El vallenato, su leyenda y el diablo
Un nuevo documental refleja como este género musical ha sido espejo de nuestra historia en Colombia
La escena es maravillosa. Es el año 2012: García Márquez, con esa expresión de ausencia que le cubría la cara en sus últimos años, está de pie frente a un grupo de vallenateros, sin saber muy bien qué hay que decir o quiénes son estas personas. (Al final de su vida dejó de reconocer a todo el mundo, pero, como prefería no desairar a nadie, desarrolló una serie de estrategias para que no se le notara tanto.) Pero entonces reconoce la letra del vallenato que están cantando, y su boca empieza a moverse con las palabras y hay algo en su cara que se transforma, como si la hubiera invadido alguien más joven. Y los que conocemos su biografía podemos pensar en el muchacho que a mediados del siglo pasado recorría la costa junto a Rafael Escalona y otros compañeros de incertidumbre, a veces vendiendo enciclopedias y a veces buscándose la vida de otras formas pero siempre cantando canciones populares y tomando notas mentales para los libros que todavía no había escrito.
Pero la escena no se ha acabado: García Márquez se sienta junto a Mercedes y del otro lado está Leandro Díaz, el inventor, como lo sabe todo el mundo, del verso que sirve de epígrafe a El amor en los tiempos del cólera: “En adelanto van estos lugares: ya tienen su diosa coronada”. Leandro Díaz, con los ojos cerrados como los ha tenido siempre, se inclina hacia García Márquez y le dice: “Cuando canto esta canción, en cualquier lugar que me encuentre, me acuerdo de ti”. Y es imposible no conmoverse con el encuentro de los dos hombres, el autor de vallenatos que son parte de todos y el autor de libros que, como dijo García Márquez de Cien años de soledad, en realidad son vallenatos de cientos de páginas. Eran parte de la misma generación y del mismo mundo. Leandro Díaz nació en 1928 y moriría al año siguiente de ese encuentro; García Márquez había nacido casi un año antes que Díaz y moriría casi un año después. Y a ambos, estoy seguro, les habría gustado este documental en el que salen: Leyenda viva, de Martín Nova, que acaba de estrenarse en Colombia.
A Nova lo conocíamos por las entrevistas rigurosas que ha reunido en dos volúmenes –Conversaciones con el fantasma y Memorias militares–, y este documental se apoya en buena parte en sus talentos como entrevistador: la paciencia, la información y una curiosidad sin límites. Son dos horas que no tienen desperdicio. Yo las he visto tres veces, y cada vez encuentro algo que antes no había notado, y ahora no me cabe duda de que Leyenda viva se convertirá con el tiempo en un documento imprescindible. En esas dos horas está todo: la historia del vallenato hasta nuestros días (de Escalona hasta Fonseca, por decir algo), pero además una exploración extraordinaria de lo que es esta música por dentro, la genealogía de sus instrumentos, los artificios de sus letras, su lugar en nuestra cultura y su relación con lo que somos. O mejor: la manera como el vallenato, por caminos sinuosos que no siempre han pasado por la aceptación de que goza hoy, ha venido a convertirse en la cifra de nuestro carácter: en el mundo del vallenato se reflejan todas las caras de este país contradictorio.
Por Leyenda viva supe, por ejemplo, que “El amor amor”, la tonada que ha dado forma a tantas parrandas desde que hay memoria, aparece ya mencionada durante la Guerra de los Mil Días. Supe también que fue con el Festival de la Leyenda Vallenata, esa invención de López Michelsen y otros visionarios, cuando se empezó a resquebrajar el machismo inveterado que les prohibía a las mujeres tomar parte en la parranda. (Dos años antes tuvo lugar una edición pionera en Aracataca: y ahí están las fotos de García Márquez y Álvaro Cepeda Samudio posando junto a los músicos debajo de un árbol.) Y recordé algo que había descubierto cuando investigaba para El ruido de las cosas al caer: que en tiempos de la bonanza marimbera los grupos vallenateros se volvieron tan populares, sobre todo entre los nuevos millonarios que la bonanza iba produciendo, que a los interesados de siempre pronto les quedó imposible pagar una serenata. En eso también el vallenato ha sido como un espejo de nuestra historia.
En un momento alguien se pregunta: si no hubiera canto, ¿qué haríamos nosotros con la violencia? La violencia es lo contrario a todo lo que detrás del vallenato, parece sugerir este hombre, o tal vez lo que quiere decir es que la música permite de mejor manera lidiar con lo que agobia a estas sociedades. Y es muy posible que tenga razón: los territorios del vallenato, el valle que va de la Sierra Nevada a la serranía del Perijá, han sido con frecuencia duramente golpeados por nuestra guerra. “En este país hay ocho millones de desplazados”, dice alguien en un momento. “¿Cuántos Leandros Díaz, cuántos Rafaeles Escalona habrá entre ellos?” Cualquiera reconocerá la validez de la pregunta, sobre todo en zonas donde darle un acordeón a un niño —y esto dicho, y comprobado, sin idealismos ni ingenuidades— puede muy bien robárselo para siempre a las garras de las bandas ilegales. La película conmemora en los créditos finales a todos los que hicieron parte de esta historia y ya no están. El nombre de Consuelo Araújo Noguera estremecerá, seguramente, a los muchos que todavía la recuerdan.
Pero acaso lo que más me gusta del documental de Martín Nova no es ninguna de estas zonas de interés, sino las voces: las voces de estos testigos y protagonistas de la historia riquísima del vallenato. Claro, el vallenato es sobre todo una música narrativa: cuenta cuentos y los cuenta muy bien. O, por decirlo de otra forma, los viejos juglares son juglares, pero sobre todo son cronistas: gente apegada, como se dice en alguna parte, a “la idea de echar noticias”, primero en su comarca y luego saliendo de ella. Lo que hay en el documental es también eso: todo el mundo cuenta historias. Las cuenta Sergio Moya Molina hablando de “La celosa”, y las cuenta Nafer Durán dando una clase magistral sobre los cuatro aires del vallenato, y las cuenta Beto Murgas hablando de la historia del acordeón, y las cuenta también Carlos Vives, que muy bien explica el fenómeno que tuvo lugar cuando él y los suyos tomaron el folclor de toda la vida y lo convirtieron en otra cosa, rupturista y a la vez respetuosa.
La parranda es como el diablo, dice alguien: todo el mundo habla de ella, pero nadie sabe. Tal vez eso es lo primero que pasa con este documental: que terminamos de verlo con la impresión de saber. Y no es la única razón por la que valen la pena estas dos horas de leyenda.
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