Sabores que cruzan fronteras: las migrantes que unen a Venezuela y Ecuador
Desde 2023, la Casa de la Mujer, en la ciudad costera de Manta, acompaña a migrantes con capacitaciones, atención psicológica y apoyo para la vinculación laboral


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Diana Ravelo empaca un pan de jamón—plato venezolano infaltable en las fiestas navideñas y de fin de año— y lo deja listo para que el delivery lo lleve. Su socio, José Mavares, experto en la masa de estos panes, anuncia que preparará al menos veinte más para un pedido de la tarde. No es Venezuela. Es mediodía en Manta, ciudad costera en el centro sur del Ecuador, y el termómetro marca 24 grados. Mientras ella y su otra socia, Yelinet Chiquito, sacan las sillas y acomodan la carretilla de comida, Ravelo cuenta que en marzo se cumplirán dos años desde que abrió La Sabrosita, el emprendimiento en el que, junto a sus socios ecuatorianos, combina recetas venezolanas con sabores de Ecuador. “Ahora mezclo tartaletas venezolanas con el colonche manabita (un plato a base de plátano verde y camarones)”, dice entre risas.
Ocho años atrás, cuando llegó a Manta, huía de la crisis en Venezuela, que para ese año se profundizó y empujó a 1,6 millones a salir del país. Se acuerda que el punto de quiebre fue cuando no pudo conseguir comida. Ahora, la cifra alcanza los ocho millones. Solo Ecuador acoge a cerca de 441.000 migrantes y refugiados venezolanos, de los 6,9 millones que viven en América Latina y el Caribe. Muchos de ellos ya viven más de tres años en el país y han comenzado a echar raíces: trabajan, emprenden y reconstruyen su vida lejos de su país, que un día pudieron llamar su casa.

Antes de migrar, Ravelo fue policía por más de diez años. La persecución política y la escasez de alimentos la obligaron a abandonar su país y empezar una nueva vida: dejar atrás casa, padres y hasta a su primer hijo. “Fue como lanzarse al abismo, desprenderse de lo que uno conoce. No sabes si te va a ir bien o mal. Me dolió”, reflexiona. A su llegada a Ecuador, trabajó en lo que encontraba: cocinó hamburguesas—aunque admite, con humor, que entonces solo sabía preparar arepas y arroz—, pasó por un restaurante y siguió en una empresa de enlatados. Hasta que encontró lo que buscaba: su negocio propio.
El camino no lo recorrió sola. Parte de ese logro se ha sostenido gracias al tejido comunitario que ella y otras migrantes han construido en espacios como la Casa de la Mujer, un espacio gestionado por el Patronato Municipal de Manta. El centro acoge a mujeres víctimas de violencia y en situación de movilidad humana, y ofrece capacitaciones, atención psicológica, y médica, además de una casa de acogida para los casos más graves.
Pamela Cedeño, directora del Patronato, explica que el objetivo es fortalecer, en igualdad de condiciones, a las mujeres ecuatorianas y migrantes. Solo entre 2023 y lo que va de 2025, 443 migrantes han participado en talleres—desde repostería, artesanías hasta manejo de Canva y emprendimientos— y 364 han accedido a albergues para mujeres víctimas de violencias de género. Cristina Coello, responsable de medios de vida, añade que el proyecto también busca insertar a mujeres migrantes en escuelas de emprendimiento, donde puedan acceder a capital semilla para comenzar con sus negocios o repotenciarlos.

“[La Casa de la Mujer] nos ha dado herramientas para crecer y sentirnos valiosas”, reconoce Ravelo, de 36 años. Recuerda que el primer curso al que se inscribió fue el de emprendimiento. Tenía la ilusión de comenzar con su negocio. Luego, mientras su interés aumentaba, vinieron otros: cocina ecuatoriana, manipulación de alimentos. Para muchas mujeres y migrantes, la Casa de la Mujer ha sido más que un espacio de formación. Se convirtió en un salvavidas.
“Es un puente para muchas, para desahogarse, hacer nuevas amistades y construir una red de apoyo real”, resume Ravelo. Ahora, esta ciudad pesquera de cerca de 300.000 habitantes es su hogar. “Mi hijo pequeño nació aquí: es manabita, cholo, pata salada (un dicho popular con el que se les conoce a los nacidos en esa zona costera)”, dice riéndose, mientras su hijo corre por el local. Las costumbres también se han fusionado y los domingos de sancocho venezolano ahora compiten con los del ceviche y el encebollado ecuatoriano.
Una red de apoyo para todas
Un grupo de veinte mujeres observa con atención un alambre dorado. La instructora explica cómo moldearlo para crear aretes, pulseras o collares. Es uno de los talleres que reúne a Diana Ravelo y a otras migrantes en la Casa de la Mujer, ubicada en Los Esteros, un barrio con alta población migrante y cercana del terminal terrestre de la ciudad.

Entre las participantes está Yarit Rodríguez, hoy voluntaria y capacitadora en este espacio. Recuerda que llegó por primera vez a los talleres gracias a una amiga que le mandó un WhatsApp. Su primer curso fue bisutería y alambrismo, dictado por una profesora de la Federación de Artesanos de Manta. Ese primer curso le motivó a levantar su emprendimiento de artesanías con desechos industriales, hechos de palets o residuos de madera.
“Lo que otros botan, yo lo convierto en arte con consciencia ambiental”, presume. Rodríguez ha transformado la necesidad en virtud. Y decidió compartir sus conocimientos con otras mujeres como voluntaria. “Lo que aprendí acá es para que otras mujeres lo repliquen. Mi talento no solo queda en mí, también es para otras”, zanja confiada.
Para Rodríguez, Manta es su “ciudad natal”. Ella llegó hace tres años a Ecuador con una mochila, una taza, un cubierto, un plato y su cédula de identidad. El grupo de WhatsApp, en el que conoció los talleres y que comenzó con siete personas, hoy supera los 50 miembros —entre migrantes y ecuatorianos—. “Hemos ido sumando a quienes conocemos en los cursos. Compartimos información para todos sobre migración, brigadas de salud, talleres. Nos cuidamos mucho”, comenta emocionada.

En esa misma sala está Maryulet Tovar. No se pierde ni un taller, el último fue de galletas, esa semana. Antes de migrar de Venezuela, era una mujer de metal: trabajaba como ingeniera de materiales industriales en la refinería El Palito, de la estatal PDVSA. Al migrar, nunca imaginó que su habilidad con los metales se transformaría en trabajo con papel.
Desde hace tres años crea piñatas, decoraciones y pasteles para fiestas. En su celular muestra un video del cumpleaños de su hijo, nacido en Ecuador. Hoy, los vecinos del barrio y compañeros de trabajo de su esposo son los principales clientes de Tovar.
El aporte de las personas migrantes se traduce en más oportunidades y un gran impacto económico para los países de destino. Los hogares con personas venezolanas contribuyen en cerca de 900 millones de dólares anuales a la economía de Ecuador a través del consumo de bienes y servicios, según un estudio de la Organización Internacional para las Migraciones (OIM).

Diana Ravelo, Yarit Rodríguez y Maryulet Tovar coinciden en una misma palabra cuando piensan en espacios como la Casa de la Mujer: “apoyo”. “Somos tantas mujeres empoderadas, empresarias, que podemos aportar y que si no habríamos estado en la Casa de la Mujer, creo que no nos hubiéramos conocido”, dice Ravelo. Y no solo eso, muchas han encontrado amigas. “Encuentras compañeras, aquí conocí a la madrina de mi hijo y ella es ecuatoriana”, dice Tovar.
Ravelo, su socia Yelinet Chiquito—junto a su esposo, José Mavares, ambos ecuatorianos— ahora piensan en el siguiente paso, hacer crecer La Sabrosita. El reto es claro: “Dar más trabajo a otras mujeres, porque sí se puede”.
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