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Alberto Fujimori, el adiós de otro caudillo latinoamericano

Enigmático profesor universitario de origen japonés, no era un dictador al uso, pero gobernó de manera autoritaria, saltándose todas las reglas, y fue condenado por violar derechos humanos con escuadrones de la muerte

Alberto Fujimori saluda desde el Palacio Presidencial, el 19 de septiembre del 2000.Foto: Getty Images
Juan Diego Quesada

Latinoamérica dice adiós a otro de los grandes autócratas que han marcado su larga historia de caudillos y dictadores: Alberto Fujimori ha muerto este miércoles en Lima a los 86 años de edad, rodeado de sus hijos. El más peculiar de todos ellos, por tratarse de un profesor universitario sereno y críptico de origen japonés, el país se pregunta si debe rendirle un funeral de Estado, trasladar su cadáver en un cortejo fúnebre que cruce con solemnidad las calles de Lima y velarlo en la catedral, como uno de sus personajes ilustres. Fujimori sigue siendo un quebradero de cabeza para Perú hasta después de muerto.

Mandó durante 10 años, durante los cuales se enfrentó a las guerrillas de izquierdas con métodos que le valdrían una larga condena por violación a los derechos humanos. En su primera elección presidencial, a la que se presentó como un absoluto desconocido, venció en segunda vuelta al novelista Mario Vargas Llosa, quien después ganaría el Premio Nobel de Literatura. Al Fujimori presidente le sobraba la institucionalidad y la burocracia, que consideraba tediosa y paralizante, y por ello dio un autogolpe de Estado en 1992. Con el respaldo de las Fuerzas Armadas, disolvió el Parlamento y gobernó por decreto durante unos meses. Tras la esquina le esperaba el destino trágico de los presidentes de su país: la tumba o la cárcel. En medio de unos vídeos en los que se explicitaba la corrupción de su Gobierno, viajó a Tokio y desde allí presentó su dimisión desde el fax de un hotel. El Congreso no aceptó la renuncia y votó su destitución bajo una figura jurídica llamada “incapacidad moral permanente”. Una deshonra reservada para los mandatarios locos o incompetentes.

Alberto Fujimori golpe de estado en Perú 1992
Fujimori frente al Ministerio de Economía, el 8 de abril de 1992, luego del autogolpe del 5 de abril.Gustavo Ercole (ASSOCIATED PRESS)

Nacido en Lima en 1938, a donde sus padres habían llegado procedentes de la aldea japonesa de Kamachi, Fujimori aprovechó en el 90 la crisis de los partidos tradicionales para presentarse como un outsider a semanas de las elecciones, haciendo campaña a bordo de un tractor. Así se ganó de manera sorprendente la confianza de la gente. Entonces no era más que un señor anónimo de 50 años que dictaba clases en la universidad. Gustó su apariencia de hombre serio, matemático, al que todo el mundo imaginaba con una calculadora en la mano. Perú, en ese momento, sufría una crisis brutal, con una inflación anual del 7.000%, y estaba necesitado de un salvador; los peruanos vieron uno en él. Sus maneras pausadas, su parquedad y su contención sentimental le convirtieron en un enigma. Después de casi cuatro décadas de exposición pública, la sensación es que se ha ido alguien impenetrable, tan misterioso como lo era cuando llegó.

Su debate en campaña con Vargas Llosa pasará a la historia. El escritor se presentaba con una receta liberal y anunciaba ya de primeras un shock económico. No ocultó sus intenciones, fue honesto, y eso a la larga espantó al electorado. También se le percibía, de forma seguramente equivocada, como un burgués ilustrado que además vivía en Europa. Fujimori se refería a él como Vargas, para hacerlo de menos. El caso es que venció Fujimori y perdió Vargas Llosa, lo que obligó al novelista a sentarse a escribir de nuevo y producir unas cuantas obras maravillosas. En ese sentido ganó la literatura. El otro candidato tomó el mando del país y encadenó una sucesión de eventos que le valdrían más tarde un encierro en la cárcel durante 16 años. Salió hace 10 meses para morir en libertad, para disgusto de las víctimas de las masacres de las que le acusan haber ordenado.

Fujimori sale de la prisión de Barbadillo junto a sus hijos, Kenji y Keiko, el 6 de diciembre de 2023.
Fujimori sale de la prisión de Barbadillo junto a sus hijos, Kenji y Keiko, el 6 de diciembre de 2023.Mariana Bazo (Getty Images)

Fujimori ha eclipsado la vida política peruana durante cuatro décadas. De surgir de la nada a dividir al país en fujimoristas y antifujimoristas. Los dos bandos son igual de pasionales. Sus simpatizantes alaban su mano dura contra el terrorismo y que consiguiera controlar la inflación, el desempleo y el caos en el que vivían los anteriores gobiernos. Adaptó medidas neoliberales que tuvieron un efecto inmediato, pero que a la larga no han reducido la desigualdad. Se enfrentó también a una guerrilla tan violenta como la de Sendero Luminoso, capaz de degollar, una a una, a decenas de personas arrodilladas en una aldea del interior de Perú. Las formas con lo que la combatió le acarrearon críticas de otros países y después juicios en tribunales internacionales. El país se llenó de sangre y cotas de violencia como pocas se han visto en un continente curado de espanto. El líder de Sendero Luminoso era Abimael Guzmán, un marxista-leninista-maoísta con sobrepeso y gafas de concha que inculcó en sus seguidores una mentalidad homicida descontrolada. Fujimori logró su captura, en lo que sería uno de los mayores logros de su Gobierno. Guzmán murió exactamente hace tres años este mismo día, un 11 de septiembre. También tenía 86 años, como Fujimori ahora.

Aunque su aspecto era el de un hombre rígido, Fujimori a veces daba muestras de flexibilidad en público. Bailaba tecnocumbia en la tarima junto a bailarines en los eventos de su última campaña. Era un populista cuando la palabra no estaba tan de moda. Siempre quería dar la apariencia de un presidente entregado y eso le hacía volar a lugares remotos donde se habían producido deslaves o inundaciones para calzarse unas botas y caminar por el barro. Se adelantó también al fenómeno del político sin partido que alcanza la presidencia y crea un movimiento que en poco tiempo copa casi todos los resortes del Estado, como después haría Álvaro Uribe en Colombia o, más recientemente, Nayib Bukele en El Salvador. Pese a que la Constitución peruana limitaba a dos los mandatos, se presentó a un tercero alegando que el primero no contaba, puesto que en ese tiempo había entrado en vigor la disposición. Era un maestro de la letra pequeña.

Unió su destino al de Vladimiro Montesinos, el jefe del servicio de inteligencia, un abogado abstemio y ordenado al que empezaba a caérsele el pelo cuando se conocieron. Lo convirtió en su principal asesor. Montesinos colocaba micros en despachos, vehículos y retretes, con los que grabó miles de horas de conversaciones banales de funcionarios que se sabían espiados. También todo lo dejaba anotado en libretas, lo que, a la larga, le costaría caro. Fujimori y él echaban una siesta por la tarde y se reunían de madrugada, lo que les otorgaba un aura de conspiradores. El asesor le inoculó al presidente la paranoia de que iba a ser asesinado y le aconsejó que se moviera junto a su familia a la sede SIN, el servicio de inteligencia. Desde allí, Montesinos controlaba con cámaras toda la ciudad, el aeropuerto y las casas de sus principales enemigos, de los que quería saber con quién se reunía.

Montesinos era un pequeño dios en esas oficinas, que construyó a su gusto de voyeur perpetuo. A lo largo de los años grabó cientos de sus reuniones. Dejó testimonio visual de los sobornos con los que compró opositores, empresarios y dueños de medios de comunicación. La revelación de esos vídeos, conocidos como vladivideos, acabó con su carrera, a la par de la de Fujimori. Se hundieron atados a la misma piedra.

El nombre de Montesinos —todavía vivo, en prisión— queda asociado para siempre al espionaje, la treta, la conspiración y el contubernio. El de Fujimori al de los excesos y la violación de derechos básicos. Juntos, Montesinos y Fujimori, Fujimori y Montesinos, idearon el Grupo Colina, el destacamento del ejército que crearon ex profeso para desaparecer a opositores bajo la apariencia de operaciones antiterroristas.

Montesinos (izquierda) y Alberto Fujimori (derecha), en una conferencia de prensa en agosto del año 2000.
Montesinos (izquierda) y Alberto Fujimori (derecha), en una conferencia de prensa en agosto del año 2000.SILVIA IZQUIERDO (AP)

Le decían El Chino, por su ascendencia asiática. Si le molestaba, nunca lo verbalizó. Es más, lo utilizó en sus campañas para lucir cercano con las clases más populares. Su caída fue igual de abrupta que su ascenso. El Chino no conocía la vida pausada ni la planicie, el valle. Solo la tormenta. Ese impulso vital le hizo viajar a Chile en 2005, cinco años después del envío del famoso fax, en un intento de revivir su carrera política. No le resultó, de hecho lo detuvieron y lo extraditaron a Perú, donde le esperaba un rosario de acusaciones. Lo condenaron a 25 años de prisión por las atrocidades de una unidad militar. Cumplió 16 y salió el año pasado después de recibir un polémico indulto. Abrió redes sociales y empezó a generar contenido como un influencer. Pidió un chófer y la pensión que le correspondía como expresidente y se le fue concedido. Su hija Keiko, dueña de un partido con el que se ha presentado tres veces a las elecciones presidenciales y las tres se ha quedado a poco margen de ser presidenta, insinuó que su padre estaba preparado de nuevo para presentarse a las elecciones de 2026. Y, por qué no, gobernar hasta 2032. Pero resulta que Fujimori era mortal y se ha ido este 11 de septiembre, víctima de un cáncer. Le espera el adiós incómodo de los caudillos latinoamericanos.


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Sobre la firma

Juan Diego Quesada
Es el corresponsal de Colombia, Venezuela y la región andina. Fue miembro fundador de EL PAÍS América en 2013, en la sede de México. Después pasó por la sección de Internacional, donde fue enviado especial a Irak, Filipinas y los Balcanes. Más tarde escribió reportajes en Madrid, ciudad desde la que cubrió la pandemia de covid-19.
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