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Mercaderes de almas

Hubo una época en la que también millones de europeos huyeron del Viejo Continente y encontraron refugio

Inmigrantes aguardan en la isla de Ellis en EE UU, en una imagen de los años veinte.
Inmigrantes aguardan en la isla de Ellis en EE UU, en una imagen de los años veinte.corbis

Usoni es el título de una nueva serie de televisión de Kenia que se desarrolla en un escenario de ciencia ficción. En el año 2063, Europa es inhabitable, su medioambiente está devastado y los europeos se disponen a huir en masa en dirección al sur, a África. El ojo de la aguja hacia su destino es la isla de Lampedusa, en el Mediterráneo.

En el episodio piloto de la serie, presentado hace poco en Nairobi por Cherie Lindiwe, su directora, se ven imágenes ligeramente movidas; es una producción de bajo presupuesto. Olas oscuras azotan el pequeño cascarón en el que una joven pareja europea trata de alcanzar la isla. El agua salada salpica la cubierta, la pareja se abraza entre viajeros temerosos amontonados. A sus espaldas solo hay oscuridad, ya que hace unos años todos los volcanes de Europa despertaron al unísono: el Etna, el Eyjafjallajökull y otros. Escupieron a la atmósfera densas nubes negras de ceniza, y bajo el techo de vapor se gestó la desdicha.

En su huida por el Mediterráneo, al que en tiempos mejores se referían con arrogancia como Mare Nostrum, los blancos se enfrentan a las infames redes de inmigración ilegales, a las patrullas costeras, a las olas. Pero, a pesar de todo, “Europa ha muerto, aquí ya no queda nada”, dice Ulises, el protagonista (interpretado por el alemán Félix Vollmar), a su pareja Ofelia, que está embarazada. “África es el único lugar al que podemos escapar para construir algo para nosotros”. Los agentes de fronteras los miran con cara de pocos amigos.

La corriente migratoria que salió de Europa estaba formada por una media de medio millón de personas al año. Y eso durante todo un siglo, entre 1824 y 1924. En total, 52 millones de europeos abandonaron sus hogares en ese lapso de tiempo

Es un sugestivo experimento mental, un intercambio de papeles, y tal vez también en cierta medida una fantasía africana de venganza. Usoni significa futuro en suajili. Cuando los refugiados europeos por fin logran llegar a África, tienen que vérselas con las fastidiosas autoridades de inmigración y con el racismo latente de sus acomodados habitantes.

Pero Usoni también describe algo no tan alejado de la realidad. Para verlo no hace falta dirigir la mirada al año 2063. Efectivamente, hoy día hay personas que han huido de África y que están a las puertas de la fortaleza de Europa, mientras la Unión Europea iza los puentes levadizos y, solo en los últimos tiempos,lanza un par de salvavidas al agua (desde principios de año el Gobierno italiano está desarrollando una iniciativa de salvamento de náufragos llamada "Mare Nostrum"). Sin embargo, antes eran los propios europeos los que buscaban refugio. Durante siglos llegaron a tierras extrañas no solo como conquistadores, sino, con mucha más frecuencia, cubiertos de harapos.

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Ahora, cuando el ministro del Interior italiano Angelino Alfano quiere poner de manifiesto la amenaza que los inmigrantes africanos suponen para la UE cita con frivolidad una cifra trágica. En 2011, un año récord, 62.000 africanos se trasladaron a Europa, y en 2014, advierte Alfano, esta cuota podría verse superada. Y lo mismo ha declarado Frontex, el organismo de la UE para la protección de las fronteras, según la cual en este trimestre ya han llegado 26.000 personas por el Mediterráneo, nueve veces más que en el mismo periodo del año anterior.

Pero hay otra cifra mucho mayor y más impresionante. La corriente migratoria que salió de Europa estaba formada por una media de medio millón de personas al año. Y eso durante todo un siglo, entre 1824 y 1924. En total, 52 millones de europeos abandonaron sus hogares en ese lapso de tiempo. En 1882, tan solo de Alemania partió un cuarto de millón de emigrantes. En comparación con eso, hoy día la situación en el Mediterráneo es de práctica tranquilidad. Dice la placa de bronce del pedestal de la Estatua de la Libertad en el puerto de Nueva York  “Dadme a vuestros rendidos, a vuestros pobres. / Vuestras masas hacinadas anhelando respirar en libertad”, poema de Emma Lazarus, ella misma hija de un inmigrante judío. Con ellos se refería, entre otros, a los irlandeses, que en el siglo XIX huían de la plaga de la patata que causó la muerte de un millón de personas, cuatro veces más que la hambruna de 2011 en Somalia; o a los alemanes, que ya en ese siglo y sobre todo a principios del XX, vivían en el lado equivocado de la sociedad: arriba estaban los brillantes botones dorados de los oficiales, abajo, la depresión cada vez más profunda de las masas. Principalmente en los años que siguieron a la proclamación del imperio alemán en 1871, cientos de miles de alemanes pasaron hambre y sufrieron las consecuencias del desempleo; entre 1820 y 1890 eran el grupo más numeroso entre los recién llegados a Estados Unidos.

Todavía hoy en día, en las viejas tabernas, se encuentran placas conmemorativas en recuerdo de aquellos inmigrantes. La única diferencia con el presente es que su Lampedusa se llamaba isla de Ellis. Las “masas hacinadas”, los inmigrantes económicos, eran bienvenidos.

Lo más conmovedor quizá sean las cartas personales que los emigrantes alemanes enviaron a sus hogares, escritas sobre papel amarillento que se deshace poco a poco en los pliegues. Todas las esperanzas a las que hoy día se aferran los jóvenes africanos que huyen en pateras se encuentran ya en ellas, solo que escritas en alemán. El que trabaja duro en Estados Unidos “puede adquirir algunos bienes, y con ellos llevar una buena vida”, dice, por ejemplo, un entusiasmado Alvin Schreiter, emigrante alemán de 33 años, y justamente de eso es de lo que se vio privado por la depresión crónica de Alemania: de una oportunidad justa.

En 1882, tan solo de Alemania partió un cuarto de millón de emigrantes. En comparación con eso, hoy día la situación en el Mediterráneo es de práctica tranquilidad

Hoy día, a principios del siglo XXI, entre los jornaleros africanos que trabajan en el sur de España en condiciones de semiesclavitud, también hay algunos que engañan a sus familias en África. Les dicen que les va de maravilla, que ya son ricos y que pronto los traerán con ellos. Algo así escribía Alvin Schreiter a su antiguo hogar en Sajonia en el siglo XIX: “¿Qué era yo en Alemania. Un pobre desgraciado. ¿Y qué soy en América? Un hombre respetable”. Durante la crisis económica de 1873, él, junto con su esposa y su hija Anna, de un año, cruzaron las peligrosas aguas del Atlántico en un barco bamboleante (en la cubierta todo tenía que estar bien atado, escribe Alvin sobre el viaje, “allí se vomitaba y se cagaba todo lo que quisiese salir”), y luego describe a su familia una tierra de promisión: “Aquí todo crece muy deprisa porque hace mucho calor”. Según él, las patatas se hacían “grandes como jarras de cerveza”.

En realidad, Alvin Schreiter seguía pasando necesidad, como ha descubierto la archivera del Museo de la Emigración de Hamburgo, que actualmente custodia sus cartas y las de muchos otros emigrantes alemanes víctimas de la pobreza. A pesar de todo, envió recado a su madre de que debería reunirse con él para convencerse por sí misma de la existencia de esa tierra de maravilla. “Aquí no hay por qué pasar hambre, porque en América no es costumbre. En todas partes la gente se da festines como en un bautizo. Comemos carne todos los días hasta hartarnos”.

Hasta que su hermano anuncia su llegada en 1879 no admite: “Ahora mismo no te lo aconsejo, porque estamos en un mal momento. Hay centenares de hombres sin empleo. Yo trabajo en una serrería. Hace seis semanas que estoy allí, pero hasta ahora no ha habido día de paga”. Así es la suerte de un recién inmigrado.

La profesión de traficante floreció sobre todo en la Europa del siglo XIX, aunque solo fuese porque entonces el número de clientes en potencia era significativamente mayor que en la actualidad

De muchas misivas se desprende también el anhelo de libertad. En 1835, Heinrich Georg, que acaba de llegar a Estados Unidos, elogia en una carta a su familia los beneficios de la democracia: “Aquí se goza de todas las libertades, del derecho de libre asociación, de concentración,  sin gendarmes ni peligro para la tranquilidad y la seguridad”. Cuenta también que la actitud de veneración hacia los poderosos habitual en Alemania no es costumbre en Estados Unidos: “Quitarse el sombrero, lo mismo que los halagos y las reverencias, no son corrientes, ni siquiera en los tribunales”.

Los traficantes de personas “se aprovechan de la desesperación de los emigrantes”, afirma hoy día Alfano, ministro italiano del Interior. La Unión Europea les ha declarado la guerra con sus aparatos de visión nocturna y las lanchas rápidas de las fuerzas de Frontex. Pero la profesión de traficante floreció sobre todo en la Europa del siglo XIX, aunque solo fuese porque entonces el número de clientes en potencia era significativamente mayor que en la actualidad. “Agentes de emigración”, se llamaban a sí mismos los hombres que contaban bonitas historias sobre la supuesta vida fácil en Estados Unidos, y que organizaban la travesía del Atlántico a cambio de sumas de dinero que equivalían a los ingresos de todo un año. Es más, también solían recibir una comisión de las empresas que realizaban el transporte por cada pasajero que consiguiesen, lo que a veces les animaba a utilizar métodos de captación dudosos y falsas promesas, haciéndoles merecedores del apodo de “mercaderes de almas”. Principalmente en Europa del Este. Se dedicaban a hacer pasar clandestinamente los puestos fronterizos a personas que deseaban escapar de la miseria. Los judíos que, a comienzos del siglo XX, querían huir de los pogromos antisemitas, pero que a menudo no disponían de pasaporte, no tenían otra opción si querían llegar a los puertos de Hamburgo o Roterdam.

Los políticos solían calificar a los traficantes de delincuentes, y los acusaban de comerciar con seres humanos. En cambio, ahora, 150 años más tarde, los libros de historia de Europa presentan bajo una luz diferente, o al menos más suave, a los que ayudaron a los hambrientos y desesperados del continente a empezar una vida nueva. “La demanda cada vez mayor requería que hubiese un asesor capaz de organizar el desplazamiento y de aconsejar a los que querían emigrar”, escribe comprensiva la historiadora Barbara Schuttpelz, por poner un ejemplo. Es cierto, admite, que algunos trabajaban ilegalmente. “Pero, en general, su contribución fue fundamental para que la emigración masiva transcurriese sin problemas”.

El Nuevo Mundo acogió a los emigrantes casi siempre con generosidad, y muchos encontraron la fortuna que buscaban. Ese fue el caso del renano Carl Schurz, que llegó allí en 1852 con apenas 23 años, y que, en un primer momento, quedó conmocionado por la ciudad de Nueva York: “Por fin, allí estaba yo en la gran república, la meta de mis sueños, y me sentía absolutamente solo y abandonado”. 25 años después era ministro del Interior de Estados Unidos y un defensor de la abolición de la esclavitud y del derecho al voto de las mujeres.

Otros tuvieron más dificultades para integrarse. Alvin Schreiter, el emigrante de las patatas supuestamente grandes como jarras de cerveza, se encontraba entre aquellos que, en el siglo XIX, formaron una sociedad paralela en la colonia Saxonia en Pensilvania (Pennsylvanien, decía él), y desde allí escribía a su familia en Zwickau: “Pero América también tiene su lado oscuro, lo cual no gusta a todos. Aquí existe la Ley Dominical, y el domingo no está permitido despachar cerveza, ni aguardiente, ni vino, y solamente entre semana se puede conseguir algo de beber en la taberna”. En algunos Estados de EE UU reinaba incluso la prohibición total: “A esos Estados no vamos”.

Sobre este tema hablaba también Elisabeth Philomena Schmidt, de 25 años, conocida como Else. Cuando su sobrecargado vapor transatlántico se acercaba a Nueva York en 1926, el año de la prohibición, todos los pasajeros alemanes estaban embargados por la visión. “Todos estábamos en cubierta y mirábamos fijamente la mancha oscura de tierra”, escribe en una carta. “¡América! ¿Se cumplirían nuestros deseos? Antes de que nuestro barco entrase en la zona americana, casi todos los hombres estaban achispados. Ninguno sabía cuánto tiempo estaría sin volver a beber vino”.

Más o menos las mismas desdichas que habían dejado atrás, en Europa, seguían presentes allí, es decir, la pobreza y las tensiones políticas, exactamente los mismos ingredientes que hoy día desencadenan las corrientes migratorias en África, aunque solo sean arroyos comparadas con las de la vieja Europa. Elisabeth Philomena Schmidt, nacida en 1901, procede de un barrio miserable de Fráncfort. Alemania está entonces hundida de nuevo en la depresión, se dan golpes de Estado, y una serie de más de 300 asesinatos políticos por parte de la derecha aterroriza a la minoría de demócratas convencidos del país. Tres años antes, la inflación desatada había hecho que todos los ahorros de la familia se evaporasen, y nadie sabía cuál sería el próximo acto de la locura de Alemania.

A lo mejor hoy diríamos que todo esto recuerda a Nigeria o a Libia. Pero ahora, menos de 100 años después, Alemania se encuentra en una buena situación económica y se ha convertido en un destino anhelado por los más pobres en el corazón de una Europa que derrocha medios para aislarse de ellos.

Traducción: News Clips.

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