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ARTE

Tiempo para el ‘slow art’

Cuanto más rápida es la circulación de las obras de arte, mayor es la inflación del sistema. Por eso gana terreno una tendencia a experimentar con el lado creativo de la lentitud y la pereza

Instalación de la pausa del almuerzo (2003), fotografía de Sharon Lockhart.
Instalación de la pausa del almuerzo (2003), fotografía de Sharon Lockhart.

No existe nada más universal que el tiempo. Lo habitamos como los peces habitan las aguas, las lombrices la tierra, un aroma su magdalena. Sin embargo, su naturaleza sigue siendo un misterio. Extraños ciclos lo encadenan a otros enigmas que aún no han sido resueltos, el mayor de todos, nuestra conciencia, la máquina del tiempo más perfecta.

Ignoramos qué vincula el tiempo a nuestra cualidad como personas. Apuramos nuestras vidas buscando esos claros iluminados en donde el tiempo se desembaraza de su aceleración para fluir al ralentí (la música, la pintura). Lo más parecido a volver a la infancia. Entramos en el Prado y observamos en un bosco una sucesión de acontecimientos, todos a la vez. Pero ¿cuál es el orden real del cuadro? ¿Podría estar todo disgregado? ¿Existen las fuentes del tiempo? ¿Y si existen, qué hay al final de ese marasmo?

No sorprende que el aprecio que le damos a una obra de arte sea tan relativo como el tiempo. Cuando la Mona Lisa fue robada de su espacio en el Louvre, en 1911, legiones de personas acudieron a la pinacoteca para contemplar su “ausencia”, se pasaron más tiempo delante del hueco de lo que hasta hace unos meses acostumbraban los millones de turistas de la pinacoteca parisiense. Y sobre el precio de una obra contemporánea, ¿cuál es la cifra de un rich­ter? (una absurdamente desproporcionada que incomoda incluso al pintor alemán). ¿En cuánto se valorizarán sus cuadros cuando el artista ya no esté?

Cabeza de Avalokiteshvara (s. XII-XIII), de The Feuerle Collection.
Cabeza de Avalokiteshvara (s. XII-XIII), de The Feuerle Collection.

“¡El tiempo, ese gran escultor!”, escribió Marguerite Yourcenar refiriéndose a los dioses del Partenón erosionados por el salitre y el viento, y que adquieren, sin embargo, “la majestad o la languidez de un árbol (…) y otras obras que solo a la violencia humana deben la nueva belleza que poseen: el empujón que las tiró de su pedestal”. Desde hace unas semanas, en Barcelona, en la confluencia entre la Diagonal y el Passeig Sant Joan, se puede ver el inconfundible monumento al poeta Mosén Jacint Verdaguer (levantado en 1924) totalmente cubierto con una lona de protección debido a las obras de ampliación de un colector. La tela blanca está perfectamente ceñida a la rotonda circundada por una balaustrada donde se alzan una serie de figuras alegóricas y relieves, el jardincillo interior con los cipreses y, en el centro, la columna de 20 metros, coronada por la figura de Mossèn Cinto como una madonnina bianca. Observado de lejos, el monumento parece un christo & jeanne-claude. ¿Y si lo fuera? O mejor, ¿es el monumento empaquetado un ready made invertido?

El arte es una fuente elemental de nuestra concepción del tiempo. Si Duchamp no hubiera convertido un botellero en un objeto artístico, ahora mismo nuestra imaginación no alcanzaría a ver en la estatua del bardo noucentista (¡un verdadero “poeta expandido”!) lo que antes una pareja de artistas habría convertido en monumento site specific. Así es como tradicionalmente hemos interpretado lo que acontece en el arte: explicar cómo cambian las cosas y su efecto en nosotros mismos frente a la contemplación.

En el nuevo orden de los acontecimientos, con la aceleración del tiempo de la noticia de Twitter (“lo que está pasando”) y de las vidas privadas de Facebook (“lo que estás pensando”), el arte parece agotado. Producción en cadena, talleres convertidos en factorías digitales, ubicuidad, crecimiento del sistema, implosión. ¿Acabará el tiempo del arte siendo algo letárgico independiente de lo que ocurra ahí afuera, puro tiempo?

La muestra ‘So Lazy. Elogio del derroche’ agrupa en el CaixaForum de Barcelona obras de artistas como Esther Ferrer, Aernout Mik, Ángela Ferreira o Ignasi Aballí que proponen otras formas de no hacer

Pocos años antes de que la pandemia nos presentara el mundo que nos rodea como el vacío —solo aire entre algo aquí y allá—, algún coleccionista ya entendió la necesidad de poner en valor el tiempo del arte tanto en su absolutismo (constructo intelectual) como en su relatividad (apariencia, banalidad), idea tan einsteiniana como la asociación mental que produce una estatua sobre una columna empaquetada. Uno de los primeros fue el alemán Désiré Feuer­le, quien quiso etiquetar como slow art (una apropiación del culinario slow food) la experiencia de contemplar su colección de esculturas y mobiliario asiáticos junto a obras de artistas contemporáneos que atesora dentro de una cápsula del tiempo: un antiguo búnker berlinés liberado de su ignominioso pasado, cuando sirvió como cuartel general del ministerio de propaganda nazi, en el barrio de Kreuzberg.

Monumento al poeta Jacint Verdaguer, en Barcelona, protegido por obras.
Monumento al poeta Jacint Verdaguer, en Barcelona, protegido por obras.

Existe incluso un Slow Art Day, el 4 de abril, que busca fomentar otros modos de prácticas artísticas que resisten los usos hegemónicos del tiempo y que impulsan al espectador a valorar tanto la multiplicidad temporal como las inversiones de la historia. El teórico norteamericano Hal Foster lo llama lo “asíncrono” y lo sitúa en el colapso entre medios que producen los dibujos proyectados de William Kentridge, las diapositivas de James Coleman y el 24 Hour Psycho (1993) de Douglas Gordon, donde el tiempo de la película de Hitchcock está dilatado hasta completar el ciclo de un día.

La muestra So Lazy. Elogio del derroche, en CaixaForum Barcelona, agrupa obras de time-based art de autores (Esther Ferrer, Aernout Mik, Ángela Ferreira, Ignasi Aballí, Priscila Fernández, Xavier Ribas, Constant, entre media docena más) que proponen otras formas posibles de no hacer o de prodigar de manera eficaz la enorme cantidad de tiempo y de recursos humanos que estarán disponibles en una sociedad estancada donde hasta el ocio ha sido regulado y mercantilizado. Curiosamente, el recorrido termina con las telas minimalistas, casi disueltas, de Agnes Martin (Sin título, nº 7, 1997), que invitan a un nuevo romanticismo: contemplar el vacío frente a nosotros, entender las causas, la memoria, la propia historia, porque si la estudiamos nos remitirá otra vez a nuestro mirar. El horizonte es el paisaje descrito por alguien que lee. Allí todavía están los árboles que, como es debido, echan hojas nuevas.

‘So Lazy. Elogio del derroche’. CaixaForum. Barcelona. Hasta el 18 de abril.

The Feuerle Collection. Hallesches Ufer 70. Berlín.


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