La historia de las madres de los presos que viven en la puerta de la cárcel de Guayaquil, la más peligrosa de Ecuador
Un grupo de mujeres pasa día y noche a la entrada de la penitenciaria con la esperanza de saber algo de sus familiares encarcelados ante el apagón informativo del Gobierno
Desde hace tres años y dos meses que detuvieron a su hijo, Lucía también es una prisionera. No en la celda donde están hacinados los presos, con el torso desnudo y sudado por la humedad de Guayaquil. En ese lugar inhóspito cumplen sentencia. Ella no, lo hace desde afuera, en la puerta de la cárcel más peligrosa del país, la Penitenciaría, donde están dos de sus seis hijos. Es otra noche calurosa en esta ciudad abierta al mar, el ambiente está enrarecido por el polvo que levantan los buses y camiones cuando pasan a velocidad por la carretera. En medio de la penumbra, Lucía y nueve mujeres más se alumbran con las linternas de los celulares. Sacan de sus bolsos unas sábanas de colores y las extienden sobre el cemento de la vereda sucia donde unas horas antes, los vendedores ambulantes estuvieron instalados ofreciendo todo tipo de chucherías, panes, agua de coco, gaseosas y golosinas. A las diez mujeres las une los errores de sus familiares, una sentencia y la incertidumbre de no verlos desde hace casi seis meses.
No dormirán en sus camas, vigilan la puerta de la cárcel porque se enteraron que los militares que están a cargo de las prisiones desde enero, por un mandato presidencial, les permitirán ingresar medicamentos para los detenidos. “Hay muchos enfermos de tuberculosis y con enfermedades en la piel”, dice Lucía. Está afligida porque no han pedido una receta médica para eso. En cambio, han comprado toda clase de vitaminas para ayudarles a subir las defensas del organismo. También han empacado alcohol, unas pastillas para la infección del estómago, fiebre y dolor. La orden militar es que guarden todos los medicamentos en una funda plástica transparente, con una fotografía de la persona detenida, con el nombre y el número de identidad escrito por la parte de atrás. Ninguna está segura de que las medicinas realmente lleguen a las manos de sus familiares. Y piensan en lo que han tenido que hacer para comprarlas. Han pedido prestado a familiares, vecinos o a los chulqueros (prestamistas). Han vendido comida en el barrio o han organizado bingos para reunir el dinero y comprar los medicamentos.
Las mujeres comparten la comida que llevaron, se cuentan historias y a ratos se escuchan risas, una camaradería natural entre personas que pasan tanto tiempo juntas. “Las primeras veces que nos encontramos fue protestando aquí mismo por las torturas que están ocurriendo adentro”, dice Lucía, quien recuerda que en una ocasión los policías reaccionaron echándolas a empujones de la puerta. “Pero aquí seguimos más unidas”, añade. Se han hecho amigas en la desgracia. Las mujeres se sientan en el piso y comparten la información que han conseguido de algún preso que obtuvo su libertad. Hace un mes salió un chico que fue compañero de pabellón del esposo de María con un mensaje para ella: “Que lo ayude, que estaba enfermo, con fiebre y granos en el cuerpo”. El hombre está sentenciado a 20 años por asesinato. Su rostro se torna triste de inmediato al recordar ese día. “Estábamos en un baile y un tipo intentó sobrepasarse con nuestra hija de 15 años”, relata María. “Mi esposo reaccionó, pero el muchacho tomó un cuchillo que trató de clavarle, pero mi esposo se movió y en una maniobra, en medio de la pelea, se lo clavó al chico y murió”. Ya ha cumplido más de tres años de la condena. Se ha librado de morir en las seis masacres carcelarias que han ocurrido en esa misma cárcel, cuando las bandas tenían el control de los pabellones y castigaban cualquier error con sangre. A pesar de haber pasado esa barbarie, María sintió en la voz de su esposo la última vez que hablaron hace un mes, que él no resistiría los malos tratos que recibe a diario. “Me dijo que cree que va a morir, que cuide a los niños, que sea fuerte”. Esa última palabra quebró a María.
“Estamos muertas en vida”, interviene Lucía, y añade: “Lo que pasa adentro sufrimos nosotras afuera”. Ella también tiene su historia a cuesta. Su primer hijo que lleva tres años y dos meses en la cárcel fue sentenciado por el robo de un celular y su segundo hijo entró hace unos meses. De tanto pedir un milagro y pararse en la puerta de la Penitenciaría a insistir por saber algo de ellos, un día la dejaron pasar a la oficina donde dan información y vio a su segundo hijo. “Cuando lo vi casi no podía reconocerlo por lo delgado que estaba”, relata. “Estaba caminando despacio hacia el policlínico, cuando me llamó y pude abrazarlo”.
Que las mujeres se hagan cargo de los cuidados de los detenidos se ha convertido en una norma. Según un diagnóstico del sistema penitenciario de Ecuador, realizado por Kaleidos en 2021, el 85% de familiares encuestados son mujeres. En un 40% de casos corresponden a la esposa, mujer o pareja de la persona privada de libertad. En el 21% de los casos es la madre quien los visita y apenas el 4% el padre. Esta situación provoca una mayor precarización de la vida de las mujeres y sus familias. En promedio, hasta antes de la militarización de las cárceles, una mujer pagaba hasta 250 dólares mensuales por la seguridad de los presos, que puedan hacer llamadas, en comprar productos de higiene y en el economato, que es la despensa de la cárcel. Ahora no pagan por la seguridad, pero sí por todo lo demás. Cuando hacen las cuentas, no entienden cómo consiguen el dinero para comprar todo eso, porque el ingreso promedio que reportaron las mujeres encuestadas era de 282 dólares, muy por debajo del salario básico. Por lo que en la gran mayoría de los casos resuelven endeudándose.
El impacto a la salud emocional es otra factura en blanco. Las familias atraviesan estados de alarma constantes por la información que circula a través de redes sociales y porque no confían en la versión oficial del SNAI, que es el ente del Gobierno que es responsable de las cárceles. De ese abandono del Estado, nació este grupo de mujeres que sacrifican su salud por estar ahí. Como Rocío que pasará la noche en vigilia con un holter que investiga si tiene problemas con la presión. Su compañera de al lado, tiene el brazo izquierdo inmovilizado por una fractura. Parece no importarles tanto como entregar los medicamentos. Acomodan la espalda en las vallas metálicas que rodean la vereda donde pasarán en vigilia. Es una noche tranquila, considerando el lugar peligroso en el que se encuentran. Confiesan que no desconocen el control que han conseguido los militares en las cárceles. “Lo que no entendemos es cuál es la necesidad de maltratarlos”, dice Lucía. “No los voy a dejar solos, su madre estará aquí afuera peleando por ellos”.
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