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EXTRAVÍOS
Columna
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Grupo

En 1902, el historiador del arte Alois Riegl (1858-1905), uno de los más brillantes representantes de la Escuela de Viena, publicó el ensayo titulado El retrato holandés de grupo (La Balsa de la Medusa), que acaba de ser traducido a nuestra lengua con un siglo largo de retraso. "¡Nunca es tarde, si la dicha es buena!", dice el proverbio español y habrá que darle la razón. Antes o después, ¡qué más da!, todavía me sigue sorprendiendo que, al filo del siglo XX, alguien mirase un cuadro desde la perspectiva de lo que significa un "grupo", término etimológicamente extraño, que accede a nuestra lengua a través del uso italiano, pero sin que su raíz sea latina, sino germánica. Según Corominas, procede del gótico Krupps, que significa "objeto abultado", que es, si se aplica a un conjunto de seres humanos, como una agregación de filiación indiscriminada. Es cierto que, al fin y al cabo, los hombres hemos sobrevivido gracias a formar, en primera instancia, bolsas abultadas, pero a las que después hay que pesar y medir, algo de lo que se ocupa la física, la matemática, el derecho, pero también el arte, que traslada el asunto a otra dimensión cualitativa.

Según Riegl, el arte clásico antiguo y su recreación renacentista moderna se encargaron de ordenar los grupos, no sólo determinando la identidad de cada uno de los miembros de un conjunto, sino, sobre todo, organizando su destino común a través de una historia con sentido. Este sentido era simultáneamente moral y artístico; esto es: el grupo debía ser a la vez bueno y bello, o, lo que es lo mismo, al concertarse un colectivo en una misión común ejemplar, resplandecía. Pero "fijar, pulir y dar esplendor" es un noble oficio para épocas donde hay tan escasas mudanzas que no merece la pena prestar atención, ni a lo que pasa, ni a lo que se hace, porque, al fin y al cabo, cualquier irregularidad se puede agrupar en un bulto depositado a extramuros.

De todas formas, cuando no se logra reciclar ese creciente desorden residual, hay que inventarse un orden más elástico, que permita abordar el orden desde fuera. Esto es lo que acaece, a partir del siglo XVI, en la soterrada disputa entre el arte italiano y el nórdico, buscando el primero embutir la realidad objetiva en una representación cúbica, mientras que el segundo se evade por entre el espacio libre que circunda la figura o que rebulle en su interior. Es entonces cuando se fragmenta un conjunto y la energía liberada da libre curso a múltiples grupos que campan, cada uno, por sus respetos, a su aire.

Se puede trazar la historia, como Alois Riegl pulcramente lo hace, del retrato colectivo holandés, pero lo esencial del nuevo modelo no es tanto las características formales del modo en que un grupo de personas organizan su nueva imagen, sino la energía incontrolada que les impulsa a hacerlo hasta acomodarse. La historia del arte es la narración de cómo se han rellenado los huecos para que todas las figuras encuentren su lugar, pero el arte se ocupa siempre de quienes no han salido en la foto. No hay quien predetermine cuál es su objetivo, porque dispara al bulto.

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