Umbral a Delibes: “Estas confesiones no se las hago a nadie: mi imagen pública es segura y agresiva”
La extensa correspondencia entre los dos escritores, que ve la luz la semana que viene, es un repaso crudo y pormenorizado a la obra de ambos y a la industria editorial del último medio siglo
Ni diarios ni memorias ni autobiografías. La verdad de un escritor está en sus cartas, ese lugar en el que la privacidad invita a bajar la guardia y a no posar para la historia de la literatura, a escribir sin repeinar los instintos, componer la figura ni maquillar el autorretrato. Una correspondencia es el lugar al que van a parar debilidades y quejas, entusiasmos y reclamaciones, zozobras y vanidades.
El 27 de enero de 1971 Miguel Delibes escribió a Francisco Umbral para comentarle su nuevo libro: Las europeas. Aunque admira la “finísima calidad” de su prosa, no se anda con paños calientes: “Yo no acabo de ver ahí una novela”. Mejor hubiera sido, sugiere, un ensayo “de cierta amplitud” sobre el turismo extranjero. “Tal vez”, concluye, “la cuestión estriba en que escribes demasiado, saltándote ese proceso de maduración imprescindible, pero yo veo Las europeas como algo formalmente impecable pero superficial y sin esqueleto”.
“La cuestión es que escribes demasiado, saltándote ese proceso de maduración imprescindible” (Delibes)
Dos días más tarde, su amigo le responde para confesarle cosas que, afirma, nunca ha contado a nadie. “Ni siquiera a España”, su mujer. Por un lado, matiza, no hay precipitación en su novela: simplemente, tiene facilidad para escribir. Por otro, admite que para el “gran ensayo” le falta formación universitaria. Se resigna, pues, a ser “un buen escritor sin género” y a producir “crónicas divertidas para toda la eternidad”. “No he conseguido”, dice, “cuajar una obra seria y me estoy acercando a los 40”. ¿Por qué? Porque sus valores literarios son “de tipo lírico, de lenguaje, de observación, de descripción, ironía, ideas o visiones personales”. Conclusión: “Está claro que no soy novelista”. Llega entonces el momento de la verdad para un hombre incómodo con “todo ese folklore del dandismo” que se le atribuye: “Estas confesiones no se las hago nunca a nadie pues mi imagen pública es de seguridad e incluso de agresividad, porque la selva obliga”.
En edición de Araceli Godino y Luciano López y con prólogo de Santos Sanz Villanueva, Destino publica la semana que viene el volumen La amistad de dos gigantes. Correspondencia (1960-2007), que recopila las casi 300 cartas que Miguel Delibes (1920-2010) y Francisco Umbral (1932-2007) intercambiaron desde que el segundo se trasladó a Madrid para hacer carrera literaria mientras el primero permanecía en Valladolid al frente del diario El Norte de Castilla. El sintagma carrera literaria es clave en ese epistolario. Ambos autores practican en él una suerte de sinceridad sin intimidad en la que, pese al cariño que se profesan, lo personal se reduce a comentar sus precoces achaques de salud y a interesarse por sus respectivas familias. Solo la prematura muerte —por cáncer y con apenas meses de diferencia— del hijo de Umbral y de la esposa de Delibes suponen en 1974 un agujero negro en una conversación de medio siglo cuyos temas principales son, de principio a fin, la literatura y el mundillo literario. Entendiendo la primera como la obra de cada uno de los interlocutores —apenas hablan de otras lecturas—, y el segundo, como el bosque de editoriales, periódicos y premios en el que el mentor tenía plaza desde que ganó el Nadal en 1948 y en el que el discípulo busca sitio y beneficio escribiendo varios libros al año y varios artículos al día: ya se trate de una crónica de la villa y corte o de un reportaje de picapedrero sobre el último modelo vallisoletano de Renault. Se habla mucho de dinero en estas cartas.
“Está claro que no soy novelista” (Umbral)
“Sigo siendo tu octavo hijo”, llega a decirle Umbral a Delibes, al que considera su “hermano mayor”, “el ligue más largo” de su vida. Tiene razones para ello. Su descubridor no solo le pone en contacto con el editor de Destino, sino que consigue que El Norte —”a quien le debo ya la vida y seguramente le dejaré a deber la muerte”— le pague las facturas del médico (él las reembolsa religiosamente). Consejero para todo, igual le anima a pedir aumento de sueldo que —cosa que él no hizo en el mismo trance— a aceptar el Premio Planeta cuando se lo ofrecen: “Amarra a Lara para el premio (o casi), dale ese libro y luego vete con Destino. El millón está bien, y la propaganda que conlleva, pero la editorial (aunque vende) merece poco crédito”.
El intento frustrado de controlar El Norte de Castilla por parte del Opus Dei, la oferta a Delibes para que dirija EL PAÍS o a Umbral para que escriba en La Vanguardia pagándole “lo que pida” son los alrededores de una larga charla epistolar a la que, pese a los tiempos, se asoma muy poco la política. Si el franquismo es básicamente la censura, la Transición es la incertidumbre: “El país está fatal, macho”, escribe Umbral en 1976. “Ni los reformistas tienen muchas ganas de reformar nada ni los posibles reformados les van a dejar tiempo ni ocasión (…) Me estoy temiendo la baza de espadas de un momento a otro”.
El núcleo de la correspondencia es, ya dijimos, la obra de los corresponsales. Cada uno comenta —y ese es el encanto de estas páginas— los libros del otro a medida que se van publicando. Delibes, por carta. Umbral, además, en los medios en los que colabora; con diferente tono en cada caso. Así, cuando critica por redundante Parábola del náufrago, aclara a su maestro que escribirá (en “mis publicaciones”, matiza Umbral) enfatizando lo que le ha entusiasmado. “Este comentario es personal”, matiza. Al inmenso valor de la crítica ajena hay que añadir el de las réplicas de cada aludido, que terminan desplegando por acumulación teorías de la literatura casi antagónicas.
“Amarra a Lara para el premio [Planeta], dale ese libro y luego vete con Destino. El millón está bien, pero la editorial merece poco crédito” (Delibes)
Más locuaz e impúdico, Francisco Umbral carga con la parte de los chismes contra Cela, Laforet, Onetti, Benet —”mata de aburrimiento a las culebras”— o Vargas Llosa —”estos grandes escritores se saben el inglés de Faulkner y el aguachirle de su pueblo, pero castellano saben poco”—. Delibes, mientras, se limita a poner a su amigo en el camino frustrado de la RAE y a lamentar que ejerza de eterno finalista. En 1968 El Norte estaba listo para celebrar “tu Premio Biblioteca Breve”, pero, “como de costumbre, saltó un mejicano”. Es decir, Carlos Fuentes.
Pasados los años ochenta, la correspondencia se enfría. Delibes acusa recibo de cada novela de Umbral diciendo que es la mejor de las suyas y este se queja de que aquel no lo elogia en público. “A mí no me han hecho justicia en España y ya no me la van a hacer”, lamenta en 1987. Estaban por llegarle el premio de la Crítica, el Príncipe de Asturias y el Cervantes. Delibes —que ya tenía los dos primeros y no tardaría en recibir el gordo— le escribe en 1991 para preocuparse por sus cataratas y, cómo no, para ponderar su enésimo libro: “Magnífica la Crónica de esa guapa gente (saldré a la pizarra a decirlo)”.
La amistad de dos gigantes. Correspondencia (1960-2007)
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