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IDA Y VUELTA
Columna
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La soledad de Peter Grimes

En situaciones de verdadera gravedad uno exige a las artes no que se midan con otras artes, sino con la vida misma

Peter Grimes (Allan Clayton), perdonado símbólicamente por su aprendiz (Saúl Esgueva) al final del segundo acto.Vídeo: JAVIER DEL REAL / TEATRO REAL
Antonio Muñoz Molina

En tiempos de máxima emergencia les pedimos mucho más a las artes, si es que tenemos el tiempo y el sosiego necesarios para ocuparnos de ellas. Recuerdo una noche, hace unos meses, en el Teatro Real, viendo Don Giovanni. En un momento de la función empezó a notarse una agitación contenida en el espacio de sombra del patio de butacas. Ocurría algo pero la ópera no se detenía. Alguien se había desmayado, o había sufrido un ataque, y a su alrededor se organizaba una ayuda. La mayor parte de los espectadores no se daba cuenta de nada. Había personas que se levantaban de sus localidades, acomodadores que afluían desde los pasillos, una puerta lateral que se abría, alguien con una linterna, con un maletín. Yo estaba entre dos mundos. La ficción que hasta un momento antes me mantenía hipnóticamente concentrado en el escenario y en la música ahora se desvanecía ante mis ojos, revelaba su insostenible artificio. Personas encorvadas y sigilosas para reducir al mínimo la perturbación se ocupaban de alguien enfermo que hasta un momento antes había estado tan sumergido como yo en la partitura de Mozart, en el milagro de las voces, en el engaño evidente del decorado y la puesta en escena. Todo se desarrolló con una extrema eficiencia. En ningún momento se detuvo la representación, el fluir alado de la fantasía de Mozart y Da Ponte. Al enfermo o enferma se lo llevaron y apenas se oyó el golpe suave de una puerta al cerrarse.

Habitualmente uno acepta que las artes sucedan en el espacio inocuo del arte. En situaciones de verdadera gravedad lo que uno exige de ellas es que se midan no con otras artes, sino con la vida misma, que actúen como un alimento, como un refugio, como una herramienta para fortalecernos en la intemperie agresiva de la realidad. Para los ciudadanos de Leningrado que resistían en medio de la destrucción y el hambre al asedio militar alemán, la Séptima sinfonía de Shostakóvich era mucho más que una de esas obras musicales que se escuchan con agrado o decepción o distraídamente en una tarde de concierto. La Séptima, para los músicos y para los espectadores, era la prueba de que el arte podía resplandecer por encima de la barbarie, afirmar la belleza, la exaltación espiritual y la concordia frente a la embestida de la metralla y las bombas, el espanto del hambre, la cotidianidad de la muerte. En el Madrid de los últimos meses de la Guerra Civil el diplomático chileno Carlos Morla Lynch anotaba en su diario que había ido al teatro a escuchar a Pastora Imperio, y se acordaba de una noche de tan solo tres años atrás en que había asistido, en el Teatro de la Comedia, a un recital de negro spirituals de Marian Anderson, en compañía de Federico García Lorca.

Otros han vivido desgracias mayores que las nuestras. Otros morían en terrible soledad hace un año en las residencias de ancianos. Otros siguen enfermando ahora, a pesar de la distracción informativa y la frivolidad sin excusa de una parte de la ciudadanía, y se asfixian con neumonías dobles en las salas de cuidados intensivos de los hospitales, y mueren cuando ya no habría sido difícil que sobrevivieran. No cuesta mucho acordarse de ellos: todos tienen nombre, y algunos son conocidos, amigos, familiares nuestros, no ya ancianos sino hombres en la plenitud de la edad, expulsados inapelablemente de esa normalidad en gran medida irresponsable que bulle en las terrazas y en los interiores atestados de los bares y los restaurantes. Mientras ellos sufren y temen ahogarse y morir, y los sanitarios agotados se esfuerzan por salvarlos, arrecia el estrépito miserable de la bronca política española. Abrir el periódico o escuchar la radio lo sume a uno de golpe en la desolación y la vergüenza, sin la menor necesidad de bajar a las cloacas de las redes sociales.

La música es la más abstracta de las artes y también es la más visceral, porque actúa directamente sobre el cuerpo, lo estremece con ritmos tan inmediatos como el de los latidos del corazón

Entonces busca uno su huida, su exilio virtual, su refugio en el amor, en la amistad, en la vida familiar, en la naturaleza, en las artes, entre las cuales la más protectora puede que sea la música, porque ofrece una perfección sin adherencias exteriores, mundos bellamente edificados que suscitan por igual la emoción pura de la forma y el arrebato de los sentimientos. La música es la más abstracta de las artes y también es la más visceral, porque actúa directamente sobre el cuerpo, lo estremece con ritmos tan inmediatos como el de los latidos del corazón o el de los pasos, lo impulsa al extravío de la felicidad y a la congoja de las lágrimas. Incluso lo puede incitar a la violencia.

En el Teatro Real, hasta el 10 de mayo, se sigue representando el Peter Grimes de Benjamin Britten. El montaje es de Deborah Warner. Ivor Bolton dirige admirablemente la orquesta, y Andrés Máspero el coro prodigioso, abrumador en su poderío sonoro. No hay una ópera más adecuada para estos tiempos. Britten la estrenó en junio de 1945, apenas acabada la guerra en Europa. Parece escrita ayer mismo. Hubo un tiempo en que Britten fue tratado con mucha condescendencia por los guardianes de la ortodoxia atonal. Su música posee una furia y una capacidad de sutileza y arrebato que a mí me hace acordarme de Porgy and Bess y del gran musical americano. Como en Porgy and Bess, que Gershwin había estrenado unos años antes, en Peter Grimes el coro es la voz unánime de una comunidad entregada al trabajo y cerrada sobre sí misma, tan poderosa que sostiene en la adversidad a cada uno de sus miembros pero que también puede ahogar las voces singulares. En las dos óperas. Los cantos de trabajo y los himnos de iglesia son el cimiento sonoro de la comunidad. Pero en Peter Grimes el coro es mucho más sofocante que en Porgy and Bess: su fuerza sonora llena entero el espacio del teatro, lo inunda como la crecida destructiva del mar. Pocas veces he sentido con tanta claridad la violencia de una conjunción de instrumentos musicales y de voces que derivan del entusiasmo religioso al clamor de la fiesta y a la determinación aterradora de una marcha militar, todo con el propósito comunitario de perseguir a un solo disidente, de aplastar una voz solitaria y más débil, una presencia que no cuadra, la de alguien que sobra, que suscita la persecución sin tener otra culpa segura que la de su singularidad. Cualquiera que se encuentre solo y por lo tanto desprotegido en estos tiempos de unanimidades feroces comprenderá de corazón la desgracia de Peter Grimes y la música que la expresa.

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