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Fernando Botero
Columna
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Fernando Botero y su temor a la muerte

El artista confesó que la inminente llegada del fin de sus días lo obligaron a sacarle mayor provecho a sus días, por lo que pintaba aún más que cuando era joven

Botero, ante una de sus cuadros expuestos en la galería Marlborough
Botero, ante una de sus cuadros expuestos en la galería Marlborough Albert Garcia
María Jimena Duzán

La última vez que vi a Fernando Botero, el pintor y escultor colombiano que acaba de morir a sus 91 años, fue en la celebración de sus 80 abriles en Bogotá. La fiesta fue en Andrés Carne de Res, un lugar emblemático de las agitadas noches bogotanas al que se va a comer arepa de choclo y lomo al trapo y a emparrandarse hasta el cansancio. En vista de que la obra de Botero era el eje narrativo de la fiesta, los productores del ágape se las ingeniaron para que un grupo de actores les diera vida a algunos de los personajes de nuestra idiosincrasia nacional y que Botero había retratado en sus lienzos con algo de sátira. El resultado fue una fiesta inolvidable: esa noche sus personajes se salieron del lienzo y deambularon por entre los invitados sin que sus volúmenes desproporcionados rompieran el encanto. Estuvo presente el capitán del Ejército, embutido en su uniforme verde oliva con cara de ‘yo no fui’, el nuncio con su monumental vestimenta y su pequeño báculo, el obispo con su panza reverenda, la encopetada y regordeta familia presidencial, la monja, el patrón de finca y un sin fin de personajes que Botero retrató y que forman parte de nuestra picaresca. Para no hablar de la paloma de la paz, una obra que se ha convertido en un referente dentro de un país que no se siente representado en casi nada y que se ha vuelto tan popular como los memes.

Días antes de esta fiesta, Fernando Botero me había concedido una entrevista en la que tuvimos oportunidad de hablar del papel del arte en la sociedad, de sus satisfacciones como artista y de lo cerca que sentía la muerte.

Abordamos el tema de la relación entre el arte y la denuncia y traje a colación esa frase de Sartre, que dice que el rol de los intelectuales era el de exponer las contradicciones de la sociedad. Le pregunté si había algo de eso cuando él había hecho la serie sobre La Violencia en Colombia, la de los dictadores latinoamericanos, la de Pablo Escobar y sus matones y la de los carceleros norteamericanos de la cárcel de Abu Ghraib. Me contestó diciéndome que él había pintado esas series porque eran hechos que lo habían impresionado, en especial la serie de La Violencia en Colombia, que es como se conoce a la guerra entre partidos que se libró entre 1948 y 1958 y que cobró la vida de cerca de 200 mil colombianos. Me aclaró, sin embargo, que el papel del artista no era exponer las contradicciones de la sociedad sino “pintar bien y ceñirse a su dimensión pictórica, porque el arte no tenía ningún poder político”. “¿Y los cuadros de Picasso denunciando la matanza de Guernica por cuenta de los bombardeos alemanes? ¿Y los de Goya que pintaron los fusilamientos de españoles a tropas francesas?”, le pregunté para avivar el debate. Su respuesta fue aún más tajante. Me dijo que el pintor se debía a la pintura y que la prueba de que el arte no tenía ningún poder político era que cuando Picasso pintó su famoso cuadro de Guernica, Franco no solo no se cayó, sino que duró 30 años más en el poder. “A eso me refiero cuando digo que el arte es inofensivo políticamente, pero que tiene un arma terrible que es la capacidad de hacer recordar algo y eso le da un poder tremendo”, me dijo y me insistió en que cuando las “sociedades quieren olvidar cosas, el arte está ahí para impedir que eso suceda”.

Sin pena me admitió que uno de los peores momentos de su vida lo había vivido cuando su hijo Fernando terminó en la cárcel en Colombia, luego de que fue vinculado al escándalo de financiación ilegal de la campaña presidencial de Ernesto Samper, que resultó señalada de haber recibido dineros del cartel de Cali. Me sorprendió la franqueza con que habló. Sin tapujos contó que por cuenta de ese episodio había perdido la comunicación con su hijo por varios años. “Me sentí muy mal de que él hubiera actuado de esa forma”, me admitió.

Después de este drama familiar, Fernando Botero en un acto de filantropía, muy poco usual dentro del selecto grupo de colombianos que se han vuelto universales, le donó a Medellín, su ciudad natal, cerca de 50 piezas suyas y le entregó al Museo del Banco de la República de Bogotá una serie de obras de gran formato hechas por él y toda su colección privada de arte universal.

Le pregunté si seguía trabajando como hace 30 años, cuando lo entrevisté en su estudio en París y me contó que todos los días pintaba sin descanso. Con ese acento antioqueño tan característico de los nacidos en esa parte de Colombia y que Botero nunca abandonó, pese a que vivió más de la mitad de su vida por fuera de Colombia, me respondió que el temor a la muerte lo tenía más vivo que nunca y que a sus 80 tenía la misma energía para el trabajo que cuando tenía 40. “Yo diría que tengo incluso más energía que antes, tal vez porque uno percibe la proximidad de la muerte y siente la desesperación por sacarle más placer a esta vida y para mí la mejor forma de hacerlo es pintando. Por eso a mis 80 años estoy más acelerado que nunca”, me confesó.

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Sin que yo se lo preguntara, me contó cómo quería morirse. “Los pintores nunca se jubilan, no tienen tiempo de morirse porque siempre están ocupados pintando y cuando mueren, lo hacen con el pincel en la mano”, me dijo como si ya tuviera solucionado ese momento.

Finalmente me confesó que a pesar de que se sentía más activo que nunca lo ponía muy triste la cercanía de la muerte.

“Me pone triste la muerte, porque allá no lo dejan a uno pintar”, me dijo. “Eso me aterra porque llevo pintando desde los 15 años. A los 18 cuando me fui de mi casa, empecé a vivir de la pintura. Desde entonces he realizado una obra que es muy extensa He hecho 3.000 o 4.000 cuadros, 3.000 mil dibujos, 300 o 400 esculturas y no creo que ningún artista haya producido tanto como yo. Soy muy afortunado.”

Ojalá, la fatídica muerte, a la que él tanto le temía, le haya levantado la prohibición y lo esté dejando pintar.

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