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IDA Y VUELTA
Columna
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Música de arengas

La letra de los discursos políticos españoles tiende a ser trivial y al mismo tiempo agresiva

Antonio Muñoz Molina
Manifestación en la plaza de Colón de Madrid, en Madrid, contra los indultos a los presos del ‘procés’, el 13 de junio.
Manifestación en la plaza de Colón de Madrid, en Madrid, contra los indultos a los presos del ‘procés’, el 13 de junio.A. Pérez Meca (Europa Press)

Las letras de los discursos políticos en España son cada vez más discordantes y hostiles entre sí, pero las músicas se parecen más cada día. Hay que fijarse bien en la música y el tono de las cosas que se dicen, porque suelen revelar de manera inconsciente las verdades que ocultan las palabras. A lo que se llama el contenido se le da más importancia que a su continente, y los profesores y los ideólogos tienden a poner el fondo por delante de la forma, pero esas distinciones, aparte de muy toscas, descuidan la observación de lo que se tiene delante de los ojos, de lo que los oídos están de verdad escuchando. Una de las expresiones más desdichadas del lenguaje lerdo de ahora es la de “proveedor de contenidos” para aludir al que inventa o crea algo, al que cuenta historias o hace películas o compone o interpreta músicas. Es como si los llamados contenidos fueran una sustancia amorfa, un líquido más o menos espeso que se vierte en las vasijas adecuadas, concretamente en las tragaderas sin fondo de las plataformas audiovisuales, especializadas en escatimar hasta la miseria y el expolio el pago a los indefensos “proveedores”, de los que sin embargo procede todo el material creativo al que esas compañías sacan tanto provecho. No hay contenido previo que se adapte al molde de una forma. El qué y el cómo son tan inseparables entre sí como el bailarín y su baile, como el cuerpo y el alma, si vamos a eso. El sentido de una canción está en las palabras y en las notas y en la voz y el tono de quien canta. La ventaja de una educación estética es que le adiestra a uno la mirada y el oído para detectar notas falsas, estridencias, banalidades disfrazadas de solemnidad, efusiones postizas. Ha habido veces en mi vida en las que mi sentido de la forma ha despertado una alarma y una advertencia sobre engaños que mi inteligencia crédula se apresuraba a aceptar. Nada es más fácil que engañar a la inteligencia.

En España la vida política y parlamentaria consiste sobre todo en cruces de arengas. Las letras en general carecen de todo interés, porque su finalidad no es transmitir informaciones o argumentos, sino alimentar el fervor de los ya convencidos y el rechazo y el escándalo de los adversarios, que en la política zafia de nuestro país no se distinguen de los enemigos. La letra de los discursos políticos españoles tiende a ser trivial y al mismo tiempo agresiva, y si uno se fija un poco en ella el alma se le cae a los pies, porque es una fritanga de muletillas revenidas, de “apostar por” y “líneas rojas” y “poner en valor” y “preveer” y “preveyendo”. Las letras se recrean en un tremendismo de negaciones absolutas y visiones apocalípticas, sobre todo ahora que la izquierda ocupa el poder y que la derecha, indignada por esa anomalía que para ella equivale a una usurpación, ha abrazado el estilo retórico de la extrema derecha. Las letras en general son bastante mediocres, y parecen excluir cualquier posibilidad de un acuerdo que no implique una traición, o bajada de pantalones. Lo extraordinario es que las músicas, las entonaciones, sean tan semejantes entre sí, voces de arenga que convocan a los fieles y a los elegidos y señalan a los cobardes, a los blandos, a los traidores. Es como vivir en un país cuya cultura musical estuviera hecha exclusivamente de himnos y de marchas marciales. Las arengas de los informativos de la radio y los telediarios provocan la misma sensación desazonante de esos pasajes sinfónicos de Gustav Mahler o de Charles Ives en los que parece que chocan entre sí bandas de música tocando himnos con un máximo esfuerzo pulmonar.

En estas últimas semanas hemos asistido a todo un festival de cacofonías de arengas. Por debajo, afortunadamente, en el mundo real, sanitarios y administradores eficientes organizaban con sigilo la hazaña prodigiosa de ir vacunando a millones de personas, en un país donde el sentido común ha reducido al mínimo la irracionalidad del negacionismo. Pero cuanto más diligente y discreto era el proceso de vacunación, en el que las palabras que se usan tienen una sobriedad práctica, más arreciaba el tachunda épico y bélico de las arengas, en este caso particular con motivo de los indultos a los condenados por la astracanada delictiva de la declaración de independencia catalana. En Madrid, en la de por sí abominable plaza de Colón, se escucharon roncas arengas donde los acentos heroicos de la música eran tal vez más elocuentes que lo literal de las palabras. A mi memoria volvió un término que se usaba mucho en otros tiempos, “vibrante alocución”. Pero lo que hizo saltar definitivamente resortes de miedo del pasado no fue ninguna palabra, sino de nuevo una música. La música llega en línea recta y sin los filtros de la razón a los centros neuronales del fervor o del miedo. Como ciudadano de la democracia liberal española doy por supuestos su bandera y su himno, más o menos como su prefijo telefónico internacional: pero si el himno lo toca un cornetín militar, la parte más primitiva de mi cerebro segrega señales de alarma y hasta de pánico. ¿No podían haber elegido un cuarteto de cuerda, por ejemplo, un violoncelo?

Fue el día en que salieron en libertad los presos indultados cuando terminé de aceptar tristemente el destino de arenga cuartelaria de nuestra vida civil. A lo que más se parecían las músicas oratorias de los recién indultados antiespañoles era a las otras músicas en apariencia contrarias de los españoles a ultranza: la palabra ferviente, la mirada en el horizonte, la ronquera patriótica, el vibrato heroico, la tribuna bien alta sobre las cabezas de los fieles, el fondo de banderas siempre ondeantes, gracias a una brisa oportuna que las exime del prosaísmo de la flaccidez.

No digo que unos y otros sean iguales. Saltarse las leyes de una democracia es un delito y merece el castigo que las mismas leyes determinan, igual que determinan los términos posibles de la clemencia. Rebelarse contra el supremacismo nacionalista es un derecho y un deber cívico que queda muy malogrado si uno se alía en esa rebelión con los agitadores de otro supremacismo no menos agresivo. Al menos haría falta elegir otras músicas. O prescindir de ellas y hablar en la prosa llana en la que sí es posible discutir y entenderse.

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