La isla de los viejos
En Pariti, un pueblo boliviano rodeado por el lago Titicaca, se han quedado sin sacerdote, sin jóvenes y sin su medio de vida: la pesca
En la cara oeste de Pariti, una isla boliviana del tamaño de un gran asteroide rodeada por las aguas del lago Titicaca, una piedra vertical con un orificio apaisado decide el destino de sus habitantes. Leandro Callizaya, un campesino de labios arrugados y 63 años, dice que el que cruza sin dificultad a través de este agujero profético es bendecido con una salud de hierro, y cuando alguien fracasa al intentar traspasarlo “recibe el castigo de la Madre Tierra” y a veces se muere.
Algunos de los más longevos de la isla se enfrentaron a él con éxito en sus tiempos mozos y todavía se mueven por sus terrenos de labranza como si tuvieran la energía de un adolescente. Desde mediados de los noventa, sin embargo, el abandono juega en contra de sus habitantes, hombres y mujeres con las sandalias llenas de barro y el semblante serio. “La mayoría de los jóvenes se han marchado a ciudades como La Paz o El Alto para estudiar o buscar trabajo”, lamenta Gerardo Limachi, un tipo fornido de 49 años y pómulos pronunciados. “Antes manteníamos a nuestras familias gracias a la pesca: sacábamos entre 600 y 800 peces diarios, íbamos a las ferias de las poblaciones cercanas y hacíamos trueque. Ahora apenas conseguimos 40 o 50 y lo que ganamos no alcanza ni para fideo”.
En Pariti quedan 42 familias. En una década, calculan, no habrá ni un
solo alumno en la escuela
Todas las mañanas, a la hora en que los gallos cantan, los más madrugadores de Pariti ya están en sus botes de madera para lanzarse al agua. Son las 6.30, las primeras luces del alba cubren el lago con un manto violáceo y Limachi rema a través de un laberinto de plantas de totora mientras su pareja se encarga de recoger las redes. Los movimientos de su mujer son como los de un autómata que no se aburre de repetir los mismos gestos metro tras metro: primero jala, luego desenreda y finalmente deposita los pescados que quedaron atrapados sobre un plástico celeste.
Según Limachi, el aroma que les acompañaba antes era el del té caliente de sultana con el que les esperaban cuando regresaban a casa. Desde hace algún tiempo, sin embargo, el olor a basura y a huevo podrido a ratos es insoportable y algunos se enferman.
Los vertidos llegan a la bahía de Cohana a través de los ríos que pasan cerca de las empresas (fábricas de baterías, plásticos, textiles…) instaladas en los puntos más poblados del Altiplano y se han adueñado poco a poco de las áreas menos profundas del Titicaca. Según Donato Corani, un especialista en temas ambientales de 50 años, su superficie –de color verde esmeralda en algunas zonas por culpa de los desperdicios– se ha convertido en un basurero gigante en el que se acumulan metales pesados que ahuyentan a los peces. Corani dice que en la bahía uno puede hallar de todo: “Zapatos, llantas, hasta perros muertos”; calcula que hay 5.000 afectados por los desechos y cree que lugares como Pariti podrían desaparecer en 30 o 40 años: se están extinguiendo.
En la isla, antaño vivían en torno a 300 personas. Hoy apenas quedan 42 familias. Ya no hay ni siquiera sacerdote. El campo de fútbol casi siempre está vacío y más de una veintena de casas están habitadas solo por las arañas.
Antes del boom de la telefonía móvil, para entrar a Pariti había que encender una gran fogata en Quewaya, la población de enfrente; y cuando las llamas alcanzaban una altura considerable, casi siempre había un barquero disponible para recoger a los viajeros. Hoy son más los que salen de la isla que los que entran. Los herederos legítimos de Pariti se han ido a España, a Argentina o a las ciudades de La Paz y El Alto, y en sus calles lo habitual es cruzarse con gente mayor de 60 años que cuida vacas y habla en aimara. Pariti es una isla de viejos, una isla olvidada. El éxodo, según Limachi, es una historia que se repite constantemente, y los que se han ido, un triste recuerdo.
Eusebio Callizaya tiene 95 años, utiliza un bastón para sostenerse y asegura que, hasta mediados del siglo XX, Pariti era un paraje casi aislado dominado por los patrones. Según él, el primero que se instaló en la isla fue Pablo Pacheco, un hacendado que tenía un calabozo para castigar a los agricultores díscolos. Y el segundo, Martin Frantz, un alemán que compró la isla después de que Pacheco muriera ahogado en el lago. Los campesinos solían entregarles parte de sus cosechas y dependían de ellos, y no recobraron su independencia hasta después de la reforma agraria de los años cincuenta.
Callizaya, que camina despacio porque está mal de la vista, hace mucho que no comparte estos recuerdos con sus nietos porque ninguno de ellos vive en la isla. “Aquí no hay médico y cuando me indispongo recurro a los remedios naturales, como el hinojo o la hoja de coca. Me siento cansado. Ya quisiera morir”, dice en aimara, y luego se retira hacia su dormitorio con el cuerpo encorvado.
A Benita Tarque, otra vecina, la encontramos unos minutos después en una de las esquinas de la plaza. La anciana tiene 70 años, 5 hijos, 11 nietos y los ojos rojos, y lleva un tejido andino de colores fuertes ajustado a la espalda para transportar leña. Dice que solo uno de sus hijos decidió permanecer en Pariti y que le preocupa el resto.
Alejandra Mamani, de 93 años, tiene los pies hinchados y los cabellos largos. Sigue peinándose sola cada mañana con la ayuda de un simple cubo con agua. Y también carga una gran pena encima: dos de sus hijos yacen bajo tierra.
La isla está plagada de gente con canas que casi siempre habla de sus dos, tres, cuatro, cinco, seis o más nietos con un tono de ausencia. Probablemente, en algún momento, todo esto quedará desierto.
Los que se mueren suelen hacerlo en silencio: cierran los ojos, se les para el corazón y no despiertan al día siguiente; o se accidentan, están algunas semanas convalecientes y se van consumiendo como si fueran cigarros.
La hija menor de Gerardo Limachi asiste al colegio de lunes a viernes con una mochila con la forma de un oso panda. Su profesor, Marcelino Morales, tiene una camisa oscura y 56 años, y lleva ocho en la isla compartiendo sus conocimientos.
En el aula, el mobiliario es austero: hay dos bancas medianas de madera, una mesa, tizas usadas, una pizarra blanca con ejercicios de matemáticas y una pizarra negra en la que una niña trata de esbozar algunas sílabas: ma, mo, me, mi, mu.
Cuando Morales comenzó a dar clases había más de 30 alumnos. Ahora son solo tres y el maestro piensa que en menos de una década no habrá ni uno.
Paradójicamente, el sector del lago en el que nos encontramos es conocido en aimara como Wiñaymarka, que en castellano quiere decir “pueblo eterno”.
elpaissemanal@elpais.es
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