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La plegaria punk contra Putin en una iglesia que acabó siendo un icono feminista global

La activista y artista rusa Nadya Tolokonnikova, creadora de las Pussy Riot, hace un repaso a la historia del grupo y a la suya propia en un libro que es un alegato a favor del progreso frente a la censura

Nadya Tolokonnikova el pasado otoño en Matadero Madrid.
Nadya Tolokonnikova el pasado otoño en Matadero Madrid.Andrea Comas
Isabel Valdés

Esta historia empieza con un “no” que no fue aceptado, al menos a largo plazo. El de un editor del periódico local de Norilsk, la ciudad rusa donde nació Nadya Tolokonnikova en 1989, unos días antes de la caída del Muro de Berlín. Caminando sobre el permanente suelo congelado de esas calles siberianas, se presentó en la redacción para ofrecer un artículo sobre los catastróficos niveles de contaminación de ese lugar. Tenía 14 años. Le dijeron que era una nena muy maja y que no escribía mal, pero que sería mejor que se limitase a hablar del zoo. Tal vez fue aquella la primera vez que alguien intentó que Toloknó no dijera lo que quería contar, la última no, desde luego. Pero aquel día, como tantos otros después, ella ha encontrado la manera de contar lo que quería contar. Palabra de feminista, subversiva y punk, que la creadora del colectivo Pussy Riot condensa en El libro Pussy Riot, de la alegría subversiva a la acción directa (Roca Editorial, 2018).

Ahora va a cumplir 30 y desde hace tiempo es un símbolo internacional, no solo de la lucha de las mujeres, también del frente contra el capitalismo, la homofobia, la censura, la violencia o la corrupción que denuncia a través de la música y las performances. Una figura que creció después de haber sido encarcelada, junto a María Aliójina, otra de las integrantes, por el Gobierno de Vladímir Putin durante 18 meses. El 21 de febrero de 2012, las Pussy Riot quedaron por la mañana en la estación de metro Kropotkinskaya —en honor al filósofo, geógrafo y teórico anarquista Ruso Peter Kropotkin—, iban enfundadas en medias y gorros de colores y así se metieron en la catedral de Cristo Salvador de Moscú y subieron al altar mayor para cantar Una plegaria punk: Virgen María, llévate a Putin.

Dice que todavía, cuando repasa aquel día, no encuentra un solo momento en el que pensara que iba a ser encarcelada por ello: “Habíamos estado preparando el concierto durante tres semanas, pensábamos entrar, cantar y salir lo más rápido posible. ¿Qué nos arrestaran? Sí. ¿Ir a prisión? No, eso no lo imaginamos jamás”. Cuenta además en el libro que ni siquiera llegaron a cantar el estribillo ni grabaron suficiente como para montar un buen vídeo: “Curiosamente, nos metieron en la cárcel por la peor de todas nuestras actuaciones. Supongo que a Putin no debió de gustarle mucho y diría: “¡Vaya una puta mierda! ¡Que las lleven a la cárcel!”.

Aquel “lugar sagrado”, explica, es ahora algo parecido a un centro comercial: se puede alquilar para congresos y ruedas de prensa, en una zona subterránea bajo el altar hay una marisquería, un lavadero de coches y se venden souvenirs. A ella, después de meses de cárcel, penurias en el campo de trabajo de Mordovia y una huelga de hambre, le concedieron la amnistía el 23 de diciembre de 2013 por la presión internacional, mediática y política, y creó Zona Prava, una ONG para defender a los prisioneros. La Iglesia y el pequeño mercadillo que lo rodea siguen igual. Ambas cosas como metáforas: de la inamovilidad de Toloknó en sus convencimientos y de un sistema viciado e hipócrita.

Esa es solo una de las muchas historias que cuenta a lo largo de 256 páginas divididas en 10 capítulos —10 reglas, desde Hazte pirata hasta Delinque con arte—, compuestos a su vez por tres subapartados (palabras, hechos y héroes) que configuran un álbum de recortes de la rebeldía que caracterizó desde el principio al grupo y que quería compartir como una guía para el activismo. En ellos bate el pasado, las emociones, su insurrección, perspectivas para el futuro, consejos “para no rendirse ante tanta mierda” y una crítica constante hacia la “escasa moralidad de los “sistemas políticos podridos que se permiten aleccionar sobre moralidad y honradez a los mismos ciudadanos a los que oprimen, roban y engañan”.

Habla en inglés, firme. También murmulla en anglosajón. Y piensa mucho antes de contestar, ya sea con una palabra o con diez minutos de explicación. Esta vez, sobre si cree que incurre en contradicciones en su día a día con su propio discurso. Lo hace sentada con las piernas sobre la silla y dando pellizcos de vez en cuando a un trozo de pastel. Después de un buen rato responde que no: “O no las recuerdo ahora mismo, al menos”. Sí es consciente de sus privilegios: “Estaría ciega si no lo viese, pero hay que construir desde ellos, usarlos para bien”.

Está convencida de que la sociedad tiene que “darse cuenta” de que hace falta despertar ante lo que ve como una “normalización del horror”. En el libro lo resume así: “Cuando las pesadillas suceden cada día, la gente deja de reaccionar. Es el triunfo de la apatía y la indiferencia”. Y ante eso, dice, solo se puede ser perseverante: “Ahora más que nunca. En Rusia, cuanto más empezamos a contar las torturas, más atención se les prestaba. Proveer información diaria sobre las injusticias es importante, el pensamiento crítico debe estar en los medios de comunicación y en el arte”. Ella creo en 2013 un servicio independiente de noticias rusa, MediaZona. De la tele, dice, es un instrumento “desaprovechado”. “Me deprimo cada vez que la enciendo”. No la ve mucho en circunstancias normales, pero sí cuando viaja a Estados Unidos. “Allí solo se habla de Trump en las grandes cadenas desde una perspectiva, la de Trump. Pero nunca de lo importante, de la sanidad, la educación, la protección social”.

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O la violencia contra las mujeres. Algo que le hace torcer el gesto. En su casa, su padrastro pegaba a su madre. Ella lo presenció una única vez: "Fue realmente aterrador. Tenía la cara azulada y los ojos rojos, inyectados en sangre por los golpes. Acabó en el hospital y yo me preguntaba si saldría de allí". Salió. Con el tiempo, Toloknó se dio cuenta de que lo que había ocurrido en su casa, sucedía en muchas otras. "Tuve amigas que dormían con un cuchillo debajo de la almohada", cuenta encogiéndose de hombros. "Pero es algo aceptado en Rusia, todavía. Si vas a denunciar no vale de nada, no es un crimen. A él no lo encerrarán y tú lamentarás haber llamado a la Policía".

Trump, Putin, Bolsonaro, la crisis venezolana, la subida de la derecha en Europa… “Parece claro que no nos espera un futuro inmediato brillante, precisamente por eso es necesaria una respuesta contundente, continua y global”, espeta. Aunque sabe que hay quien la tachará de “ingenua”, pone pie en pared ante un panorama que no titubea en definir como “desolador”. "Pero si pensamos que no vamos a cambiar nada, nunca cambiará nada". Para ella la acción es necesidad y urgencia, cree que de verdad sirve y así despide el libro: "Da igual a qué dediques tus actos de desobediencia civil, ya sean mítines, ocupaciones, pinturas, canciones o liberar animales del zoo: lo que importa es que lo hagas, y romper así las redes de la sumisión en pedazos. Recuerda una cosa: si todos los que critican a Trump por Twitter salieran a la calle y no se marcharan hasta que abandonara la presidencia, Trump estaría fuera de la Casa Blanca en menos de una semana. Los desposeídos sí tienen poder".

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Sobre la firma

Isabel Valdés
Corresponsal de género de EL PAÍS, antes pasó por Sanidad en Madrid, donde cubrió la pandemia. Está especializada en feminismo y violencia sexual y escribió 'Violadas o muertas', sobre el caso de La Manada y el movimiento feminista. Es licenciada en Periodismo por la Complutense y Máster de Periodismo UAM-EL PAÍS. Su segundo apellido es Aragonés.

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