La condena de la memoria
La tradición del homenaje civil de las estatuas y su destrucción se remonta a los romanos, pero en tiempos del Black Lives Matter ha vuelto con fuerza
Los monumentos son un falseamiento histórico cuyos defensores pretenden convertir en algo inmortal. Son una recreación interesada. Su fin específico es el de “mantener hazañas o destinos individuales siempre vivos y presentes en la conciencia de las generaciones venideras”. Esta certera definición es de Aloïs Riegl (1858-1905), conservador del Museo de Artes Decorativas de Viena, firmada en 1903, para la nueva legislación sobre la conservación de las imágenes públicas. Puede leerse en El culto moderno a los monumentos (1987). El conflicto con las estatuas está en su origen mismo, porque la propaganda de unos valores no tiene por qué perdurar en la conciencia de las generaciones venideras. Y no es inviolable aunque las erija un artista.
Los romanos inventaron estos homenajes civiles y también su destrucción (damnatio memoriae). Reconocieron que son fruto de un interés y no de la voluntad artística. El poder controla el espacio público y en él fomenta la fuerza de la ciudadanía pasiva con los monumentos, porque recuerdan quién domina y, sobre todo, quién es dominado. La diferencia con Roma es que ahora quien derriba la estatuaria no son los emperadores, sino la ciudadanía. De ahí surge la insurrección popular contra los símbolos que hieren su libertad. De ahí, su resistencia a esclavistas como Edward Colston, derribado este verano en Bristol. O a dictadores como Francisco Franco, del que solo Melilla conserva una imagen en pie y en público.
Shakespeare aseguraba que el poder es la posibilidad de hacer el mal. Pero y si, al contrario, ¿el poder reside en la posibilidad de acabar con él? En septiembre, la cabeza de bronce de la escultura de Sebastián de Belalcázar (1490-1551) reventó contra el suelo. Ese día los misak caminaron hasta el cerro del Morro, en Popayán (Colombia), donde está el homenaje —colocado en 1940— al militar español, y se presentaron como los herederos de los supervivientes que no pudo matar durante la invasión. Querían acabar con la propaganda que legitima la exclusión de los pueblos originarios. Ha sucedido en otras partes de Latinoamérica, en Europa del Este contra las miles de estatuas de Lenin o en EE UU contra los confederados. Es una reacción a los halagos impuestos por el poder antepasado.
Algunos ciudadanos no están dispuestos a olvidar, quieren lavar la calle de los elementos que impiden la convivencia. El Black Lives Matter ha avivado un movimiento iconoclasta contra los símbolos trasnochados, que se ha extendido desde Minneapolis, con la muerte de George Floyd, al resto del mundo. La Comisión de las Artes de la ciudad de San Francisco consideró este verano que la estatua de Cristóbal Colón, diseñada en 1957 por el escultor favorito de Mussolini, no se alineaba con los valores de la urbe, “ni con su compromiso con la justicia racial”. Así que la retiró en su misión de “examinar las formas en que el racismo institucional y estructural permea nuestra sociedad”. Y en el Paseo de la Reforma, en la Ciudad de México, Colón también fue eliminado, con la excusa de la restauración. Todavía no ha vuelto.
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