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EL PULSO
Crónica
Texto informativo con interpretación

La Academia de la Mala Lengua

Esta peculiar institución nada a contracorriente desde los años ochenta y sus académicos abogan por la ironía, los dobles sentidos y el buen humor

Los académicos de la Mala Lengua son, entre otros, folcloristas, archiveros, antropólogos y músicos.
Los académicos de la Mala Lengua son, entre otros, folcloristas, archiveros, antropólogos y músicos.

En el mundo hay 22 academias de la lengua española –la primera, la Real Academia Española (RAE), se fundó en Madrid en 1713– y solo una Academia de la Mala Lengua. La cuna de esta peculiar institución, que nada a contracorriente desde los años ochenta, queda en Sucre (Bolivia) y sus académicos son distinguidas personalidades —folcloristas, archiveros, antropólogos y músicos, entre otros— que abogan por la ironía, los dobles sentidos y el buen humor. “Mientras que la RAE tiene un lema que dice: ‘Limpia, fija y da esplendor’, la Academia de la Mala Lengua estimula y da escozor”, explica Luis Ríos Quiroga, uno de sus miembros. “Agudiza el ingenio y se enfrenta a la beatería y al conservadurismo que se adueñaron de la ciudad”, añade luego este profesor jubilado de baja estatura y dicción pausada en una biblioteca del tamaño de un trastero.

Al contrario que la RAE, que sesiona a pocos metros del Museo del Prado, en una sede con ambientes tan elegantes como los de los hoteles Sheraton, la Academia de la Mala Lengua lo hacía primero en un espacio casi homónimo, el Che Ratón, un local que servía bebidas espirituosas y platillos típicos; y después –y hasta el momento–, en las casonas viejas de salones amplísimos y vajilla fina de algunos de sus integrantes.

Los académicos de la Mala Lengua no están preocupados ni por la ortografía, ni por las normas para unificar el castellano, ni por los diccionarios. Ellos velan más bien por la memoria del querendón de su tierra. Se reúnen en torno a un piano, una guitarra o un armonio y recuerdan las letras del cancionero popular sucrense, que tiene a la chola (a la mujer de sombrero hongo y pollera) como protagonista. Animan cada velada con coplas y ritmos tradicionales, como la cueca o el bailecito. Ponen apodos a amigos y conocidos –por ejemplo: a una joven que participó en un desfile de carros alegóricos le decían Madre Patria por su belleza–. Y son pícaros: en una ocasión, en mitad de una velada, uno de ellos dio varios pasos de baile con un pañuelo mientras hacía amago de desempolvar las partes íntimas de su pareja; y en otra, una de las mujeres del grupo salpicó su cuerpo con gotitas de whisky porque pensaba que así se veía más exuberante.

La irreverencia y la habilidad para tomar el pelo son herencia de los intelectuales que les precedieron, como el poeta Nicolás Ortiz Pacheco. De él se cuenta que un día, mientras hacía sus necesidades frente a la puerta de la catedral, le reprendió su tía: “Nicolasito, eso no se puede hacer aquí”; y que a continuación él se libró de ella con una hábil respuesta: “Pero tía: yo estoy pudiendo nomás”. “En gente como él, rebelde, talentosa y traviesa, nos inspiramos muchos de los académicos de la Mala Lengua”, dice Luis Ríos. “Y debido a su influencia, nos volvimos inconformes y contestatarios”.

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