Dos millones y medio de votantes en busca de un candidato, o de una excusa
Cientos de miles de colombianos siguen en una nube de incertidumbre que mezcla indecisión con vergüenza; la mayoría, probablemente, se mueven entre la abstención, el blanco y Rodolfo Hernández
Los primeros protagonistas de una carrera electoral son los votantes que tienen a su candidato preferido bien escogido: cuando decimos que uno de ellos le lleva ventaja al otro estamos hablando de la diferencia entre ciudadanos convencidos por cada una de las alternativas. Y cuando hablamos de empate, como el que reflejaron las encuestas hasta el inicio de la prohibición de publicar más en Colombia, lo que queremos decir es que la cantidad de persuadidos es similar para ambos lados. En ese momento el foco se mueve, y todos pasamos a fijarnos en quienes hasta ahora no contaban, literalmente: los votantes sin candidato declarado. En las presidenciales colombianas, si asumimos una participación de 21 millones, similar a la primera vuelta, las encuestas que nos muestran la suma de voto en blanco e indeciso lo colocarían entre los 1,4 y los 4,2 millones. La media: algo más de 2,5.
Estas encuestas están obligadas a filtrar a votantes posibles al principio de sus cuestionarios, de manera que solo se centran en personas con una alta probabilidad de acudir a las urnas. De ahí la relevancia de (y también la incertidumbre con) este dato: mide, eliminando a los que ya han declarado que no irán a votar, quiénes de los que es posible que salgan a votar aún no declara candidato concreto. En una elección empatada, esos votantes lo son todo.
Para empezar a entender mejor lo que mueve a este grupo, lo primero es descartar el concepto de “indecisos” como sinónimo o definitorio. Pero también el de “voto oculto” o “vergonzante”. E incluso las de “votante en blanco” o “abstencionista”. De hecho, lo más afinado analíticamente sería cambiar esas cuatro casillas cerradas por opciones que cada uno de estos votantes baraja en su cabeza, siendo algunas más probables que otras.
Así, más que personas con una indecisión completa que ven todas las alternativas por igual, o personas que tienen la decisión plenamente tomada en su fuero interno pero no se atreven a decirla en público, es más frecuente encontrarse a gente que tiene una cierta inclinación por uno de los candidatos pero no está del todo seguro y duda si darle su confianza, quedarse en casa o emitir un voto en blanco; o también a otros con cierta preferencia en la que esa duda se mezcla con lo que perciben como sanción social en su entorno. Todo ello parece más plausible (y es más frecuente en las mediciones empíricas de elecciones pasadas tanto en Colombia como en el resto del mundo) que la duda pareja entre dos candidatos, entre si Rodolfo o Petro. Añadiéndole el ingrediente de la vergüenza, si el contexto en que uno se mueve está lleno de votantes decididos en una dirección, les costará más declarar o incluso asumir la propia si es contraria. Si, de hecho, ese contexto es más general (si existe algún tipo de cuestionamiento generalizado sobre uno de los candidatos permeando en todo el país), la duda se puede agrandar y la timidez hacia adentro y hacia afuera puede desbordar lo inmediato, colándose en las encuestas.
Tendríamos así a esos cientos de miles de personas en una nube de incertidumbre que enlaza la indecisión con la vergüenza, la duda con el miedo. Esta imagen sería más precisa que la de las etiquetas fijos de indecisos, ocultos, blancos o renunciantes: se ajusta mejor a una elección entre la primera posibilidad real que tiene la izquierda de llegar al poder en Colombia (¡y desde el extremo relativo del espectro ideológico, nada menos!) y la plataforma armada en torno a un candidato al que hace un mes pocos esperaban en segunda vuelta.
La siguiente cuestión es si esa nube de incertidumbre es simétrica, o si cae más de un lado o del otro. Más que las encuestas (que en cualquier caso no son publicables), a ello nos ayuda volver a los resultados de primera vuelta atados a una caracterización histórica de ambos candidatos. Ciertamente, la victoria de Petro supondría una noveda inusitada para el país, pero no lo es ni su apuesta ni la fuerza que ésta tiene. Sacó 8,5 millones de votos el pasado 29 de mayo, 500.000 más que en la segunda vuelta de 2018. Lleva cuatro años de campaña constante. El contexto de desigualdad, crisis económica, institucional y movilización social le ha favorecido, si no para sumar, sí para no restar ni un gramo. También para mantener a sus filas prietas y vocales respecto a su preferencia: las encuestas acertaron (si acaso, sobre-estimaron ligeramente) el porcentaje de voto en primera vuelta, y lo mismo pasó en 2018. Petro, podríamos decir, está bien calibrado tanto por las mediciones como por la sociedad en general. De las candidaturas en primera, puede absorber de los 800.000 de Sergio Fajardo y de esa parte de los votantes por Rodolfo que se lanzaron más por la novedad y el discurso anti-establecimiento que por la posición ideológica que representaba el exalcalde de Bucaramanga pero ahora se plantean si Petro no será mejor opción en ese eje. No hay demasiadas razones para esperar que este segundo grupo sea demasiado numeroso: cambiar de caballo a mitad de carrera es algo cognitivamente muy costoso para cualquiera porque implica aceptar un error a solo tres semanas de haberlo cometido. Y los posibles abstencionistas de primera que vayan a las urnas en segunda tampoco serán una mayoría porque normalmente los votantes repiten entre vueltas.
Por el otro lado, sin embargo, hay un candidato con una votación menor de partida (6 millones) y la capacidad de absorber tanto de los 5 millones de Fico Gutiérrez (que no tienen ninguna razón para pensar en elegir a Petro dada la enorme diferencia ideológica y de modelo de país) como de los poco menos de 900.000 de Sergio Fajardo. Ahora bien: ha protagonizado una campaña errática, con poca claridad en su mensaje tanto ideológico como de competencias de gobierno más allá de un difuso mensaje anti-establishment, y con un recordatorio constante de sus nuevas y viejas salidas de tono con respecto a la norma social establecida. Era, por demás, una persona mucho menos conocida y familiar para los votantes nacionales que Petro.
No parece por tanto descabellado pensar que una mayoría de ese millón, dos, tres o hasta cuatro de votantes no alineados tiene la brújula más inclinada hacia Hernández. Pero eso no quiere decir que el nuevo llegado lo tenga sencillo. De hecho, la propia masa de duda es la señal más clara posible de que lo tiene más difícil de lo que muchos, él mismo incluido, probablemente esperaban tras la noche del 29 de mayo. Incluso aunque se plantee la cuestión desde la óptica del voto oculto o vergonzante, podría decirse que había muchos votantes buscando una excusa, cualquiera, para votar por Rodolfo, y que a una semana de la cita definitiva, no han dispuesto de suficientes como para declarar públicamente su voto. La maraña de incertidumbre sigue, y ahora cada uno tendrá que deshacerla en la intimidad de la reflexión privada. De millones de estas pequeñas decisiones dependerá el futuro de Colombia.
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