Premio y castigo de mirar
El arte es más complejo que los catecismos ideológicos, sean los de ahora mismo o los que exigían quemar estas pinturas
“La carne humana es el motivo de que exista la pintura al óleo”: esas palabras de Willem de Kooning me vienen a la memoria en el momento en que entro a la exposición Pasiones mitológicas, cuando mis pupilas, que vienen de la luz radiante de la mañana de marzo en Madrid, se adaptan a la calculada penumbra que hay en las salas, en la que resaltan más esas tonalidades de la piel humana desnuda que solo la pintura al óleo sobre lienzo parece capaz de transmitir; y no solo a la mirada, sino también, casi, al tacto: muchas de estas pinturas son obras maestras de Tiziano, o de herederos o discípulos suyos, y nadie antes de Tiziano había pintado los cuerpos con una sensualidad que ya está en la pincelada, y en el modo en que la materia del lienzo absorbe los pigmentos y los aceites. Es la calidad, la viveza, la ductilidad de esos colores, y de la tela sobre la que se extienden, un fundamento de la manera de pintar de Tiziano, que no sería posible sobre otros soportes menos porosos, con colores de inferior calidad. Los rosas delicados, los blancos puros, los modelados de sombra, la gloria de los cuerpos desnudos son tan terrenales y tentadores como los tejidos suntuosos, los terciopelos venecianos, los jarros de cristal transparente en los que resplandece el agua limpia, los cielos de azules sombríos de anochecer o de tormenta.
Algunos de los cuadros los conocemos bien porque están en la colección del museo. Otros impresionan más porque no tenemos la costumbre de verlos. Los dos casi gemelos —Diana y Acteón, Diana y Calisto— yo los asocio a viajes espaciados a Londres, a esas salas de la National Gallery que son más silenciosas porque están separadas por puertas de cristales que es preciso empujar; más silenciosas y de una atmósfera más matizada, uno diría que más propicia a Tiziano: como los techos son acristalados, y la luz de Londres es tan cambiante, muchas veces el cuadro que uno mira parece que se modifica delante de sus ojos, que los cuerpos desnudos se vuelven más luminosos o se acogen a la penumbra, que el día avanza o retrocede en el interior del cuadro igual que en la sala en la que está colgado.
En su ensayo del catálogo, Alejandro Vergara recuerda que para Lucian Freud estas eran “simplemente las pinturas más bellas del mundo”. Uno las ve una vez, dice Freud, y quiere seguir viéndolas siempre. Dos pinturas tan hipnóticas, tan perturbadoras para la mirada, tienen en su centro el acto mismo de mirar, la tentación y el peligro de ver lo que no debe ser visto, o de mostrar lo que habría sido mejor que permaneciera oculto, lo que se mantuvo secreto y ya no se puede seguir escondiendo. Ahora es fácil, y hasta obligatorio en algún caso, presentar estos dos cuadros como ejemplos de la mirada masculina dominadora sobre el cuerpo de la mujer. Pero el arte, del mismo modo que la realidad, es más complejo y más rico de matices, incertidumbres y trampas que los catecismos ideológicos, sean estos los de ahora mismo o los que en los siglos XVII y XVIII exigían que todas estas pinturas fueran quemadas por ofender a la virtud y despertar la lujuria.
A la ninfa Calisto, sus compañeras la desnudan a la fuerza para hacer visible su embarazo y Diana la condena al castigo con un gesto imperial. El cazador Acteón, buscando alivio al calor del mediodía, se interna con sus perros en una espesura de árboles de donde viene el aire fresco y el rumor de un arroyo. Pero no sabe que ha entrado en el bosque sagrado de la diosa Diana, que acaba de salir del agua, atendida por sus ninfas. En la mitología clásica no hay compasión para nadie. Acteón ha visto desnuda a Diana y el castigo por ese atrevimiento involuntario va a ser terrible. La diosa cruel, casta, omnipotente lo condena a convertirse en ciervo, y a ser despedazado y devorado vivo por los mismos perros que lo acompañaban en su cacería.
El cuadro que miramos contiene toda una constelación, un torneo de miradas, unidas en un solo instante de desvelamiento y castigo: un lienzo como una cortina de teatro suspendida en el aire acentúa el impacto de la revelación. Acteón mira y al mismo tiempo parece apartar los ojos, y alza las manos con un gesto de asombro y hasta de reverencia. Diana, rubia y opulenta, con la medialuna de su divinidad como una diadema, se cubre en parte la cara y en parte mira de abajo arriba, con una ira helada, con una inmediata determinación de castigo. Pintar cuadros con varias figuras desnudas en diversas actitudes era el desafío más alto y a mejor prueba de maestría para un artista: en las expresiones de los rostros, en las posturas de los cuerpos, en la disposición general desplegaba su capacidad de invención y su dominio de la anatomía, y se estaba midiendo con los escultores, en su capacidad de modelar los volúmenes, y también con los pintores de la Antigüedad, a los que veneraba, aunque de sus obras solo quedaran testimonios escritos. Pintando una fábula contada por Ovidio en Las metamorfosis, Tiziano atestiguaba que la pintura podía ser tan noble como la poesía.
Lo que el viejo Tiziano, en la plenitud de su maestría, comprime en un instante de gestos detenidos, el espectador lo observa demoradamente, apreciando detalles, claves narrativas y símbolos, pormenores supremos del arte de la pintura. Ahora todos estamos saturados de imágenes, y el erotismo y hasta la pornografía se han vuelto usuales. Para mirar estos cuadros e intuir algo de lo que veían en ellos quienes los encargaban para sus colecciones privadas necesitamos un esfuerzo de la imaginación: cómo sería ver de pronto un desnudo, pintado con tal grado de naturalismo, en una sala reservada, a veces oculto detrás de una cortina que se descorrería despacio para mayor efecto. Y más difícil es para nosotros ese esfuerzo de la imaginación cuando sabemos que estos cuadros los pintó Tiziano para un cliente exclusivo, y solo para él, el rey Felipe II, que también le encargaba magdalenas penitentes y cristos coronados de espinas para su capilla privada. En la contemplación de la pintura habría un estremecimiento parecido al que paraliza al cazador Acteón cuando mira a Diana desnuda. Pero la mirada que devuelve la diosa no es de sumisión, sino de desafío.
‘Pasiones mitológicas. Tiziano, Veronese, Allori, Rubens, Ribera, Poussin, Van Dyck, Velázquez’. Museo del Prado. Madrid. Hasta el 4 de julio.
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