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Educación
Columna
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Volver al aula: el poder de la presencia

Los hallazgos de un informe de la Universidad de Harvard nos recuerdan que hay que recuperar la asistencia regular a clases y recentrar la vida universitaria en la conversación intelectual

¿Qué se necesita para aprender? ¿Dónde ocurre hoy el aprendizaje profundo: en la pantalla, en el aula o fuera de ella? ¿Tal vez en la mirada compartida entre quien pregunta y quien escucha? En los debates sobre los futuros de la educación solemos hablar de inteligencia artificial, de metodologías activas o de modelos flexibles. Sin embargo, a fuerza de imaginar el porvenir corremos el riesgo de olvidar lo más básico: que aprender es, ante todo, un acto de presencia.

Creo profundamente en la potencia de la vida universitaria, en que la formación está también fuera del aula y en la experiencia como centro del acto educativo. La tecnología y las metodologías plantean exigencias nuevas, pero ninguna de ellas sustituye la tarea esencial: cuidar lo humano. Meditemos sobre el acto revolucionario de volver al aula —en cuerpo y en atención—, que podría ser, paradójicamente, el gesto más simple y, al mismo tiempo, el más transformador de este tiempo.

Se repite con frecuencia que la educación debe estar “centrada en el estudiante”. La frase, en apariencia luminosa, encierra a veces una trampa: confundir el centro con la comodidad. Una educación verdaderamente centrada en el estudiante no lo exime del esfuerzo; le exige una presencia más plena. Es un proceso que necesita tanto del sujeto que aprende como del que acompaña: ambos presentes, atentos, implicados en el encuentro.

Hace unos días, The New York Times nos recordó las conclusiones del Report of the Classroom Social Compact Committee, un informe de la Universidad de Harvard, conocido en enero de 2025, que enciende una alarma en el mundo académico. Elaborado por siete profesores y profesoras encabezados por la historiadora Maya Jasanoff y el economista David Laibson, el estudio parte de una pregunta sencilla y profunda: ¿qué está pasando con la vida académica dentro del aula? Las respuestas revelan un fenómeno común en muchas universidades: una crisis de presencia en la educación superior.

El comité encontró que muchos estudiantes, incluso en una de las instituciones más exigentes del planeta, asisten menos, participan poco y leen menos. Los profesores observan un desinterés creciente por la conversación académica y una preferencia por actividades que “puntúan” mejor en la carrera hacia el éxito: clubes, prácticas, redes profesionales. Actividades valiosas, sin duda —parte esencial de la vida universitaria—, pero que deberían nutrirse de la vitalidad del aula, de ese ejercicio dialógico donde se contrastan ideas, se construye sentido y se aprende a pensar con otros. Cuando esa conexión se pierde, el riesgo es que la universidad se fragmente: que la experiencia se vuelva un hacer sin reflexión, y el aula una rutina sin alma. El informe advierte que ese delicado vínculo —entre la acción y la conversación, entre aprender haciendo y aprender pensando— es precisamente lo que hoy se está erosionando.

En el reporte se identifican cinco síntomas que hoy fragilizan la cultura del aprendizaje:

Estos hallazgos nos exigen convocar de nuevo a la presencia: recuperar la asistencia regular y recentrar la vida universitaria en la conversación intelectual. La ausencia no es solo física; es emocional, cognitiva y ética. Tal vez la tarea de las universidades hoy sea devolverle sentido a la presencia: volver a hacer del aula un lugar donde aprender signifique encontrarse.

El filósofo francés Maurice Merleau-Ponty nos recuerda que “todo conocimiento se da en el mundo vivido”. Para él, el pensamiento no flota en el aire: habita el cuerpo, respira en la relación con los otros, se alimenta de la percepción y del diálogo. El aula, así entendida, es el territorio del mundo vivido donde el pensamiento se encarna.

En ese espacio de encuentro nace el contacto directo con el proceso de creación, el que requiere presencia para dar forma a un artefacto —sea una obra, una idea o un concepto. Toda inteligencia que se cultiva con las manos y con la mente exige atención, paciencia, diálogo y sentido. Así debería entenderse también el conocimiento: como un artefacto humano que se moldea en la conversación. Porque el pensamiento crítico y la capacidad de ofrecer contexto —competencias esenciales en esta era de velocidad y fragmentación— no se enseñan por acumulación de datos, sino por ejercicio del diálogo: por la práctica de contrastar, de escuchar, de pensar con otros.

El aula, entonces, no es un espacio para repetir verdades, sino un taller para cultivarlas. Allí la conversación se vuelve herramienta, y la presencia, materia prima del conocimiento. Esa es la pedagogía más antigua y, quizás, la más urgente: una educación artesanal donde el saber se hace, se toca, se conversa y se habita. Porque aprender no es conectarse, es encontrarse. Y solo quien está presente —con su mente, su cuerpo y su alma— puede realmente aprender, enseñar y transformar el mundo.

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