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En colaboración conCAF

Aprender a cuidar y replantear lo que significa ser hombre en el campo bogotano

La Escuela de Masculinidades Cuidadoras busca repensar las identidades y prácticas de los hombres campesinos en Usme, que se cuestionan roles de género y visibiliza la desigualdad en los cuidados

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“Llevo 44 años de casada y nunca me han reconocido el trabajo de cuidado que he hecho en mi vida”, dice Marta Contreras, sentada en la Casa de la Memoria Campesina, en la parte rural de la localidad de Usme, al sur de Bogotá. A su espalda, un mural de un hombre campesino, de ruana, sombrero y botas, que carga al hombro un azadón, principal herramienta del trabajo del campo. A su lado, una mujer, agachada y cocinando en un horno de barro. “Yo crie a mis hijas, cuidé animales, cociné hasta para 60 obreros en una tarde”, continúa Contreras. “Pero eso nunca me fue reconocido”.

No era raro que su esposo llegara borracho a la casa después de una jornada de trabajo, mientras Contreras se quedaba cuidando el hogar. “En el campo, los hombres son muy machistas”, asegura.

A su lado, Belisario Villalba, su esposo, escucha. “Antes de esto, yo era alterado”, admite. Ambos comparten reflexiones en la sesión de clausura de la Escuela de Masculinidades Cuidadoras, un proyecto que busca reflexionar sobre lo que significa ser hombre en el campo, cuestionar roles de género en la ruralidad, visibilizar la brecha en el trabajo del cuidado y promover su distribución más equitativa.

En total, 35 habitantes (19 hombres y 16 mujeres) de distintas veredas de Usme participaron de la escuela, que se desarrolló entre agosto y diciembre en seis sesiones, tres laboratorios creativos y dos talleres de intercambio de experiencias. “Estos talleres han motivado cambios en mí y en mi hogar. Ha sido como un renacer”, asegura Villalba. Contreras lo confirma: “Ahora lava, plancha, arregla la pieza, tiende la cama y cocina. El 90% de ese cambio nació aquí, de estas reflexiones”.

La escuela se sostiene sobre tres ejes: formativo, movilizatorio y comunicativo, explica Angélica Peña, coordinadora de proyectos en Colombia del Instituto de Cooperación Internacional de la Asociación Alemana de Educación de Adultos, que acompaña el proceso junto con entidades distritales y educativas y organizaciones sociales. En la fase formativa, se abordaron temas como masculinidades, manejo de emociones y la desigualdad histórica en el trabajo del cuidado, pero también se identificaron espacios donde los hombres rurales ya ejercen roles cuidadores: la huerta, la finca, los animales. A partir de ahí, los participantes produjeron un pódcast, una miniserie y jornadas de “cine ruana” para después compartir lo aprendido con sus comunidades, en la fase comunicativa.

Aunque el foco del proyecto son los hombres, la participación de las mujeres es clave. “Ellas son fundamentales en la construcción de lo que implica ser hombre en el campo”, dice Peña. Parte del trabajo consistió en cuestionar la idea de que las mujeres son “naturalmente” mejores cuidadoras. Un sondeo previo realizado a 208 personas de la localidad reveló que casi la mitad de los 103 hombres que participaron y más de un tercio de las 105 mujeres están de acuerdo con que ellas “tienen un don natural para las labores del hogar que los hombres no”.

Ellas se transforman, ellos poco

Para Rosa Amelia Piedrahita, otra de las participantes, los talleres han contribuido al reconocimiento de la brecha histórica alrededor del cuidado y de la marginalización de las mujeres: “Dicen que no podemos trabajar en el campo porque no tenemos fuerza, que no podemos dar un discurso porque no podemos expresarnos, que no podemos liderar porque no tenemos la capacidad, pero hemos demostrado que sí lo hacemos”. Tanto así que las 11 Juntas de Acción Comunal que hay en la localidad están encabezadas por mujeres. “Hay una transformación clara del rol de la mujer”, destaca Peña.

El cambio entre los hombres avanza más lento. La mayoría de los encuestados en el sondeo (175 de 208) aseguró que los hombres participan menos que las mujeres en los oficios del hogar. Aun así, Peña ve un punto de partida: “En la ruralidad, los hombres sí cuidan. Cuidan la naturaleza, la tierra, los animales, la finca. El desafío es trasladar esa lógica al hogar”. Visibilizar a quienes ya lo hacen y así generar referentes es parte fundamental de la estrategia.

De chaqueta negra, gorro oscuro y barba y bigote descuidados, Luis Eduardo Paéz, de 29 años, recibe con algo de timidez las felicitaciones de sus compañeros durante la clausura de la escuela. “Es un ejemplo para todos acá”, le dice uno, “un referente para todos los hombres de la comunidad”, agrega otra. Hace cuatro años que Paéz se convirtió en cuidador de tiempo completo de sus padres. Su madre tuvo un accidente y perdió la visión y su padre, ya mayor, tampoco puede valerse por sí mismo. “Antes mi mamá se encargaba de la casa y yo me dedicaba a sembrar cebolla, maíz, tomate, uchuva, podar y cosechar”, asegura. Ahora también es quien prepara el almuerzo, se encarga de los medicamentos y de llevarlos a sus citas médicas.

Una oportunidad liberadora

Desarticular los roles de género requiere también pensar en el manejo de las emociones entre los hombres. “En la ruralidad, sigue muy arraigada la creencia de que si un hombre comparte lo que siente, es marica”, indica Peña. El 84% hombres encuestados dijo que esconde sus emociones por miedo a sentirse humillado, el 85% dijo querer manejar y conocer mejor sus emociones y el 95% manifestó querer ser más cariñoso con su familia.

“Los hombres todavía están muy cerrados a que la sociedad los vea como un eslabón débil”, dice Peña, “y si yo reconozco mis sentimientos, otros hombres me van a ver así”, agrega. Lo mismo sucede si un hombre campesino no se defiende ante insultos, o cuando pide descanso del trabajo. “No se queje porque usted es hombre. Haga fuerza que para eso es hombre”, recuerda Paéz que le decían sus compañeros. Por eso dice que los talleres, que le enseñaron a expresarse, fueron “liberadores”.

Rafael Chávez, que camina con la ayuda de un bastón, coincide. Antes asociaba ser hombre con dirigir su vida y la de su familia, “a ser la voz de la autoridad, dominante”. Así lo formó su padre, dice, y aunque también le insistía en trabajar en el hogar, y a sus hermanas en el campo, “yo dentro mío no aceptaba hacer trabajo de las mujeres, no lo asimilaba. Fue con los años y en parte gracias a estos talleres que ya comprendí que el trabajo debe ser distribuido”. Además, le dieron la valentía para compartir la experiencia con otros hombres y “exteriorizar y replicar todo eso”, asegura.

Al finalizar la clausura, Ángel Villalba, nieto de siete años de Marta y Belisario, interviene: “Los hombres sí pueden llorar porque tienen pensamientos”, dice, con un saco rojo, pantalón blanco y botas pantaneras. “Y yo también lloro”, enfatiza. Se detiene, piensa por un segundo y continúa: “Y los papás tienen que estar más tiempo con sus hijos, porque después van a decir: ‘Uy cuál es que es mi hijo, no van a saber cuál es. Entonces tienen que estar más tiempo, como las mamás”, concluye.

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Sobre la firma

Andrés Ortiz
Periodista y colaborador de EL PAÍS en Colombia. Antes escribió para la sección de Última Hora. Trabajó en Colombia Visible, proyecto enfocado en periodismo de soluciones, y en La Silla Vacía. Estudió Ciencia Política y Lenguas y Cultura en la Universidad de Los Andes en Bogotá. Cursó el máster en Periodismo UAM–EL PAÍS.
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