Maryse Condé: “Francia sigue siendo racista e intolerante”
Nació en la isla caribeña de Guadalupe y se hizo adulta en París, Guinea-Conakry y Ghana. Tanto en Europa como en África le hicieron sentir diferente. Premio Nobel Alternativo en 2018, hoy es una de las grandes voces de las letras francesas. En su casa de la Provenza, habla de su vida errante y de su última novela traducida en España, ‘La Deseada’
Maryse Condé (Pointe-à-Pitre, Guadalupe, 1937) ha encontrado por fin “un cierto reposo”, dice, un estado cercano a la felicidad después de una vida itinerante y ajetreada entre las Antillas francesas, donde nació, África, Francia y Estados Unidos, y después de escribir decenas de libros que han revelado mundos ignotos para muchos lectores, y que la han convertido en una gran dama de las letras francófonas.
“Es ahora, cuando soy vieja, que la vida es fácil. No tengo problemas de dinero. Mis hijos son adultos. Para mí, vivir significa ser un poco infeliz y pelear, todo el tiempo”, dice sentada en un sillón confortable en su masía en las afueras de Gordes, un pueblo encaramado en las montañas del Luberon, en la Provenza francesa.
La editorial Impedimenta publica, en traducción de Martha Asunción Alonso, La Deseada, una novela de secretos familiares y de búsqueda de la identidad protagonizada por tres generaciones de mujeres entre Guadalupe, París y Estados Unidos. Es una puerta de acceso a una obra en la que la vida de la autora y sus ficciones se confunden, como pueden comprobar quienes lean Corazón que ríe, corazón que llora y La vida sin maquillaje, los libros de memorias que ha publicado la misma editorial.
“Empecé a escribir con 40 años. ¡Antes no podía! Tenía cuatro hijos y debía criarlos sin un marido. Era vivir o escribir”
“[Maryse Condé] me acompaña desde hace años. Siempre me ha apasionado África y ella forma parte de los escritores que me han enseñado qué es África. Me conmueven los combates que ha librado y, sobre todo, esta especie de fiebre que la empuja, esta indisciplina, esta desubicación permanente”, proclamó en marzo de 2020 el presidente francés, Emmanuel Macron. Pronunció estas palabras en uno de los últimos actos públicos antes del primer confinamiento por la pandemia. Macron le entregó la Orden del Mérito de la República francesa a una escritora que no ha encajado nunca en el mundillo literario francés y que ha recibido más aplausos y reconocimientos fuera que en su país natal.
Condé recibió el Premio Nobel alternativo en 2018, el año que se suspendió el Nobel oficial por un escándalo sexual, pero nunca ha merecido la atención ni del Goncourt ni de ninguno de los otros premios que consagran carreras en París. No figura en el canon francés, o en todo caso no en el primer rango, quizá un reflejo del carácter nómada y global de su escritura.
“Creo que el hecho de haber reivindicado siempre la independencia de Guadalupe y haber pertenecido a la Unión por la Liberación de Guadalupe me perjudicó un poco”, sostiene. Y asegura, a pesar del reciente reconocimiento oficial, que “Francia sigue siendo racista, intolerante y estrecha de miras sobre el ser humano”. Al entregarle la Orden del Mérito, Macron bromeó: “¿Cómo puede el jefe de Estado que yo soy honrar a una mujer cuyo sueño es poder presentar un día su pasaporte guadalupeño en la taquilla de la aduana de Roissy? No he resuelto esta paradoja, y usted tampoco”.
Su marido y traductor al inglés, Richard Philcox, ha abierto las ventanas del salón para que circule el aire. Todos —Philcox, el fotógrafo y el redactor— menos ella llevamos mascarilla. Ella, con problemas de visión, movimiento y habla debido a una enfermedad que la aqueja desde hace años, desgrana sílaba a sílaba un discurso preciso y claro, como sus textos.
“Mi lengua propia quizá sea el francés, pero ahí hay mucho inglés y muchos sonidos que yo misma invento”, dice en un día frío y soleado de principios de enero en su salón. “Como decía [el escritor martiniqués] Édouard Glissant, escribo en presencia de todas las lenguas del mundo”.
El mundo de Condé es inestable, entre varios continentes y culturas: un desplazamiento incesante. “Yo buscaba algo, y esto me llevó a viajar. Nunca lo encontré”, explica. ¿Qué buscaba? “A mí misma”, responde. “Y creo que no me he encontrado totalmente. Es complejo llegar a conocerse y a saber quién es una. A mí me ha llevado toda una vida”.
Todos sus personajes, todas sus historias tienen algo de ella y de su historia. “Escribir es tomar su propia vida y rehacerla de acuerdo con los sueños y deseos secretos de una”, reflexiona. Ella es la madre y la hija de La Deseada, el nombre de la isla en el archipiélago de Guadalupe que Colón avistó, y el símbolo de un origen oculto y de un mundo soñado. En Segú, la saga épica del África precolonial que la lanzó a la fama en los años ochenta —y que no se entiende que hayan convertido en una película de aventuras y príncipes africanos, de esclavos y de guerras de religión—, se entrevé el descubrimiento sin idealismo ni nostalgia del continente de sus ancestros. Yo, Tituba, la bruja negra de Salem, su novela más celebrada en Estados Unidos, es la autobiografía ficticia de la esclava de la isla de Barbados acusada de brujería en los famosos juicios de Salem. “Soy yo si hubiese vivido en otra época”, resume.
“Mis padres eran víctimas de las ideas coloniales. Querían demostrar que los negros podían comportarse bien”
Condé era la menor de ocho hermanos en una familia de la burguesía negra de Pointe-à-Pitre. Su padre era banquero. Su madre, maestra. Se consideraban “supernegros”, negros que barrían sus orígenes bajo la alfombra y aspiraban ser más franceses que nadie. “Mis padres eran víctimas de las ideas coloniales, pero no se daban cuenta. Querían demostrar que los negros como ellos podían comportarse bien y dar ejemplo”, juzga. Fue durante sus estudios en un instituto en el París de la posguerra cuando tomó consciencia de que, como escribió uno de sus referentes, el intelectual de la descolonización Frantz Fanon, ella era una de estas personas con “piel negra, máscara blanca”.
“Francia era profundamente racista, los niños franceses rechazaban sentarse junto a los negros en el metro. Los padres hacían comentarios como ‘qué mona esta negrita”, recuerda Condé. “Allí me di cuenta de que yo no era como los franceses. Antes no sabía quién era. Lo descubrí en París”.
En París, primero, y en Guinea-Conakry y Ghana después, se libró de la herencia familiar y labró su camino. Tuvo cuatro hijos. El primero, ya fallecido, con el periodista haitiano Jean Dominique, los otros tres con su primer marido, el actor Mamadou Condé. Fueron años de dificultades económicas y de persecuciones políticas en el África recién descolonizada: la ilusión de la libertad se mezclaba con las primeras desilusiones. Aquella joven francesa de las Antillas no lo tuvo fácil.
En La vida sin maquillaje, escribió que África “jamás [la] consideró su hija, una prima rarita como mucho”. Se sintió rechazada, la consideraban extranjera. En el citado libro, se plantea si África pudo ser para ella lo que Odette de Crécy representa para Charles Swann en En busca del tiempo perdido, de Marcel Proust, un amor obsesivo pero a fin de cuentas banal, y sobre el que, años después, dirá: “¡Y pensar que he malgastado los mejores años de mi vida, que he deseado la muerte y que he sentido el amor más grande, y todo por una mujer que no me gustaba, que ni siquiera era mi tipo!”.
Condé no llega tan lejos. “Fue duro, pero me permitió convertirme en la mujer que soy, bastante fuerte y consciente de las diferencias, y capaz de aceptarlas, orgullosa de ser otra persona que el modelo que querían imponerme”, declara. “Descubrí que una parte de mí era africana. Las mujeres africanas me enseñaron mucho. Son fuertes y bellas. Aguantan mucho”, dice. Los africanos, en cambio, salen malparados. “En el ambiente en el que viví, los hombres no eran realmente pilares sólidos en los que apoyarse”, lamenta.
Condé pertenece a la categoría de escritoras que primero vive y después escribe; primero sufre y después crea. África le ofreció una educación que le proporcionaría la materia primera que alimentaría sus ficciones y relatos desde su primera novela, Hérémakhonon, de 1976, hasta la más reciente, Le fabuleux et triste destin d’Ivan et d’Ivana, publicada en 2017 y no traducida al castellano. “Se necesita audacia para escribir. ¿Quién es una para contar sus historias y pensar que interesarán a la gente?”, se pregunta. “Empecé a los 40 años. ¡Antes no podía! Tenía cuatro hijos, debía criarlos sin marido, no tenía tiempo para escribir. Fue cuando conocí a mi segundo marido que encontré una calma y un equilibrio. Como dice Sartre: ‘Entre vivir o escribir, hay que elegir”.
Su segundo marido era un inglés blanco “guapo, muy guapo incluso”, escribe al final de La vida sin maquillaje, a quien conoció en Senegal y que, como cuenta en el libro, le cambiaría la vida. Con él volvería a Europa y a Guadalupe, y viajaría a Estados Unidos, y con él se lanzaría a escribir y publicar. “Yo era muy joven y bastante ingenuo respecto a África, no entendía muy bien el contexto”, comenta hoy aquel muchacho, sentado junto a su esposa en el salón de la casa de Gordes. “Para mí, Maryse no era una escritora, era una profe antillana”.
Maryse y Richard no han dejado de trabajar mano a mano, ahora en un paisaje provenzal de bosques y aldeas pintorescas, lejos de las islas caribeñas, de las megápolis africanas o de los campus estadounidenses, pero cerca de sus hijos, nieto y bisnietos, y en un territorio mágico de la literatura, muy cerca de L’Isle-sur-la-Sorgue, el pueblo del poeta René Char, y de Lourmarin, donde compró una casa y está enterrado Albert Camus.
La enfermedad le impide leer y escribir, pero ella está al pie del cañón. Quizá algún día suene el teléfono para anunciarle que ha recibido el Nobel, no el alternativo sino el real: el pasado noviembre su nombre volvió a figurar entre los favoritos. Escucha audiolibros. “Acabo de escuchar uno que he odiado. No diré cuál es”, sonríe. Entre los autores contemporáneos que le gustan, cita a Mathias Énard, Leïla Slimani, Alice Zeniter y Édouard Louis. Sus últimos cuatro libros los ha dictado a Philcox o a una amiga que los transcribe. “No creo que haya cambiado mi estilo. Para mí es lo mismo. Pienso, corrijo, dicto”, revela. Acaba de terminar su nueva novela. Ahora la deja reposar durante un par de meses antes de darla por definitivamente concluida. El título es L’évangile du nouveau monde (el evangelio del nuevo mundo).
¿Puede explicar de qué trata? “Ah, no”, replica. “Me niego”.
‘La Deseada’. Maryse Condé. Traducción de Martha Asunción Alonso. 320 páginas. 22,50 euros. Se publica el 18 de enero.
Canibalismo, negritud... y una isla de Guadalupe independiente de Francia
Hay palabras con las que una autora como Maryse Condé, que nació en la Francia de ultramar y se hizo adulta en el París de los años cincuenta y en el África de los sesenta, carga durante toda la vida.
Una de estas palabras es la negritud, la corriente literaria impulsada por poetas como el martiniqués Aimé Césaire o el senegalés Léopold Sédar Senghor. Durante mucho tiempo, Condé se sintió incómoda con este concepto. Ya no. “Pienso que Césaire creyó que los negros, por sus orígenes comunes, eran hermanos. Esto no es lo que yo he vivido. Puede considerarse como una doctrina un poco ingenua pero que no me parece peligrosa”, dice.
La autora de 'La Deseada' se ha movido siempre entre distintas tradiciones y continentes. Ha practicado toda su vida lo que llama el “canibalismo literario”, inspirada en la teoría del brasileño Oswald de Andrade. “Un colonizado jamás puede ser enteramente libre del país colonizador: yo, por ejemplo, amo la música clásica”, argumenta. “Hacemos como los indios: nos comemos lo que más nos parece mejor de los otros e intentamos integrarlo”.
Y, sin embargo, su mundo tiene un anclaje sólido: el departamento administrativo francés de Guadalupe. “No creo que jamás Guadalupe sea independiente”, dice Condé, pese a declararse independentista. “No existen los países independientes. Mire: estamos enfermos a causa de un virus que, según parece, nació en China. El mundo es interdependiente. La independencia es un mito. Yo moriré como alguien que cree en este mito, pero que reconoce que quizá soñó”.
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