Yapu Kamanis, los campesinos que lo dejan todo para cuidar sus cultivos a 3.800 metros de altura
La estructura de las sociedades aymaras en Bolivia está muy ligada al ciclo agrícola. Según esta tradición ancestral, dos comunarios deben dedicarse seis meses exclusivamente a resguardar las tierras
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A 3.800 metros de altura, producir alimentos es todo un desafío. Un combate cuerpo a cuerpo con el granizo. Heredar sabiduría para doblegar el clima cambiante: un día, vientos; otro, heladas; después, sequía. Un acto de fe. Así enfrentan la siembra y la cosecha desde tiempos ancestrales en Huancollo, un ayllu aymara de Tiahuanacu, la capital arqueológica de Bolivia, situada a 67 kilómetros de La Paz. Lo hacen gracias a un personaje llamado Yapu Kamani o guardián del campo.
Cada 30 de noviembre, día de San Andrés apóstol y víspera de la época de siembra, en esta comarca de 170 familias, se vive una fiesta que dura dos días. Una celebración dual para posesionar a dos Yapu Kamanis, quienes custodiarán los sembradíos comunitarios (aynoca), y aquellos que están en las faldas de un cerro llamado Copallica. Primero, un sacerdote oficiará una misa católica, luego, un amauta o sabio aymara entregará una wajta u ofrenda a la madre Tierra.
En ambas ceremonias, piden que no haya granizada. Que la sequía, cada vez más frecuente en el altiplano boliviano, se vaya. Que las heladas del futuro invierno no quemen los cultivos.
En medio de todo este ritual cristiano-andino, se posesiona a los dos Yapu Kamanis quienes, a partir de ese momento, deben garantizar que a la comunidad no le falten alimentos cultivados: patatas de diferentes variedades, quinoa, oca (un tipo de tubérculo andino), habas, cebada, y desde hace un par de décadas, avena y alfalfa para el ganado vacuno. En un acto solemne, las autoridades originarias o mallkus les enfundan en un poncho verde tejido a mano, y en el cuello les cuelgan látigos de cuero trenzado de oveja. Al final, el sonido del pinquillo, un tipo de flauta hecha con caña hueca o madera, anuncia el inicio de la fiesta.
Seis meses después, la labor de estos personajes habrá terminado, justo en víspera de la Fiesta de la Cruz, el 3 de mayo. Ese día también, con mucho agradecimiento, las mismas autoridades que los vistieron les quitarán la indumentaria, para que vuelvan a ser como cualquier otro habitante del lugar. Otra vez, una ceremonia ancestral fusionada con la católica. “Aun cuando la sequía hubiese afectado todo el sembradío, se agradece (a la Pachamama) y se pide para que el próximo año sea mejor”, dice Leonardo Laura, un ex Yapu Kamani, de cuerpo grueso y sonrisa fácil.
La lucha física y espiritual
La estructura social y política de las sociedades aymaras está muy ligada al ciclo agrícola, se lee en la tesis de Antropología de Jannet Mery Patzi Apaz. Por ello, el manejo y cuidado de los cultivos es tan importante, y se asume desde lo físico y lo espiritual.
Víctor Nina Limachi, un médico naturista y exautoridad aymara de Huancollo de 69 años, explica que acá el cargo de Yapu Kamani es rotatorio. “Se designa a dos familias. Cada una decide si asume el padre y la madre. Si se trata de un viudo o viuda, le acompaña el hijo o la hija y, si no hay pareja, tiene que ser solito o solita”.
Desde el momento en que se pone el poncho verde, el Yapu Kamani es guiado por uno de los amautas o sabios de la comunidad, pero también debe confiar en su sabiduría, para enfrentar la adversidad del clima. El amauta, en tanto, se encarga de “leer” en la hoja de coca si será un buen año o si habrá que hacer algún ritual para cambiar un mal augurio.
Una vez sembrada la tierra, tras las primeras lluvias de noviembre o diciembre, el guardián construye una casita o ch’ujllu uta, con palos, paja brava seca y plásticos a un costado de los sembradíos. Desde allí, diariamente debe velar para que ningún fenómeno climático afecte a los futuros frutos. “Se ch’alla con alcohol o cerveza, aunque antes se hacía con chicha (fermentado) de quinua”, cuenta Víctor Nina. “Después, cada día, se hacen humear palos y bosta de ganado”.
Cuando el cielo altiplánico se empieza a poner negro como para descargar una tormenta, el Yapu Kamani sabe que se asoma una granizada. Entonces empieza a fumar cigarrillos, hasta de tres en tres, recitando parlamentos en idioma aymara para expulsar al fenómeno. “Pero si el granizo quiere vencer, saca el chicote (látigo) y ambos se enfrentan como si fueran rivales. Antes no se utilizaba cohetes; ahora, sí”, relata Nina.
La socióloga Ruth Bautista, lo define como “un enfrentamiento cuerpo a cuerpo con el granizo”. Cuando se trata de helada, el procedimiento varía de acuerdo con la sabiduría del amauta. Este deberá “leer” antes en la coca y recomendar al Yapu Kamani cómo proceder. Frente a la sequía, los ruegos al dios cristiano y los dioses andinos son los que, de ser oídos, ayudarán a la comunidad. “Hasta ahora, siempre hemos tenido producción, aunque sea poquito, pero no nos ha faltado”, sentencia Leonardo Laura.
En la salud y la enfermedad
Víctor Nina cumplirá 70 años en marzo próximo. De hablar pausado y grietas marcadas, aprendió mucho de sus padres y abuelos, antes de convertirse en médico naturista reconocido por el Estado boliviano. Fue máxima autoridad de esta comarca y recuerda cuán sagradas eran las tradiciones aymaras cuando era niño. Hoy —dice con nostalgia— el tiempo se ha encargado de aligerar procesos, incluida la siembra, que antes se hacía con bueyes y burros, y ahora con tractores. “Ya no se le habla a la papita, ni se le agradece cuando se va a sembrar. Tampoco se usa la bosta de oveja para limpiar los cultivos de quinua de las plagas, y se siembra nuevas variedades, que ya no soportan el clima”, apunta.
Entre otras cosas, el Yapu Kamani tampoco cumple con rigurosidad ciertas costumbres. Si bien debe vivir en la casita o Ch’ujllu Uta durante los seis meses de su gestión, ahora puede salir de viaje unas horas a La Paz, previa autorización de las autoridades originarias. Antes no podía ni siquiera asistir a un velorio, porque se creía que el dolor de perder a un ser querido podía desconcentrarlo de sus funciones.
Esos cambios también se reflejan en la forma de comer de las comunidades aymaras. Nina dice que antes toda la alimentación de su pueblo se producía en sus tierras (de ahí la dedicación para lograr el éxito en las cosechas): desde las más diversas clases de patatas, hasta la cebada, que se usaba para elaborar pan o tomar refresco. El consumo de carne roja era mínimo: apenas algún retazo de llama u oveja transformada en carne seca o chalona en un caldo.
Hoy Huancollo ha pasado de ser una comunidad agrícola a una ganadera. Los habitantes crían vacas para vender leche a industrias de la zona. Sus actuales cultivos se basan sobre todo en la patata, alimento esencial para su cultura, pero su dieta ha cambiado otros tubérculos y cereales andinos por el fideo y el arroz.
“Ahora yo atiendo estreñimiento, caries, los jóvenes usan lentes desde los 15 años. Más que todo, veo estrés, artritis, cálculos biliares, cálculos renales. Antes se tomaba mates (infusiones) de sik’i (una hierba andina) o se comía diente de león como verdura, pero ahora está todo contaminado, entonces se come muy mal”, asegura el médico naturista. Pese a ello, la tradición de los Yapu Kamanis se mantiene y se mantendrá vigente, asegura Leonardo, porque alguien tiene que garantizar que a la comarca no le falte comida.
Tampoco los habitantes de Huancollo piensan dejar su territorio. De hecho, desde 2022 decidieron apostar por el turismo comunitario, que busca beneficios para todos y también exige obligaciones comunes. Abrieron un museo para mostrar su cultura y las hierbas que usan en un hospital de medicina natural que construyeron entre todos en la década de los 70, y que estuvo cerrado mucho tiempo. Ahora que Víctor, el médico, estará a cargo de este último, dice que ofrecerá servicios para “curar el alma y el cuerpo”; la misma esencia con la que trabaja un Yapu Kamani.
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