Beber o no beber: la doble cara literaria del alcohol
Tres nuevos libros hablan de maneras distintas del disfrute, los excesos y la adicción a la bebida. Y también de su influencia, para bien o para mal, en la escritura
“No sé si me sirvo del alcohol para escribir o me sirvo de escribir para beber. Es un mecanismo casi pavloviano. Puedo beber sin escribir pero no puedo escribir sin beber. A la mañana siguiente lo tiro”. Sirva la reflexión del escritor Juan Benet para ilustrar la difícil relación entre el alcohol y la literatura, entre la ebriedad y la creación, entre la adicción, en el peor de los casos, y la genialidad. Tres libros de muy distinta condición y estilo aparecidos en los últimos meses reflexionan sobre todo ello.
“Era como estar en un hospital de lujo en el que, puestos a pagar, tienes derecho a matarte a copas en la intimidad. Y lo haces porque eres humano y beber es de lo más agradable”, asegura Lawrence Osborne nada más empezar Beber o no beber, una odisea etílica (Gatopardo, con traducción de Magdalena Palmer), mientras pide un gin-tonic tras otro a 40 euros la copa en el bar del hotel Town House Gallerie de Milán. Es este un libro en el que Osborne, consumado escritor de viajes, no esconde nada. La idea: irse dos años de ruta alcohólica por países en los que beber está mal visto, proscrito o prohibido y ver de paso, es la primera paradoja de las muchas con las que se encuentra el autor, si puede dejarlo. Ya se imaginan la respuesta. Su viaje le lleva al valle de la Bekaa, a bucear en la cultura del vino de los libaneses cristianos, amenazada ahora por la pujanza de Hezbola y otros radicalismos; a la ciudad santa y abstemia de Surakarta, en su amada Tailandia, un lugar con “600.000 almas y ni un solo bar”; al Beirut nocturno y loco, todavía con las cicatrices de la guerra, en busca del dry martini perfecto; a Abu Dabi a matarse a cócteles en medio de la hipocresía que impide beber a los locales; a Omán a pasar el primer Año Nuevo seco desde que tenía 13 años; a Bjäre, tras los secretos del Absolut que se vende en toneladas, como el Johnnie Walker, allí donde se supone que nadie bebe; a Islamabad, a jugarse la vida por una copa; a Estambul, a recordar la muerte del culto a Dionisos a manos del monoteísmo en el siglo VI y cómo la historia se repite hoy; a Islay para entender las raíces del amor al whisky.
En todos esos lugares bebe, se desespera por un trago, lo cuenta con gracia, estilo, ausencia de rubor y de cualquier atisbo de corrección política. “Un musulmán alcohólico me ayuda a no perder la fe en la salvación de la raza humana”, asegura. Acompañado por su Libro Negro de los bares (donde anota las direcciones de los que más le gustan en el mundo, por si un colapso le hace perder la memoria) viaja también al corazón de su adicción. “Si te criaban en una zona residencial de las afueras en Inglaterra crecías empapado en alcohol”, reflexiona en un momento. En otro, cuenta su temprano alcoholismo en Brooklyn, pasados por poco los 20 años, viviendo en la indigencia. O cómo vio morir alcoholizado a su suegro, excelente músico, en Ocean City, una localidad abstemia de Nueva Jersey. Paradojas.
Contra el mito
Osborne no se lamenta, disfruta, se deja acompañar por el lector y lo ilustra con su enorme erudición sobre el tema, bebe demasiado pero eso no le aleja de la escritura. No ocurre lo mismo con Leslie Jamison y La huella de los días (Anagrama, traducción de Rita da Costa), un ambicioso relato de más de 500 páginas y cientos de anotaciones a medio camino entre las memorias de juventud y la tesis doctoral sobre el alcohol y la creatividad. Jamison estudió en Harvard, se doctoró en Yale y asistió a la selectiva escuela de escritores de Iowa y en todas triunfó mientras se consumía en su adicción por el alcohol. A los 26 estaba intentando dejarlo por segunda vez. Nos alejamos aquí de lo lúdico y el hedonismo pero a cambio entramos más a fondo en la cuestión. La primera mitad narra la caída progresiva en la red del alcoholismo, siempre acompañada de la fascinación por los autores malditos que estudiaba y de un ambiente social, literario y universitario en el que el alcohol y los excesos eran moneda de cambio.
Como otros relatos similares (por ejemplo, La última copa, de Daniel Schreiber, editada por Libros del Asteroide a principios de 2020), por La huella de los días aparece el santuario del artista alcoholizado y adicto: William Burroughs, Raymond Carver, John Cheever, John Barryman, Jean Rhys, Charles Jackson o David Foster Wallace. La diferencia con otros relatos radica en la fuerza de su análisis, en la capacidad para transmitir la sensación de vacío que deja la adicción una vez que se abandona, el miedo a la “sobriedad árida”, a que todo se convierta en “una línea plana”, como le ocurría a Stephen King. Hay un equilibrio poderoso entre una primera persona casi exhibicionista y una capacidad de investigación y conceptualización enorme. Con Carver como ejemplo desmitificador, la autora cierra la obra, tras ocho años de elaboración, con un mensaje luminoso pero no iluso. No existe una única vía, la dicotomía abstinencia o alcoholismo es falsa, puede buscarse, aunque no sea su caso, una relación moderada con el alcohol y la creación.
Y ahí, en este tira y afloja literario entre las luces y las sombras del alcohol, entra La cerveza, los bares, la poesía, antología de Jesús García Sánchez con la que Visor celebra su número 1.100. Si en el 800 el motivo era el fútbol, para esta efeméride se han buscado un elemento con, al menos, el mismo alcance social. Oca y pato a la cerveza eran habituales en el antiguo Egipto, nos cuenta el antologista en un entretenido prólogo, una civilización en la que se han registrado hasta 17 tipos de cerveza y cuyo respeto por esta bebida ha llegado, nos cuenta Osborne, hasta nuestros días: ni los Hermanos Musulmanes se atreven con la bebida nacional. El prólogo es también, en consonancia con los escritos elegidos, un bonito paseo por la historia de los cafés y los bares, el amor británico por la cerveza, y de Unamuno por los lugares que consideró su universidad. Los bares gustaban a Julio Camba, claro, y a casi toda la Generación del 50, y a muchos “escritores de bares”, aunque no Émile Zola o a Emmanuel Lévinas.
El libro es una miscelánea en la que, además de una excelente selección de poemas que van de la Antigüedad a nuestros días, hay fragmentos breves (Iliada; La taberna errante de G.K. Chesterton y otros), cartas (maravillosa la de Antonio Machado a Juan Ramón Jiménez desde el bar Gambrinus “después de apurar muchos bocks de cerveza. In vino veritas”), artículos (El país de la cerveza, de Camba, que habla también de bocks) o canciones (19 días y 500 noches de Joaquín Sabina). Pero a pesar de su espíritu de celebración, en los poemas, no podía ser de otra forma, se ven las dos vertientes y por las rendijas que deja la alegría y la pasión cervecera se cuelan la sed (“Tomaré unas cervezas y sentaré la sed en mis rodillas/ No es amarga la sed. / No deshoja como el llanto o la belleza”, dice Víctor Manuel Cárdenas en Agonía de Rimbaud) o el triste día siguiente (“Raudo se aferra el día al lívido/ dintel de la ventana, / mientras dentro/ propaga sus agravios/ ese huraño testigo que culpa a la botella/ de haber sobrevivido a su consumación”, según José Caballero Bonald en Mirada del vidrio) o la petición desesperada de un padre que escupe Carver, de nuevo él, en A mi hija.
Terminemos, sin embargo, con algo no del todo triste y sí evocador.
AMISTAD
Cómo será mi vida cuando alguno falte,
cuando yo abrace sus pasos y no quiera marchar.
Cuando no ajuste su huella en mis zapatos.
Cuando alguien hable entonces de cielos por hacer
y viaje yo hasta el centro de ese miedo.
Un día no habrá nada.
Ni siquiera aquello en lo que tanto existí.
El libro abierto, la escritura,
el inhóspito azul y la montaña.
El fuego sin rodeos de pasarlo bien.
Vosotros. Vosotros.
Las terrazas coronadas de cerveza.
La amistad desgobernada que era así.
Los desnudos, Antonio Lucas (Visor)
Lecturas
Beber o no beber, una odisea etílica . Lawrence Osborne. Traducción de Magdalena Palmer. Gatopardo, 2020. 232 páginas. 19,95 euros.
La huella de los días. Leslie Jamison. Traducción de Rita Da Costa. Anagrama, 2020. 632 páginas. 24,90 euros.
La última copa. Daniel Schreiber. Traducción de José Aníbal Campos. Libros del Asteroide, 2020. 192 páginas. 17,95 euros.
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