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Empleo
Columna
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Mi nombre es Francy Castillo

Me preguntaba por qué no me llamaban de algún trabajo, porque así como trabajaba en los buses repartía hojas de vida. Esa noche pensé que no podía seguir así

Francy Castillo
Una mujer camina por un barrio empobrecido en la periferia de Pereira (Colombia).Kaveh Kazemi (Getty Images)

Tengo 41 años, soy madre soltera y tengo dos hijos, Mateo de 20 años y David de 17. Soy la menor de cinco hermanos de una familia tradicional. A los 14 años mi papá, que era casi todo en mi mundo, se fue de la casa, si bien nunca me abandonó del todo. A los 16 años me fui a vivir sola y conseguí trabajo en una ferretería del barrio. Mi sueño, que era ser una gran médica, se fue apagando poco a poco.

A los 20 años quedé embarazada de Mateo y a los seis meses de embarazo quedé sola. En ese momento empieza realmente mi historia. Dos años más tarde nació David. Convivía con alguien y cuando David tenía dos años empecé a estudiar Liquidación de nómina y prestaciones sociales, en el Servicio Nacional de Aprendizaje (SENA). El papá de David se fue de la casa y él no olvida verme parada en la ventana llorando, mientras su papá se marchaba.

Con dificultad terminé de estudiar; durante el día dejaba a mis hijos en un jardín del Bienestar Familiar. Cuando David tenía seis años perdí el trabajo. Los meses empezaron a pasar y no conseguía nada. En el afán por no dejar de pagar arriendo cometí el peor error, que fue usar todos los ahorros para comprar un terreno en Soacha, sin documentos. No había luz ni gas y terminé cocinando con leña, algo que jamás imaginé. Ni hablar de un radio o un televisor.

Allí había mucha gente construyendo su casa, así que inscribí a Mateo y a David en el colegio y empecé a trabajar con un maestro de obra, a pesar de que no sabía clavar una puntilla. Lo importante era tener un empleo y cubrir los gastos. Recuerdo mis manos hinchadas por lo duro del trabajo manual y pullarme cada rato con los alambres.

Hubo un problema por el terreno, pues descubrimos que se trataba de una finca que el vendedor de los terrenos había invadido y loteado. Al señor lo asesinaron y llegó la Policía. Esa madrugada huí con mis hijos y allá quedaron las pocas cosas que tenía. Literalmente quedé en la calle. No sabía qué hacer o para dónde correr, así que esa noche me quedé con mis hijos en un motel, y lloré pidiéndole a Dios que me ayudara.

Le pedí a la señora María, la única persona que conocía, que cuidara a mis hijos. Tomé los 30.000 pesos que tenía en el bolsillo, compré unos dulces de turrón de maní, y tomé la decisión más difícil hasta ese momento: empezar a vender dulces en los buses. Me tomó una hora tragarme la vergüenza y subirme al primer bus. Pero era eso o pasar la noche en la calle con Mateo y David.

Ese día llevé comida a mis chicos y pude pagar el hotel. Así vivimos por más de cuatro meses. Es duro vivir con lo del día. Soy una mujer organizada para trabajar y me impuse un horario de siete de la mañana a cinco de la tarde. Un día tuve que salir a trabajar con mis hijos porque María se enfermó y no tenía con quién dejarlos. Sacarlos a ese trajín me devastaba y me hacía sentir miserable.

Esa tarde subí a un bus en el sector de Unicentro, lo recuerdo bien, acomodé a mis hijos en el asiento trasero del bus, me paré al frente de los pasajeros y cuando intenté hablar empecé a llorar. David gritó desde su asiento: “Mamá, ¿por qué lloras?”. Todos voltearon a verlo. Yo no paraba de llorar. En ese momento empezaron a sacar plata de los bolsillos y todos compraron mis dulces. Pude pagar la noche en el hotel y comida.

Otro día, eran las cuatro de la tarde y no había juntado para pagar la noche. Pensé que tendríamos que pernoctar en la Terminal de Transporte. Pensaba veinte mil cosas. Me preguntaba por qué no me llamaban de algún trabajo, porque así como trabajaba en los buses repartía hojas de vida. Esa noche pensé que no podía seguir así. Le pedí a Dios que no me dejara caer.

Ahorré como pude y al mes tomé un apartamento en arriendo y compré dos camas. No había estufa, ni colchones, pero conseguí unas cobijas gruesas y así dormimos. María no pudo cuidar más a mis hijos por problemas de salud, así que le pagaba a una señora que les daba el almuerzo y los cuidaba en la tarde.

Sacaba tiempo para llevarlos al parque y les inculqué el hábito de la lectura; le cogieron gusto a estar en la biblioteca. La señora se dio cuenta, los recogía en el colegio y los dejaba el resto del día en la biblioteca. Un día se le olvidó darles de comer. Los recogí llena de rabia. Mateo dijo que les dejara todo hecho y él lo calentaba y asumía la responsabilidad de cuidar de su hermano. Seguí trabajando presa de miedo, imaginando mil cosas, pero tratando de salir adelante. Pasaron tres años. Seguía trabajando en los buses, pagaba arriendo, servicios, comida, le enviaba algo de dinero a mi madre y llenaba hojas de vida.

Finalmente en el hospital Pablo VI en Bosa me hicieron entrevista el mismo día que entregué el CV, y empecé a trabajar el 5 de febrero de 2016. Estaba feliz aunque trabajaba por prestación de servicios, que es uno de los contratos más terribles que pueda existir. Había dejado de trabajar en la calle, ganaba 1.140.000 pesos y pagaba 217.000 de salud, pensión y ARL.

Al comienzo de la pandemia continué en Bosa pero en un hospital más grande. Me cambié de apartamento a un lugar más bonito y hacía magia con el sueldo, pues ayudaba a mis papás. Los muchachos estaban virtual, sólo teníamos un computador y el único teléfono era el mío.

Mateo se graduó del colegio en 2021 con muy buen puntaje, por encima del 92% de los estudiantes de Colombia. Quería ingresar a la universidad, y yo no quería que se desperdiciara. Un doctor le regaló el costo de la inscripción para presentarse a la Nacional para ingeniería mecatrónica, porque su meta era estudiar astrofísica y llegar a trabajar en la NASA o a Tesla.

Se presentó y no pasó. Un poco frustrado, se presentó a un programa del Gobierno que se llama Jóvenes a la U, para ingeniería electrónica, a concursar por uno de los tres cupos, entre 700 postulados. Le fue muy bien y en 2021 empezó a estudiar en la Universidad Cooperativa. El año pasado participó en un concurso entre universidades con un robot tipo carro y un programa que desarrolló para manejarlo desde el celular, por bluetooth. Se inscribió a un concurso de cuentos y ganó. Podía viajar a presentar su cuento en Nueva York, pero no nos alcanzó la plata.

Al final de 2021 la universidad le propuso a Mateo una doble titulación. Lo hablamos, pues el semestre quedaba en 3′500.000 pesos. No sabía de dónde saldría ese dinero ya que mi sueldo a duras penas daba para los gastos. Le dije: “Hágale, que como sea pagamos”. Presentó una serie de entrevistas y ahora estudia ingeniería electrónica e ingeniería de telecomunicaciones. David se gradúa este año del colegio y estamos pensando cómo hacer para que pueda estudiar medicina. Seguimos con un computador de mesa, de los viejitos. Él le hace las reparaciones, y ha sido una bendición tenerlo.

En mayo del año pasado empecé a trabajar en el hospital de la Samaritana. Gano menos, pero tengo todo lo de ley, y aunque estoy temporal, me ha ido bien. Ayudo económicamente a mis padres, sigo saliendo adelante con mis hijos aunque cada mes no sé cómo va a alcanzar el sueldo.

En Colombia cinco millones de mujeres enfrentan los mismos retos de Francy.

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