pensar, que precisamente porque se extiende infinitamente más que nuestra fisis choca tan de lleno con la muerte. El torrente narrativo es infinito, no tiene ningún final natural: su final, la muerte, es innatural por principio. (Sólo tenemos una vida, pero ¡tantas historias, tantas teorías!). (¿El tiempo de la vida? No tenemos tiempo, sólo un plazo). Para quien ha perdido la esperanza ingenua en la bienaventuranza eterna, se trata sólo de compensar la muerte. Blumenberg despliega ante nosotros todo el arsenal mítico de ardides compensatorios, dice Nordhofen. Quizá el más grande (el sueño más grande), que resume todos (los sueños sucedáneos del de la caverna), sea el de querer incluir el tiempo del mundo en el tiempo de la vida, sublimando definitivamente éste: "Podemos perecer, pero llevaremos un mundo con nosotros".
No publicó más desde 1989, pero su legado inédito es grande: más de ocho mil páginas de anotaciones y manuscritos, libretas, fichas, correspondencia (con Adorno, Jauss, Plessner, Unseld, etcétera), papers de clases sobre fenomenología (Husserl, Merleau-Ponty), freudiana, Valéry, etcétera. En alemán ya ha aparecido algo de ese legado póstumo, que, de todos modos, no duerme tranquilo a orillas del Neckar en el Archivo de Marbach. Blumenberg vuelve a salir de la caverna, a pesar suyo. En España, se trata de una salida inaugural y esplendente.
Su primera publicación, de 1948, La realidad lingüística de la filosofía, era ya una declaración programática de la base más general de toda su filosofía posterior. Pensamos en el lenguaje y vivimos en el tiempo. Pero tanto en el tiempo como en el lenguaje el pensar se alimenta de las mismas ilusiones que el vivir. Y el tiempo de la vida, como el tiempo del mundo, es la historia del lenguaje de sueños (metáforas, mitos) del pensar. El lenguaje sirve, pues, como instrumento de análisis y comprensión del mundo, de la vida y del pensar mismo. Son los tres aspectos fundamentales de la filosofía de Blumenberg: la metaforología y la recepción del mito (lenguaje), como base de comprensión del mundo y su devenir (historia), y del ser humano, su pensar y su vida (antropología). En sus primeros escritos de los años cincuenta a setenta, publicados en 2001 del legado póstumo, sobre todo en el central de ellos, Paradigmas para una metaforología, 1960, o en el también central para la comprensión del mito, El mito y el concepto de realidad, 1971, aparece de forma extremamente concisa y pregnante (programáticamente) todo lo que hizo después: tanto la historiografía que, tras La legitimidad de la Era Moderna, de 1966, desarrolló en sus grandes libros de los setenta y ochenta, como la antropología que fue perfilando en sus estudios tardíos, desde Trabajo sobre el mito, 1979, hasta Salidas de la caverna, 1989. En los primeros escritos pone en claro su peculiar modo de entender lingüísticamente la filosofía, su peculiar análisis del lenguaje, su peculiar lenguaje de análisis: plantea su trabajo filosófico, como historiador de las ideas o como antropólogo, desde un ámbito de enunciados de lo inconceptualizable (metáforas, mitos, habla alegórica en general, imágenes, símbolos) que sólo desde Nietzsche tiene categoría e interés filosóficos. Desde la dimensión retórica que conllevan los mismos testimonios trasmitidos. (Ello le asegura un puesto relevante y peculiar entre los filósofos de la historia, no exento, además, de gracia, humor e ironía).
Porque se trata, en efecto, de un lenguaje peculiar e impropio, incardinado en una "teoría de la inconceptualidad", desarrollada pronto, 1958, que se ocupa del habla impropia, metafórica, en la poesía y el mito, el que describe y analiza Blumenberg. Blumenberg filosofa dentro del giro lingüístico del siglo XX, es decir, piensa bajo la guía del lenguaje, pero el lenguaje-guía de Blumenberg no es el lógico-conceptual, sino un lenguaje-ficción que trata con metáforas e historias. Un lenguaje de la inconceptualidad, repito, que es capaz de recoger lo que no es conceptuable. Hay que considerar determinadas metáforas, como la de la "verdad desnuda", por ejemplo, como elementos fundamentales del lenguaje filosófico, que no pueden sustituirse por conceptos y que hay que remitir, por lo tanto, a lo propio, a la logicidad misma del pensar o del lenguaje humano. Metáforas como las de la luz, la caverna, la navegación, el libro, el geocentrismo, el tropezón del sabio (Tales) despistado mirando al cielo, son "metáforas absolutas" en cuanto cada una de ellas constituye una representación de la realidad como un todo, con una claridad plástica y carga de sentido que nunca puede ofrecer ningún concepto, y por la que pueden orientarse, deben orientarse y se orientan el pensamiento y la acción humanos, su historicidad, su historia y su historiografía. Las metáforas son, pues, representaciones fundamentales de la orientación humana en el mundo, imágenes del mundo determinantes, fuentes de sentido...
en cada una de ellas una totalidad de interpretaciones consigue una unidad orgánica imposible y superior al concepto, que, de todos modos, se trasluce y perfila a través de ellas, ya que también pertenece, en definitiva, a un mismo sistema de orientación. A un mismo horizonte de cuestionamiento de hombre, mundo y dios, en el que las condiciones de constancia de los cambios históricos están fijadas más o menos relajadamente: "El cambio histórico de una metáfora evidencia la metacinética misma de perspectivas y horizontes de sentido históricos, dentro de los cuales experimentan también los conceptos sus modificaciones".
El ámbito de metáforas y habla metafórica (por ejemplo el de la retórica del nacimiento de la ciencia moderna) permite analizar la historia (en este caso, el paso de la Edad Media a la Edad Moderna, que es el que más interesa a Blumenberg) mejor, o de un modo más relajado, ágil, más apto para admitir la variedad de lo real y sus cambios, que los corsés teleológicos o racionales. El giro lingüístico de Blumenberg supone también un giro fundamental en el significado de las interpretaciones (históricas) del mundo. Genera una perspectiva (inspirada en Ernst Cassirer, sobre todo) funcionalista de la historia del espíritu y de la filosofía basada en meras substituciones o cambios de papel, específicamente epocales, dentro de una contextura o estructura formal de relación de contenidos espirituales. Una perspectiva que tiene en cuenta igualmente el aspecto de continuidad y discontinuidad, que rechaza una comprensión substancialista de la continuidad histórica, una falsa nivelación de los cortes esenciales históricos, los falsos dioses de la historia, los supuestos hacedores de épocas, jueces de los tiempos, etcétera.
Es de agradecer a esta feno
menología histórica, dice Jörg Villwock, que haya dado nueva vida a una plétora de fenómenos históricos que amenazaban hundirse en la falta de perspectiva que caracteriza el especialismo creciente de la investigación. En una época en la que la conciencia, encantada multimediáticamente, amenaza con perder en lo que llama "tiempo real" el horizonte histórico, Blumenberg no sólo reivindicó el recuerdo de la historia, sino que abrió sus puertas de par en par de modo nuevo y atractivo, y las dejó abiertas. Y no como vocero de lo eterno y sublime, añade Villwock, encarnado en celebridades pasadas, sino (casi a lo Benjamin) como intérprete precisamente de lo supuestamente superado, periférico y consabido. Más allá de positivismos y estructuralismos, escribe resumiendo su postura: "Si se parte de un concepto de historia que considera lo pasado no como modelo de hechos cerrados y autofundados, la historia no como análogo de una estructura representable estratigráficamente, lo debilitado se considerará todavía como una fuerza, lo olvidado aún como anámnesis potencial".
Hay que conservarlo, recordarlo todo. Especialmente las grandes preguntas, que no han de desaparecer sólo porque no puedan responderse, sólo porque no tengan sentido lógico o porque desde él no sean pregunta alguna (ya que no tienen respuesta). No hay una realidad y una lógica, hay muchas en las que vivimos. No hay, por tanto, que contar una historia, la supuestamente grande, sino muchas, a ser posible todas. Cada realidad y cada historia actúa como si se tratara de un pequeño mundo. "Que vivimos en más de un mundo es la fórmula de los descubrimientos que constituyen el estímulo filosófico de este siglo". De ahí la idiosincrasia de los libros de Blumenberg, llenos de historias y relatos. Él mismo no es un pensador de sistema, como decíamos. Es el filósofo de la narración infinita (sigue Nordhofen), que amalgamó el pensar en historias con la historia del pensar, de tal modo que ya no podemos separar los dos ámbitos. Su filosofía no tiene recetas finales, pero sabe muchas historias.
Confer Jörg Villwock, Hans Blumenberg, en: 'Die grossen Philosophen des 20. Jahrhunderts', B. Lutz editorial DTV. Múnich, 1999. Páginas 76-80.
BIBLIOGRAFÍA
Libros del filósofo alemán Hans Blumenberg, en castellano:
Salidas de la caverna (1989).
Antonio Machado, 2004.
El mito y el concepto de realidad (1971). Herder, 2004.
Conceptos en historias (póstumo). Síntesis, 2003. Paradigmas para una metaforología (1960). Trotta, 2003.
Naufragio con espectador (1979). Visor, 1995.
La legibilidad del mundo (1979). Paidós, 2000.
Trabajo sobre el mito (1979). Paidós, 2003.
Las realidades en que vivimos (1981). Paidós, 1999.
La risa de la muchacha tracia (1987). Pre-Textos, 2000.
La inquietud que atraviesa el río (1987). Península, 1992.
La posibilidad de comprenderse (1997). Síntesis, 2002.
BIBLIOGRAFÍA
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