¿A quién le duele Sucre?
En las casas más afortunadas del municipio el agua turbia sólo se levanta un palmo por encima del suelo, pero en la mayoría le llega a la gente a la cintura, y no es exagerado decir que ya se les olvidó cómo era el suelo donde viven
En Los informantes, el programa de María Elvira Arango, se emitió hace unos días un reportaje que no he conseguido quitarme de la cabeza, y esta columna es un intento de averiguar por qué. Lo titularon, prudentemente, con la menos dramática de las frases que hubieran podido dar cuenta del drama de sus protagonistas: “A la deriva”. En poco más de catorce minutos de buen reportaje, el periodista José Monsalve arma un recorrido espeluznante y conmovedor por el municipio de Sucre –al cual la gente se refiere a menudo con el nombre de su departamento, como si hubiera que cumplir con dar también el apellido de alguien: Sucre-Sucre–, donde ha llovido de manera ininterrumpida durante tres meses, y cuyos habitantes se han resignado a vivir en un pueblo que ya no tiene calles, sino canales. En las casas más afortunadas el agua turbia sólo se levanta un palmo por encima del suelo, pero en la mayoría le llega a la gente a la cintura, y no es exagerado decir que ya se les olvidó cómo era el suelo donde viven.
Toda la vida del pueblo está trastocada sin remedio, pero a veces la inundación tiene consecuencias atroces. Monsalve recoge el testimonio de Diana Nazzer, una mujer joven que estaba lavando a su madre anciana en las aguas de la inundación cuando sintió un latigazo en la pierna: era una culebra del tamaño de un brazo. “Ya hemos matado dos”, explica Diana Nazzer. Monsalve pregunta: “¿En la casa?” Y la mujer aclara: “Dentro de la casa”. Días después, cuando murió la madre, Diana tuvo que velarla sobre un tambo, que es como los lugareños llaman los tablados que han improvisado por todo el pueblo para poder caminar o dormir o rezar por encima de las aguas. Y el reportaje sigue al cuerpo por las calles inundadas hasta la iglesia inundada y después hasta el cementerio inundado, donde el agua –el agua oscura, cubierta de una capa de vegetaciones muertas– les llega a la cintura a los deudos: a todos los que fueron a sepultar a Ruth Nazzer en una bóveda, por encima de los muertos sumergidos.
Incluso así, hundido en un pantano de mala película de horror, reconocí el cementerio, igual que antes había reconocido el muelle de la plaza y la plaza misma, con su catedral de color pastel y sus edificios llenos de historias que yo conocía. Estuve de paso en Sucre en agosto o septiembre de 2014, durante un viaje de varios días por lugares de Colombia que sólo tenían una cosa en común: ser parte de la vida de García Márquez. Estábamos filmando un documental (un director inglés, un camarógrafo argentino y yo), y por esas calles sin agua caminé junto a Isidro Álvarez, un escritor de Sucre que conoce mejor que nadie la relación entre el pueblo y las ficciones que lo contaron. Estuvimos en el callejón donde murió Santiago Nasar en Crónica de una muerte anunciada, y cruzamos la plaza como la cruzaron sus asesinos, los hermanos Vicario; caminamos bajo los almendros hasta el río, donde hubieran pasado las lanchas de La mala hora; y luego, bajando a la realidad biográfica de García Márquez, nos paramos frente a la casa donde vivía la niña Mercedes Barcha, y también frente al lugar donde quedaba la farmacia de Gabriel Eligio García.
Sucre es el pueblo sin nombre (contracara más hostil y más lóbrega de Aracataca-Macondo) donde ocurren muchas de las grandes ficciones de García Márquez. Su familia llegó en 1939 a bordo una de esas lanchas de las novelas, después de haber hecho en vapor la primera parte del trayecto que los traía desde la costa. Muchos años después, Luisa Santiaga Márquez le contó al biógrafo Gerald Martin que Gabito, por ser el hijo mayor, había recibido el encargo de organizar el viaje; lo recordaba subiendo a la cubierta del vapor, muerto de pánico porque había contado a los niños y le faltaba uno. “Y era él”, dijo Luisa Santiaga. “Era que no se había contado él mismo”. También Gustavo, el hermano menor, recordaría la llegada: a Silvia Galvis le dijo que la nueva residencia era “un pueblo donde las culebras se entraban a las casas y no había luz; un pueblo que en invierno se inundaba al punto de que la tierra desaparecía bajo el agua y enseguida aparecían los enjambres de mosquitos”.
En “Monólogo de Isabel viendo llover en Macondo”, que José Monsalve recuerda en su reportaje, llueve todo el domingo y todo el lunes y todo el martes y todo el miércoles y todo el jueves, y más de una voz dice la misma frase: “Es como si no fuera a escampar nunca”. Y también estas palabras, que leí pensando en Diana Nazzer y el entierro de su madre: “Ahora tenemos que rezar. El agua rompió las sepulturas y los pobrecitos muertos están flotando en el cementerio”. Otro de los entrevistados en el reportaje de Los informantes, el veedor municipal Obman Campo, recuerda a García Márquez porque lo recordaba su madre. “Venía a este pueblo sobre todo en épocas de vacaciones”, dice. Y luego habla de “Los funerales de la Mamá grande”, cuya casa, según la leyenda, está allí, en Sucre; y habla de Crónica de una muerte anunciada, porque todo el mundo conoce la historia real en que se basó la novela, y todo el mundo sabe que ocurrió allí, en esas calles y esa plaza que ahora están inundadas.
Pero no habla de La mala hora, donde el padre Ángel sale a dar un paseo, haciendo tiempo antes de la cita con el alcalde, y llega al sector de las inundaciones, donde sólo hay un gato muerto flotando entre las flores. Sucre es en esa novela un lugar de tensiones políticas donde las autoridades suelen considerar a los ciudadanos como enemigos, y viceversa. En eso pensé al oír a Obman Campo describir, como si fuera algo sorprendente, la curiosa suerte de Sucre: “En otros países, los pueblos que están a la orilla del río son ricos. Nosotros tenemos algo que es al revés: los pueblos que están a orillas del río son los más pobres”. ¿Por qué pasa esto?
Yolanda Gómez, una mujer de setenta años que lleva al periodista a su casa inundada, tiene su versión de las causas: “Todo lo que viene se lo traga el Magdalena”, dice. “Todas las ayudas que vienen, se las roban y dicen: Se ahogaron. Se ahogaron las tablas. Se ahogaron las comidas. Se ahogó todo”. “Se ahogaron los recursos”, dice José Monsalve. Poco antes, Yolanda ha dado un veredicto triste: “Esto es un pueblo abandonado que no tiene dolientes”. No sé si ésta es la palabra que ha dicho, pero es la que he entendido. En el diccionario encuentro esta definición: “En un duelo, pariente del difunto”. Es como si Sucre se estuviera muriendo y nadie, ni en Sincelejo ni en Bogotá, se hubiera dado cuenta.
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