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Faltamos los hombres

¿De verdad queremos seguir viviendo en una sociedad que discrimina a nuestras madres, hermanas, esposas, hijas y amigas solo porque son mujeres? No cabe la menor duda de que ellas están haciendo su parte; nosotros, no

RAQUEL MARÍN

La violación de derechos humanos más masiva e importante de nuestro tiempo afecta a la mitad de la población del planeta y ocurre todos los días delante de nosotros, unas veces silenciosamente, otras de forma estruendosa. Porque aunque la declaración universal de derechos abre en su artículo primero con la proclamación de que “todos los seres humanos nacen libres e iguales en dignidad y derechos”, la realidad es bien diferente.

Solo por el hecho de nacer niña, esa persona tendrá automáticamente menos oportunidades educativas y laborales y será más proclive a sufrir discriminación e incluso violencia que si naciera niño. En la escuela, si llegan a ella; en el trabajo, si acceden a él; y en la familia, incluso cuando consigan formar una libremente y sin coacciones, las niñas y mujeres vivirán toda su vida bajo la sombra de la discriminación.

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Esa discriminación les seguirá desde la cuna hasta la tumba. La ausencia de aproximadamente 160 millones de mujeres, víctimas del aborto selectivo o el infanticidio femenino, muestra la brutal magnitud de la discriminación por razón de sexo con la que vivimos, que todavía hoy lleva a muchas familias, bien por razones económicas o por prejuicios sociales, a considerar imposible de asumir la pesada carga de criar y alimentar a una niña (“criar una hija es como regar el jardín del vecino”, se dice en algunos países).

En la educación, a pesar de los grandes avances en alfabetización registrados en las últimas décadas, 500 millones de mujeres siguen sin saber leer o escribir y por tanto sin poder tomar pleno control sobre sus vidas. También aquí el legado de la discriminación es evidente, pues dos tercios de todos los analfabetos de este mundo son mujeres, frente a solo un tercio hombres. Eso significa que en los países menos avanzados las mujeres serán aún más pobres y más vulnerables que los hombres y vivirán subordinadas a ellos.

La igualdad genera riqueza y oportunidades para todos mientras que la desigualdad empobrece

En el trabajo, la discriminación significará que a lo largo de su vida laboral las mujeres que consigan acceder al mercado laboral (solo la mitad de ellas lo lograrán, frente a tres de cada cuatro hombres) tendrán empleos peores, jornadas más largas a cambio de salarios más bajos, les costará mucho más ascender y encontrarán muchos obstáculos para acceder a los puestos directivos desde los que instaurar políticas de igualdad (solo hay un 4% de mujeres al frente de las 500 empresas más grandes del mundo). Mientras tanto, en el hogar, las mujeres asumirán de forma preponderante las tareas domésticas, incluido el cuidado de los hijos, así como la limpieza del hogar y la alimentación de la familia, en muchos casos a tiempo completo y sin recibir un salario, pensión o incluso el más mínimo reconocimiento.

Toda esta discriminación se trasladará y reflejará en la política, donde solo encontraremos una mujer por cada cinco hombres en las asambleas parlamentarias y en las presidencias de los tribunales constitucionales del mundo, lo que generará un bucle sumamente difícil de romper vía cambios legislativos o sentencias judiciales. La falta de igualdad también afectará a la economía, porque una sociedad que discrimina a la mitad de sus miembros, además de ser moralmente pobre, lo es económicamente, pues la igualdad genera riqueza y oportunidades para todos mientras que la desigualdad empobrece.

A esta lacerante suma de violaciones del derecho de las mujeres a la igualdad se suma la violencia de género. Según Naciones Unidas, una de cada tres mujeres ha sufrido en algún momento algún tipo de violencia física, incluida la sexual. Por no mencionar los 200 millones de niñas y mujeres que han sido víctimas de mutilación genital, la prevalencia de la violencia sexual en conflictos bélicos o la trata de mujeres y niñas con el objeto de explotación sexual (aproximadamente 12 millones de mujeres son secuestradas, vendidas y explotadas cada año con fines sexuales). La violencia de género es una lacra que no conoce fronteras ni distingue entre países, edad, renta o niveles educativos y que se cobra la vida de un buen número de mujeres todos los años (solo en España, 44 en 2016).

A pesar de tan demoledoras cifras y una realidad tan brutalmente diáfana en cuanto a la discriminación de las mujeres, se tiende a considerar el problema de la discriminación como un problema de las mujeres; solo en menor medida un problema colectivo de la sociedad, y en mucha menor escala un problema que los hombres deban asumir como prioritario. Ellas son las víctimas y es lógico que se movilicen. Pero ¿no es hora de hablar también de los hombres, de nuestro papel en esta lucha para lograr que el artículo 1 de la Declaración Universal de Derechos Humanos se aplique de una vez por todas a la mitad de la población mundial?

La violencia de género es una lacra que no conoce fronteras ni distingue entre países, edad o renta

Son muchas las razones que tenemos los hombres para dar un paso más allá de la habitual indiferencia (“es cosa de ellas”) o de la simpatía sin más consecuencias (“tienes mi apoyo”). Porque los hombres somos fundamentales en esta ecuación: una veces de forma directa, como beneficiarios de la discriminación económica y social o, peor aún, como perpetradores de la violencia; otras por nuestra pasividad, que hace difícil que las cosas cambien. Unos porque se sienten amenazados por el ascenso de la mujer, otros porque se sienten indiferentes y piensan que la lucha no va con ellos, y otros porque querrían hacer algo al respecto pero no saben muy bien qué, el resultado es la invisibilidad de los hombres, tanto individual como colectivamente, en la lucha por la igualdad de las mujeres.

Los hombres hablamos a veces con las mujeres de estos temas, pero nunca lo hacemos entre nosotros. Es hora de abrir esa conversación sobre nuestro papel en esta lucha, examinar nuestras actitudes, exponernos a la crítica, comenzar a reflexionar sobre qué podemos hacer o dejar de hacer en casa, en la escuela o en el trabajo. Aunque solo sea para garantizar un nuevo comienzo, deberemos aceptar que nos sintamos culpables o no (lo que quizá sea un debate estéril), lo innegable es que tenemos una responsabilidad que en modo alguno podemos eludir. ¿De verdad queremos seguir viviendo un minuto más en una sociedad que discrimina a nuestras madres, hermanas, esposas, hijas y amigas solo porque son mujeres? No cabe la menor duda de que ellas están haciendo su parte, y que incluso pagan con su vida la rebeldía y su lucha en favor de la igualdad. Nosotros, sinceramente, no podemos decir lo mismo. Fijémonos un objetivo: poder mirar a la cara a nuestras hijas y decirles que hacemos todo lo que podemos para que no sean víctimas de la discriminación solo por el hecho de ser mujeres.

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