Incendios forestales: ¿una crisis de salud en potencia?
Latinoamérica está aún lejos de lograr cuantificar los impactos, pero compartimos la preocupación por este reto que exige nuevas herramientas políticas
EL PAÍS ofrece en abierto la sección América Futura por su aporte informativo diario y global sobre desarrollo sostenible. Si quieres apoyar nuestro periodismo, suscríbete aquí.
Hace ya algunos años que los incendios forestales dejaron de ser noticias esporádicas para convertirse en una constante preocupación. Esto está obligando a los Gobiernos nacionales a tomar acción -más allá de determinar si el incendio fue o no intencional y de designar responsables- al cuestionar y modificar sus políticas de gestión forestal, de control a la deforestación, manejo del fuego y de vedas a quemas agrícolas. En un contexto global en el que el cambio climático está amplificando los incendios forestales, las administraciones locales, actores que hasta hace poco se habían mantenido al margen de esta discusión, están replanteándose el rol que deberían jugar en esta lucha contra incendios que a veces suceden a miles de kilómetros de distancia.
Tradicionalmente, en las ciudades globales, las conversaciones sobre calidad del aire giraban en torno a atender las principales fuentes de contaminación urbanas, es decir, el transporte, los desechos, la energía. Ahora, los Gobiernos locales están viendo cómo los incendios están anulando sus esfuerzos por limpiar el aire. Las peticiones de financiamiento para el tema se están volviendo recurrentes y prioritarias en ciudades Latinoamericanas como Río de Janeiro, Bogotá, Quito o Ciudad de México. También llaman la atención las constantes demandas de apoyo por compartir “las mejores prácticas” de otras ciudades en el manejo de los incendios. Y es que no hay muchos precedentes ni referentes: se queda flotando en el aire la sensación de tener que hacer algo, pero no saber por dónde empezar.
Muchas de estas ciudades Latinoamericanas no cuentan con las herramientas de planeación y de política pública para hacerles frente: sus planes rectores de calidad del aire rara vez mencionan medidas preventivas o de mitigación contra incendios. Tampoco hay un gran entendimiento sobre cuáles son las dinámicas de estos incendios y cómo afectan a ciudades, a veces a miles de kilómetros, de los focos de propagación.
El caso de California es particularmente alarmante y un indicio de lo que podría estar sucediendo en muchas otras regiones del mundo. El estado de California es un referente global por sus innovadoras políticas ambientales: han logrado avances significativos en la mejora de la calidad del aire y la mitigación al cambio climático pese a la reticencia y franco retroceso en materia ambiental del gobierno federal de los Estados Unidos. Sin embargo, esta tendencia empezó a cambiar en los últimos diez años y coincide con la época en la que los incendios empezaron a cobrar mayor relevancia: basta recordar las fotos apocalípticas de cielos naranjas en la Bay Area, de San Francisco.
Hoy ya tenemos algunos datos preliminares de algo que podíamos intuir al ver esas imágenes: se estima que estos incendios forestales, en tan solo seis años, han borrado una cuarta parte de los progresos que se habían hecho en calidad del aire en Estados Unidos.
A lo que estamos asistiendo con esto es también a una desaparición gradual y consistente de aquella división artificial -y errónea- que se solía hacer entre cambio climático y calidad del aire: la mala calidad del aire es, cada vez más, la consecuencia del cambio climático.
En Latinoamérica aún estamos lejos de lograr cuantificar los impactos que tienen los incendios forestales en nuestras ciudades, pero escuchamos y compartimos la preocupación por este nuevo reto al que nos estamos enfrentando y que exige nuevas herramientas políticas y de coordinación institucional.
Río de Janeiro y São Paulo, ciudades que históricamente nunca habían tenido concentraciones preocupantes de partículas finas (PM2.5), se han visto fuertemente afectadas por incendios forestales provenientes de la Amazonía, focos que se encuentran a unos 1.500 kilómetros de dichas ciudades. Hoy en día, el aire en São Paulo se declara como el más contaminado del mundo y hace unos meses, Brasil anunció el estado de emergencia por incendios forestales. El país se enfrenta la sequía más severa de su historia y registra un récord de incendios: a la hora de publicación, finales de agosto, se encontraban activos más de 50.000. Estas ciudades, mal preparadas a estas altas concentraciones de PM2.5, han tenido que replantear los sistemas de alertas por contingencias ambientales y las medidas preventivas que se toman en esos casos para proteger a las poblaciones. Más preocupante aún, muchas de estas ciudades no cuentan con sistemas de monitoreo de calidad del aire para poder alertar sobre concentraciones peligrosas para la salud de los ciudadanos.
En Quito, Ecuador, está pasando algo similar: las escuelas permanecieron cerradas varios días y las autoridades están llamando a los ciudadanos a evitar salir a la calle por la mala calidad del aire. Y es que Ecuador enfrenta una ola de incendios en ocho de las 24 provincias del país, con un registro de cerca de 252 incendios. A esto se le suman los humos por los fuegos fuera de control de la Amazonía.
Frente a esta problemática y preocupación emergente necesitamos formular nuevas preguntas científicas: ¿qué está pasando?, ¿cómo evitar el deterioro progresivo de la calidad del aire en nuestras ciudades por incendios forestales?, ¿qué poder político tienen las ciudades para reaccionar ante los incendios?, ¿cuánto tiempo podemos estar expuestos a los humos de incendios forestales antes de empezar a resentir los impactos en nuestra salud?, ¿puede esto convertirse en una nueva crisis de salud pública?
¿Puede esto convertirse en una nueva crisis de salud pública?
Los focos de incendios se encuentran muchas veces a miles de kilómetros de distancia de las ciudades, pero las partículas finas viajan lejos y rápido.
Tenemos algunos indicios: los incendios de agosto del 2020 en California se tradujeron en un récord de 30 días de alertas de mala calidad del aire en la región de Bay Area. Los doctores reportaron un incremento de un 43% de infartos y problemas cardiovasculares, así como un aumento de 12% de ingresos hospitalarios. Esto es lo que llamamos efectos agudos, a corto plazo. A más largo plazo o efectos crónicos, se estima que estos 30 días de mala calidad del aire pudieron haber llevado a muertes prematuras a miles de personas. A esto que le sigue pasando a nuestros cuerpos mucho después de que los bosques dejen de quemarse se le agrega un efecto cumulativo: ¿qué tanto humo de incendios inhalaremos a lo largo de nuestras vidas?
Más indicios: en 2017, en Estados Unidos, una comunidad estuvo expuesta a altas concentraciones de PM2.5 por incendios durante seis semanas. Esta comunidad tuvo seguimiento médico por dos años: después de poco más de un año empezaron a ver como las funciones pulmonares de estos habitantes declinaban.
Para dimensionar, en algunas regiones de Brasil, se estima que los habitantes estuvieron expuestos, entre 2010 a 2019, a seis meses de mala calidad del aire por año, en gran medida por los incendios forestales. Tenemos algunos otros datos, también provenientes de Brasil: en un punto álgido de incendios, en agosto del 2019, se registró un incremento del 65% de las hospitalizaciones. De los efectos crónicos, aún no sabemos.
Necesitamos investigaciones -y financiamiento- de largo aliento para poder monitorear los impactos en las poblaciones afectadas. Pero hay algo que sí queda claro: estar expuestos a los humos de incendios tiene un impacto negativo en la salud humana, con un mayor riesgo de sufrir ataques cardíacos, accidentes cerebrovasculares, complicaciones en el embarazo y el parto, problemas de salud mental y algunos tipos de cáncer.
Los incendios están obligando a complejizar la gobernanza climática: los alcaldes de ciudades globales tendrán que tomar un papel cada vez más central y vocal en la geopolítica nacional para lograr una mayor coordinación con otros niveles de gobierno. Al final, en la mayoría de los países, es el nivel nacional que está a cargo de la política forestal y de las medidas de supresión de fuego. En países como México y Brasil, el desmantelamiento gradual de la política forestal y de su financiamiento acentúan el problema.
A esto se le suma el cambio climático: las temperaturas más altas, patrones de lluvias más cortos o cambiantes han extendido las temporadas de incendios; incendios que son alimentados por especies exóticas altamente flameables como los eucaliptos, expertos en detonar, extender y mantener las flamas vivas.
A lo lejos, en nuestras ciudades, seguimos el pulso de los incendios al ritmo de las activaciones de contingencias por PM2.5. Y de ozono, no hay que olvidarlo: a mayores temperaturas, mayores serán también los picos de este contaminante.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.