Lucian Freud. Tres cuadros
Vestía una camisa blanca con el cuello levantado, que enmarcaba su cabeza, y los pliegues naturales de un secado sin plancha; al desgaire, en lugar de corbata, un ligero foulard de rayas negras y grises formaba parte de su naturaleza más que de su indumentaria. Así le vi por primera vez, hace 25 años. Se sentó a contraluz con descuidada afectación, pero un pintor sabe cómo manejar la luz y ésta rodeó mágicamente su cabeza de rasgos finos haciendo su piel translúcida, y luminosa, y sus ojos verdes más brillantes. Cuando logré concentrarme en sus palabras, con su voz apagada, lentamente, estaba diciendo que él no había tenido nunca problemas para elegir el tema de sus cuadros. Y después de unos segundos sonrió, acentuándose entonces maliciosamente, casi con perversidad, la curva característica, histórica, de su nariz.
Captó en un limitado espacio la soledad y el aislamiento de todos nosotros
Por su nombre le pregunté hace pocos meses, la última vez que le vi. Conservaba intacta toda la fascinación intensa de su rostro: "Era el nombre de mi madre... Lucy, Luz, y ella le parecía que yo tenía luz". Hay solo otro gran pintor que lleva esa raíz luminosa unida al nombre: Goya. Goya y Lucientes, que no usó más que una vez, para subrayar en su autorretrato, al inicio de los Caprichos y con plena conciencia, que con esa serie de imágenes notables su voluntad era iluminar a sus contemporáneos para que se fijaran en la ignorancia, la superstición, la maldad o el engaño de sus semejantes. Lucian Freud siguió en su pintura ese camino de desentrañar la verdad sobre el ser humano, iluminando con potencia a sus semejantes, para que ni un solo pliegue de sus cuerpos ni un solo escondrijo de sus almas quedara oculto al espectador.
Freud ha vivido lo suficiente para saber sin sombra alguna de duda el lugar exacto que su arte había alcanzado en el mundo actual, pero eso no es suficiente para un artista. Quieren saber también algo más difícil: ¿Qué les deparará el futuro, hasta dónde llegará su fama? ¿Dejarán huella? ¿Serán como Velázquez? Es difícil, usando los métodos de un historiador de arte, hacer con ellos esa labor profética, imposible. En el caso de Freud, como en el de todos los que fueron grandes en su tiempo, su arte seguirá apreciándose durante años, tal vez muchos años, porque su obra es singular por la técnica rica e imperecedera, en la mejor tradición del uso de la materia y del color de los grandes pintores del pasado, esa tan sencilla del óleo sobre el lienzo; después caerá en el olvido, en cien años tal vez, oscurecido por el tiempo y las obras de quienes ya vienen detrás de él. Sin embargo, analizando sus retratos, sus naturalezas muertas, sus paisajes urbanos, es evidente que Freud analizó su tiempo, el siglo XX europeo, con el desapasionamiento necesario para describirlo verazmente, más bien para definirlo con esa profundidad que siempre ha garantizado la pervivencia de una obra de arte o de un artista. Freud será, como su abuelo, una de las figuras clave para entender ese siglo XX ya pasado, tan lejano en la historia como desde ayer lo está él mismo, por haber captado en el limitado espacio de la superficie de una pintura la soledad y el aislamiento de todos nosotros, la frialdad de nuestra sociedad, la incomunicación, el existencialismo como el pensamiento dominador de nuestras vidas; y esa cierta sensación de vacío que lleva a la náusea, la sensación distintiva del siglo XX. Su mundo es un mundo quieto, un mundo en que la still-life (la vida quieta de nuestros bodegones) ha ganado la batalla a la acción. Fuerza a sus personajes a la desnudez, a todos ellos, a sus amantes, a sus hijas, a sus amigos, a los ricos y a los pobres, y les obliga a la quietud y al reposo del simbólico sofá: pero a él no le interesan los sueños de sus modelos / pacientes. En él el sueño se esconde detrás de la fachada de las cosas y de las personas, y es inaccesible o irrelevante.
Como todos los artistas, Freud fue un devorador insaciable del arte ajeno. De sus contemporáneos y amigos y de los que vivieron antes que él. El arte de muchos de ellos se revela indefectiblemente en su pintura. Desde sus primeras obras cercanas a la pureza del renacimiento alemán, de esos retratos a lo Durero de su juventud, hasta la materia metafísica de Chardin de sus últimos cuadros. A Freud era fácil encontrarle en los restaurantes de moda y esa capacidad suya de apreciar la materia de la vida superficial a veces despista al observador, que no acaba de comprender que el trabajo del artista es obsesivo e incesante, que se debe por encima de todo a esas horas interminables en el estudio. En el de Freud queda ahora un cuadro inacabado en el caballete. En marzo del año pasado, tras la inauguración en París de su última gran exposición, Lucian Freud visitó El Prado por última vez. Fue un paseo lento, solitario, del artista recreándose en la pintura, interrumpido por el alto inevitable que le exigían algunas obras de Tiziano o de Velázquez.
de exposición sobre Lucien Freud entre el Prado y el museo Kunsthistorisches de Viena.
Manuela Mena es jefa de conservación de pintura del siglo XVIII y Goya en el Museo del Prado. Actualmente trabaja en un proyecto conjunto
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