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Un cordón sanitario intermitente para la extrema derecha en Europa

Los partidos tradicionales de la UE difieren a la hora de pactar con los extremistas, pero ninguna fórmula evita el contagio de sus ideas

El líder de Vox, Santiago Abascal, y el líder regional del partido, Francisco Serrano, este domingo. MARCELO DEL POZO. En vídeo, entrevista de Santiago Abascal, líder de VOX en Telecinco. ATLASFoto: atlas

Con el ingreso de Vox en el Parlamento andaluz, España ha dejado de ser una rareza en Europa. La vanagloriada excepción española ha dejado de existir y España ha pasado a engrosar la extensa lista de países europeos en los que los populismos de extrema derecha han crecido en asertividad y apoyo de los votantes. El caluroso tuit de felicitación de Marine Le Pen, gran referente de las fuerzas nacionalistas, certificó por escrito el ingreso en la gran familia de la extrema derecha europea. En el club de los irreductibles quedan ya solo Portugal e Irlanda.

Pero la familia ultra europea es muy heterogénea y las formaciones extremistas encuentran un encaje político muy diferente en cada país. Mientras que en países como Alemania o Francia, el rechazo de los partidos tradicionales a cualquier pacto con los populistas ha sido hasta ahora inquebrantable, en otros como Austria o Finlandia, los extremistas conviven en el Gobierno con una derecha desacomplejada.

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Si el Partido Popular o Ciudadanos deciden pactar con Vox, “no sería ninguna novedad en el contexto europeo, donde hay una enorme variedad sobre cómo se relacionan con este tipo de partidos”, explica Sofia Vasilopoulou, experta en populismo de la Universidad de York. “Pero lo cierto es que las investigaciones demuestran que aliarse con los populistas es una estrategia cortoplacista, que a la larga no beneficia a los partidos tradicionales. Por un lado contribuye a legitimar las ideas de la extrema derecha y por otro, los partidos que cooperen con ellos acabarán perdiendo votos, porque una vez que las ideas populistas se hayan expandido entre el electorado, los votantes eligen al partido que las representen con mayor pureza”, añade Vasilopoulou.

En Alemania, la extrema derecha de Alternativa por Alemania (Afd) entró con fuerza —92 diputados, 12,9% de los votos— por primera vez el año pasado en el Bundestag. Un país que se creía vacunado por la historia, se ve ahora obligado a enfrentarse a diario a sus fantasmas. Y hasta ahora, los partidos tradicionales, es decir, todos los del arco parlamentario, han optado por hacerlo manteniendo un férreo cordón sanitario en torno a la formación ultra. Es decir, ningún partido pacta con Afd. Esta semana, la CDU elige al sucesor de Merkel al frente del partido y ninguno de los tres candidatos en liza se ha atrevido a proponer ningún tipo de colaboración con los extremistas.

La modernización pendiente de Vox

Con la familia ultranacionalista europea Vox comparte el espíritu de revancha y contrarrevolución contra lo que consideran la corrección política, que bebe de consensos heredados de mayo del 68: multiculturalidad, feminismo, modelo de familia tradicional y una idealización nostálgica de un pasado al que prometen volver. El conflicto catalán es sin embargo una seña de identidad diferenciador y el gran motor del partido español.

“Son un partido joven que da la impresión que son un pastiche de ideas de otros populistas europeos. Son antiinmigración y antiislámicos, como la mayoría y quieren hacer España grande de nuevo como Trump con América”, piensa la politóloga Sofia Vasilopoulou.

La guerra declarada por Vox al feminismo, les separa en parte del resto de movimientos, sobre todo en la Europa occidental, “que se han modernizado para tratar de atraer al mayor número de votantes, incluidas mujeres. Si Vox quiere expandir su base, tendrá que modernizarse”, agrega Vasilopoulou.

Pero por un lado, está por ver qué sucederá el año próximo, cuando se celebren elecciones regionales en el Este de Alemania, bastión de los ultras y se conviertan con cierta probabilidad en socio imprescindible para gobernar. Y por otro, es evidente, que el llamado cordón sanitario impuesto a Afd no solo no les ha debilitado, sino que en la oposición, desde el victimismo y a golpe de escándalo desde las tribunas del Parlamento, han engordado según las encuestas. Ese es precisamente uno de los debates recurrentes en muchas capitales europeas que se plantean cuál es la mejor fórmula política para poner coto a las formaciones extremistas.

La cuna belga

El dilema respecto al llamado cordón sanitario nació en Bélgica, para evitar el acceso al poder de la extrema derecha. El pacto de los partidos mayoritarios, todavía vigente, nació en Flandes tras el llamado domingo negro de 1991, cuando el partido ultraconservador e independentista Vlaams Blok o VB (hoy, Vlaams Belang) obtuvo un éxito electoral sin precedentes que disparó las alarmas.

La cuarentena impuesta a VB surgió de los Verdes y se fundó en la incompatibilidad de gran parte del programa electoral del Blok con los principios de la Convención Europea de Derechos Humanos. Ese criterio se ha mantenido hasta hoy. Y es el que permite a la clase política belga establecer un cordón sanitario en torno a VB mientras acepta a otras formaciones de extrema derecha (como NVA) o de extrema izquierda (PTB). A diferencia de VB, ninguno de esos partidos cruza la línea roja atravesada por VB: defender la discriminación entre ciudadanos en función de su nacimiento.

En Francia, los conservadores pasaron de una convivencia inicial con el Frente Nacional de Jean-Marie Le Pen a un aislamiento a partir de 1986, cuando la formación inició su ascenso en la Asamblea Nacional. El cordón, menos estricto que el belga, dejó paso a un endurecimiento del discurso conservador que bajo el liderazgo de Nicolas Sarkozy (primero, como ministro del Interior, y luego, como presidente de la República) intentó y logró restar apoyos al Frente Nacional. En 2017, Marine Le Pen se quedó a las puertas del Elíseo, derrotada in extremis por Emmanuel Macron. El FN se ha convertido en la principal fuerza de oposición y los conservadores (Les Republicains) han iniciado un giro más a la derecha.

Holanda es otro de los países europeos en los que rige el cordón y donde el poderoso Partido por la Libertad (PVV), de Geert Wilders, no encuentra socios con quién gobernar, a pesar de haber quedado en segunda posición en las pasadas generales. Wilders, cuyo partido, el PVV parece haber perdido fuerza, es un pionero del movimiento, que consiguió diluir la pátina rancia que tradicionalmente envolvía a los partidos ultras y que marcó el camino a sus partidos hermanos, identificando la lucha contra el islam como la gran emergencia europea.

Pero ni en Bélgica, ni tampoco en otros países, el cordón ha impedido que sus tesis contagien al resto de formaciones. Por ejemplo, la NVA belga, principal partido del país, ha asumido buena parte de las tesis de VB en relación con la inmigración. Y en Alemania, los conservadores bávaros abrazan también con escaso reparo las tesis y sobre todo la retórica de unos populistas capaces de marcar la agenda tanto dentro como fuera del Gobierno. Aunque el contagio es más evidente aún en países donde no ha habido cordón sanitario, como Austria.

Ultraderecha en el Gobierno

Austria es el modelo opuesto, donde la ultraderecha FPÖ, gobierna con el partido conservador del canciller Sebastian Kurz desde hace un año. Allí, el desgaste de una gran coalición dio alas a una extrema derecha xenófoba, que ha encontrado en Kurz, representante del ala más dura en materia de inmigración, un socio de Gobierno compatible.

El caso austriaco constituye precisamente una prueba irrefutable del avance en Europa del discurso y las formaciones ultras. Porque si en el año 2000, cuando los partidos austriacos forjaron una coalición similar con el fallecido Jörg Haider a la cabeza, media Europa –instituciones comunitarias incluidas- se llevaron las manos a la cabeza, ahora, la aceptación de la nueva normalidad no ha provocado excesivos aspavientos, ni en otras capitales, ni en Bruselas.

Pero si un país ha ido por delante del resto de Europa en la erosión del sistema bipartidista de la posguerra y en la irrupción de fuerzas extremas ese ha sido Italia. La democracia cristiana y la socialdemocracia casi se desintegraron en la recta final del siglo XX y dejaron paso a Silvio Berlusconi, un empresario multimillonario que anticipó muchos de los rasgos del populismo y el trumpismo de la actual década. Pero Italia ya no está ahí. Ha pasado a la siguiente pantalla. Y desde el 31 de mayo cuenta con un Gobierno de coalición de los extremos, que une a 5 Estrellas, el grupo fundado por el humorista Beppe Grillo, con la Lega, la antigua Liga Norte.

La Lega, liderada por Matteo Salvini, ha desbancado a Marine Le Pen como referente de la ultraderecha europea. Salvini, que incluso sopesa presentarse en 2019 como candidato de la extrema derecha a la presidencia de la Comisión Europea, ha convertido la lucha contra la inmigración ilegal en el eje de la batalla mediática, con grandes réditos electorales, según le auguran todos los sondeos.

Bajo el lema de "los italianos, primero" o "la revolución del sentido común", Salvini explota todos los resortes de la propaganda habitual en los movimientos xenófobos y populistas, como identificar la delincuencia o la venta de droga con la inmigración. Pero a diferencia del RN de Le Pen (Rassanblement National) o de Vox en España, la Lega es contraria al centralismo e, incluso, defendió en sus orígenes la secesión de las provincias del norte de Italia en las que nació y creció hasta convertirse este año en el tercer partido más votado en todo el país.

Las barreras también saltaron hace tiempo en Finlandia, donde el grupo ultraconservador conocido como Verdaderos Finlandeses forma parte desde 2015 de un Gobierno de coalición de centro-derecha. En Dinamarca, no se ha ido tan lejos, pero el Gobierno actual (encabezado por los liberales) depende del apoyo parlamentario del Partido Popular Danés, catalogado también en el extremo derecho del arco político. Solo en Suecia, las fuerzas tradicionales se resisten a contar con el apoyo de la extrema derecha, lo que ha impedido por ahora la formación de un Gobierno tras las elecciones del pasado mes de septiembre.

Tanto en Bélgica como en los países nórdicos, los partidos de extrema derecha ponen el énfasis en la política antinmigración, rayana en la islamofobia en los últimos años. En políticas de igualdad de género o de libertades individuales, su ideario está mucho más alineado con las formaciones tradicionales, aunque en ciertos casos se resisten al matrimonio homosexual o al reconocimiento de ciertas técnicas de reproducción.

Homofobia y antisemitismo

En los países de Europa central y del Este, donde el cordón sanitario brilla por su ausencia, el coctel de la extrema derecha suma todos los ingredientes, desde la xenofobia y la homofobia al antisemitismo, el euroescepticismo o la intransigencia moral. Y esos rasgos salpican a partidos ya afianzados en el poder y que forman parte a nivel europeo de grupos políticos tradicionales. Los casos más prominentes son el Gobierno húngaro de Viktor Orbán (miembro del PPE) o el polaco del partido Ley y Justicia (perteneciente al grupo Conservadores y Reformistas en el Parlamento Europeo).

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