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ELECCIONES EN COLOMBIA
Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Breve historia del domingo

Todo había estado conspirando para que Colombia se viera en su espejo roto

Ricardo Silva Romero
Simpatizantes de Gustavo Petro durante la jornada electoral del 19 de junio, en Bogotá.
Simpatizantes de Gustavo Petro durante la jornada electoral del 19 de junio, en Bogotá.Carlos Ortega (EFE)

Pintaba mal. En los últimos días de la campaña presidencial fueron volviéndose popularísimas, incluso entre gente sobria, posdoctorada, frases del calibre de “cualquiera menos Petro” y “¿Petro contra un mamarracho?: voto por el mamarracho”. En honor a la verdad, también se dijo con cierta esperanza, y a diestra y siniestra, “no hay que ser petrista para votar por Gustavo Petro”. Y, sin embargo, de posverdad en posverdad, de escándalo en escándalo, fue apozándose en el estómago la pegajosa sensación -típica de la vida adulta colombiana- de que el resultado de las elecciones iba a ser inverosímil y devastador, y la gente que siempre pierde iba a volver a pensar “quédense con su país”. Pero entonces vino, el domingo, la noticia necesaria que no se había dado nunca en la historia de Colombia: Petro 50,44%, Hernández 47,31%.

Y, mientras se digería semejante milagro -que llegara a la Casa de Nariño, con la votación más alta de la historia, la izquierda democrática que dejó tantos mártires en el viacrucis criollo-, no fue absurdo ni esotérico sentir que esta era la soñada reivindicación de tantos ninguneados y despojados y asesinados por la espalda: en la populosa tarima de la victoria, mientras Petro pronunciaba, afónico, su primer discurso como presidente, podían verse los semblantes del país de las mujeres, el país afrodescendiente, el país indígena, el país pobre, el país de las víctimas, el país de las madres que vinieron al mundo a perder a sus hijos, el país de la ola verde, de Mockus, que tantas veces tuvo que replegarse a la esperanza, y era evidente que la gracia de aquella candidatura había sido el pueblo violentado que la legitimaba y le daba la vida y la belleza.

Todo había estado conspirando para que Colombia se viera en su espejo roto. Y el domingo, ante la imagen de aquella tarima, luego de una campaña de cuatro años que vio pasar una serie de entrampamientos al acuerdo de paz con las Farc, y un cacerolazo contra un gobierno que solo le sirvió a su pequeña nación, y un estallido social que nos llamó a la solidaridad, el país empezó a descubrirse ante la tarea espinosa de ser por fin un país. Se vio que es lo que viene, sí, es lo que toca, y no hay dónde esconderse. Esta vez ni siquiera hay mundial –no se puede ver fútbol para olvidar– porque el mundial es en diciembre para que nos toque reconocer de una vez que estas elecciones mostraron sin indulgencias lo bueno y lo malo que somos.

Sí, empezamos hoy, todos, la presidencia de Petro, pero, después de esta campaña plagada de vilezas, hemos quedado demasiado viejos para negar la fobia a la izquierda que sólo se da en las colectividades adiestradas para creer en el demonio; el clasismo que se despierta en todos los estamentos de esta sociedad piramidal, segregadora a más no poder, cuando empieza a tomarse las encuestas cualquiera que hable de justicia social; el traquetismo, o sea la parodia, en los márgenes de la ley, de unas élites particularmente indolentes, que ha sido una respuesta perversa a las desigualdades; el pavor a la transformación que empuja a encargarles la política –ni más ni menos que la administración de la convivencia– a los encantadores de serpientes.

Quiero decir: es verdaderamente increíble que Petro no solo sea el candidato progresista que llegó con vida hasta acá, hasta el poder, sino que haya ganado en nombre de una cultura de la paz que tantas veces ha sido apuñalada por la espalda. Pero el 47,31% que no votó por él, 10.580.399 colombianos que tuvieron 10.580.399 de razones, ya anda por ahí con el alma en vilo y seguirá en ascuas hasta que sea claro que el Gobierno de sus peores pesadillas no va a darle la espalda, ni mucho menos va a arruinarlo. Y es de esperarse que los comandantes y los alfiles y los propagandistas de la derecha, que trabajan veinticuatro horas de lunes a domingo, tarden una vida en entender que esto era lo que le convenía a este país plural que ha tenido tanto de infierno.

Sí que fue extraordinario lo del domingo: luego de un siglo y medio de violencia con sevicia, los dos partidos que forjaron a sangre y fuego esta especie de nación, el Partido Liberal y el Partido Conservador que no pudieron evitar que Colombia sucediera entre guerras y se degradara a fuerza de negarlas, pactaron un “Frente Nacional” para sucederse en el poder desde 1958 hasta 1970 en nombre de su tregua, y entonces se dieron con fuerza los candidatos alternativos que encarnaron la indignación ante las sucesivas traiciones del establecimiento -Rojas en 1970, Galán en 1982, Navarro en 1990, Gaviria en 2006, Mockus en 2010 y Petro en 2018- mientras los viejos partidos y sus disidencias de cobardes se iban reduciendo a empresas electorales más bien sórdidas. El domingo el candidato alternativo ganó el pulso por poco, pero ganó.

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Se enfrentaron las dos viejas soluciones que los colombianos hemos dado a la cultura de la aniquilación: el camino largo, el de Petro, que es el de los pactos por la convivencia, y el camino corto, el de Hernández, que es el de delegarles la política a las figuras de turno. Ganó por poco el país que desde hace un par de siglos nomás ha estado convocando a la ciudadanía alrededor de la socialdemocracia: ya era hora. Y al presidente Petro le corresponde ahora escuchar a un paciente que tiene años de terapia por delante, devolverle el prestigio a la solidaridad -a la colectividad que alguna vez fueron los partidos- y restaurar la confianza en unas instituciones que en verdad sean superiores a sus inquilinos.

Es una tarea enorme que no puede quedarse en la utopía, en la retórica de ninguna tarima: pactar una democracia que no solo esté a la altura de la definición del diccionario, sino que ponga en escena una Constitución liberal -la de 1991- que tiene clarísimo que la solución al horror colombiano es la inclusión. Es la hora.

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