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Cesc Gay: “Este mundo regido por las redes sociales me parece lo peor”

En su última película, ‘Truman’, protagonizada por Javier Cámara y Ricardo Darín, Cesc Gay ha abordado el tema de la enfermedad Ha retratado la adolescencia, la confusión que gobierna la treintena, el matrimonio, las mentiras y otros desastres que frecuentan la cuarentena

Foto: Caterina Barjau / Vídeo: 'Trailer' de 'Truman'.
Elsa Fernández-Santos

Cesc Gay (Barcelona, 1967) aprendió cine en una humilde escuela municipal, viendo los ciclos de La 2 y experimentando con la super 8 de su padre, una cámara que despertaría su fascinación por un medio que ya entonces –finales de los ochenta– empezaba a acusar severos achaques de nostalgia. Truman, su nueva y tal vez mejor película, cosechó en el último Festival de San Sebastián la Concha de Plata ex aequo para sus dos intérpretes principales: Ricardo Darín y Javier Cámara. Cuenta una historia sencilla, estructurada como una road movie callejera, en la que un hombre regresa a Madrid para despedirse de su amigo, un enfermo de cáncer desahuciado cuya única preocupación es qué pasará cuando él ya no esté en este mundo con su perro, Truman. Un itinerario físico y emocional que habla sin mencionarlos de sentimientos imperecederos.

Con aspecto de bajar del monte y no de un piso, el cineasta nos recibe en una mañana otoñal, horas antes de que el más cinematográfico de todos los medios de transporte, el tren, escenifique con un supuesto sabotaje en las líneas del AVE una nueva y grotesca grieta entre Madrid y Barcelona. En la desvencijada oficina de Marta Esteban, productora catalana de todas sus películas, nacida en la bonanza de los años noventa y hoy una resistente más de una industria apaleada, el cineasta hablará de la amistad, de la muerte, del pudor y de una sociedad sobrecargada de opiniones. “No me interesa ni la mía ni la de los demás”, asegura en uno de los pocos instantes en que asoma una lejana irritación en su hermético y en apariencia sereno carácter.

Krámpack (2000) era una película sobre la adolescencia. En la ciudad (2003) retrataba la confusión de la treintena, también los primeros amores importantes. En Ficción (2006) y en Una pistola en cada mano (2012) se detenía en la cuarentena, el matrimonio, las mentiras y otros desastres, y ahora, con Truman, llega la hora de la enfermedad. Se diría que su cine cumple años con usted. No es algo consciente, pero así ha sido, y solo debería preocuparme si la siguiente es sobre fantasmas. En serio, ni lo he buscado ni lo he pensado, pero lo cierto es que parto de cosas cercanas, no relacionadas directamente conmigo, pero que de alguna manera me tocan, y por desgracia lo que ahora, por edad, me corresponde son los primeros muertos. Con 25 años mis preocupaciones eran otras.

En la anterior los hombres salían especialmente mal parados. Era una parodia de los peores defectos masculinos. Esta película, sin embargo, es todo lo contrario. Es un canto a una masculinidad mucho más positiva, casi épica. En Una pistola en cada mano fue totalmente deliberado, quería hacer una comedia y decidí empezar conmigo, o con nosotros, y por eso está hecha con toda la mala leche posible. Truman viene de otro lugar. Yo no quería hablar de hombres, pero es verdad que si las protagonistas hubiesen sido mujeres sería otra película. Ellos se reflejan como hombres en una forma más pudorosa de decirse las cosas y yo quería transitar este viaje a la muerte desde este lugar en el que se habla menos.

¿Cree que hombres y mujeres se enfrentan a la muerte de distinta manera? No. Pero dos mujeres en esa misma situación… Su forma de comunicarse hubiese sido más expresiva y seguramente mucho más física, se hubiesen dejado llevar un poco más, y eso, que en la vida es una virtud, no me interesaba como relato. Al ser dos hombres, hay una contención añadida inevitable.

Cesc Gay

Nacido en Barcelona en 1967, es el hijo mayor de un pequeño empresario de informática ("cuando la informática no era la informática") y un ama de casa que trabajaba junto a su marido. Estudió Periodismo, pero fue en una escuela municipal de cine donde descubrió su verdadera vocación. Debutó en 1998 con Hotel Room, rodada durante dos semanas en la habitación de un hotel neoyorquino junto al argentino Daniel Gimelberg. En 2003 logró con En la ciudad cuatro candidaturas a los Goya, y Eduard Fernández, uno de sus actores fetiche, se llevó el premio a mejor intérprete secundario.

Contención y a veces negación, los dos hombres no quieren enfrentarse a la realidad mientras la única mujer [interpretada por la actriz argentina Dolores Fonzi], sí. Ella es más práctica, el personaje sale poco, pero es fundamental porque les confronta con esa realidad que ellos a veces parecen negar.

Javier Cámara cuenta que en el rodaje les decía que grabaran llorando y que luego repitieran lo mismo pero sin llorar. ¿Es que los hombres no lloran? Sí que lloran, cada vez más. Pero no es eso. La película está estructurada desde la mirada de Javier, él es el protagonista. El espectador va con él, porque él y el espectador no van a morir. Yo eso lo tenía muy claro y por eso no podía dejar que el personaje se liberase hasta el final. Es un problema de tensión. Es como escribir una comedia romántica y al minuto 20 meter en la cama a los personajes principales. En ese preciso instante se acaba la película, deja de funcionar.

El perro es un arma para contener esa tensión. El silencio cobra un valor físico gracias a él. El perro es un espejo de Julián [personaje de Ricardo Darín], está viejo y cascado como él. La línea de acción la marca el perro. Y los perros en cine ayudan a despistar; tiene algo cómico, su presencia era una manera de alejarnos del peso de la muerte. Por eso luché mucho para que estuviera en el cartel. El perro es un respiro. Un animal relativiza las cosas, te mira y te dice: “Sí, te vas a morir, así que mejor relájate”.

El silencio, el pudor, parecen cada vez más valores en desuso. En la ficción, desde luego; en la vida real, creo que menos. Al menos aquí, en Cataluña, somos bastante así, retraídos y serios. Los sentimientos no se expresan o cuesta más expresarlos. Al menos yo lo siento así. Es una generalización, pero creo que responde a una realidad.

¿Tanto como para no poder hablar con un hijo de la muerte? Con un hijo cuesta especialmente. Yo lo he vivido. Con un padre, un hermano o un hijo es especialmente difícil. El tópico es cierto: es más fácil contarle tus problemas a un camarero en la barra de un bar que a los tuyos.

¿Y cómo es su experiencia con la muerte? Fue hace tiempo, pasé por algo parecido, acompañé a un ser querido en un camino así y escribí mucho. Lo hice sin darle orden, sabiendo que quizá algún día lo usaría. Escribí escenas surrealistas, de humor, tristes, terribles. Pero solo era un puzle, fichas que no tenían forma. Durante muchos años lo dejé aparcado porque no sabía qué hacer con eso. Pasó el tiempo, hice otras películas, me curé, pasé el duelo y un día pensé: “¿Y si son amigos?”. La idea de un mano a mano entre dos viejos amigos, lejos de un entorno familiar, me daba un tono de humor que yo necesitaba porque lo que no quería bajo ningún concepto era un drama, bastante drama ya es la vida.

¿Qué esconde ese afán suyo por quitarle hierro a las cosas? Miedo, supongo. Somos muy frágiles.

La amistad es un tema recurrente de su cine. No sabría vivir solo en un ámbito familiar. Creo que los amigos, sobre todo en las ciudades, te equilibran. Tu vida de pareja no podría ser igual sin amigos. Yo necesito a mis amigos.

¿Y sería capaz de traicionar a un amigo por un buen personaje? No. Nunca. Yo le doy un altísimo valor a la amistad.

Los personajes de sus pelícu­las son de una generación determinada, urbana y confundida, nacida a finales de los sesenta, que crecieron en plena Transición y que han encontrado en general poco eco en la gran pantalla. ¿A qué lo achaca? Ni siquiera sé si mi cine responde a una generación concreta o solo me refleja a mí, solo sé que tiene que ver con el momento que vivimos y la realidad que me rodea, pero no sabría ir más allá. Solo sé que nunca pienso en películas de gente que está en una nave espacial o que ocurren fuera de la realidad.

La mirada a lo cotidiano es lo más bestia que existe. Siempre he necesitado establecer un vínculo con lo que veo

Trata de encontrar lo extraordinario en lo cotidiano. ¿Para qué irse lejos cuando tienes el conflicto al lado? Lo cotidiano es infinito. Como espectador, necesito reconocerme en la pantalla. La mirada a lo cotidiano es lo más bestia que existe. Siempre he necesitado establecer un víncu­lo con lo que veo. Por eso me gustaba tanto de joven Rohmer. Establecía una conexión directa con los personajes. Esos que estaban en la pantalla eran exactamente como yo, les habían dejado, les habían engañado o se les moría alguien.

Tan cotidiano como los vecinos de su debut teatral de hace unos meses, Els veïns de dalt (Los vecinos de arriba). Sí, esa historia parte de una realidad, de los gritos que profería una vecina todo el rato y especialmente cada vez que follaba. Aquello puso muchos asuntos sobre la mesa de mi casa, con mis hijos. Yo solo tiré del hilo. Es una comedia, pero no tiene gracia.

¿Cuál es la mayor dificultad que le plantea la educación de sus hijos de 14 y 10 años? Yo educo desde el ejemplo. Así me educaron a mí. Sin muchas palabras. Creo que los padres son un espejo, y los hijos imitan lo que ven en casa. Así que para educarles me fijo en mi propia conducta.

¿Ha pensado en hacer una película sobre padres e hijos? Tenía una historia. Yo soy muy fan de Charlie Brown, el de Snoopy. Tenía que ver con ese mundo, era bastante burra. Pero la idea de rodar con niños me resulta aterradora. Es muy difícil.

Estudió cine en Barcelona, pero entonces no existía esa factoría de talento llamada Escuela Superior de Cine y Audiovisual de Cataluña, la ESCAC. Yo empecé Periodismo y cine en el mismo año, en una escuela municipal muy humilde que había, y que ni era la ESCAC ni la Escuela de Cine de Madrid. Pero me sirvió para contactar con gente que tenía mis inquietudes y me ayudó mucho a decidirme y a saber qué quería. Entonces yo tampoco lo tenía muy claro, me gustaba el cine, pero tenía muchos amigos en el teatro, y también tenía mi banda de música.

¿Y qué tenía el cine que no tuviera la música o el teatro? Yo me enganché a la cámara de super 8 de mi padre. Rodaba y luego tenía que esperar varias semanas a que la película llegara a casa, desde Múnich o Madrid. Aquella cosa antigua era algo que me fascinaba. En mi casa me miraron raro, no sintieron que eso fuera una profesión, y apretaron para que me metiera en la Universidad. Entonces no había un boom audiovisual, no estaba nada de moda.

¿Es posible vivir hoy del cine en España? Humildemente, pero sí. Hasta ahora he tenido la suerte de poder rodar cada tres años.

caterina barjau

¿Por qué situó Truman en Madrid? Estaba un poco harto de rodar en Barcelona y me pareció que un actor argentino que había llegado en los ochenta a España era más creíble en Madrid. Y Barcelona para mí es catalana, yo escribo en catalán, y me resulta muy raro rodar en castellano en Barcelona. No quería volver a hacer una película bilingüe, que es lo que se ajustaría a la realidad, comprensiblemente el bilingüismo está muy mal llevado en el cine y eso implica doblarla, y no quería doblarla. Así que preferí rodarla fuera y punto. No veía a los personajes aquí, eso es todo. Anduve mucho por Madrid, me implico mucho en las localizaciones, me gusta descubrirlas. Pasé mes y medio dedicado solo a patear Madrid. Es un ejercicio fundamental para cualquiera de mis películas.

¿Cómo vive el proceso soberanista? Pues cansado y harto de que dure tanto. No me gustan nada los culebrones. Yo siempre he dicho lo mismo, que pregunten a la gente lo que quiere, que vote y opine.

¿Lo ha manifestado públicamente? Ni con esto ni con nada me manifiesto en público. Vivo en el máximo anonimato y no me interesa nada que la gente sepa lo que opino. No tengo ni Twitter ni Facebook. Soy así con este tema y con todo lo demás. Hacer una entrevista ya es para mí una concesión, me cuesta mucho trabajo. No llevo nada bien la exposición pública, ni la mía ni la de los demás. Me parece que vivimos en un mundo con exceso de opiniones. Para mí, la gente inteligente es la que cambia de parecer cada cuatro días, así que sacar el palo y la bandera cuando ni sabes lo que vas a pensar el próximo mes me parece peligroso.

¿Pero usted cambia de idea sobre lo que está pasando aquí cada cuatro días? No, sobre eso lo tengo claro: que dejen votar. Aunque es complejo, lo sé. Reconozco que la actualidad es algo que me agobia, suena mal decirlo, y muchas veces me critican por pensar así, pero es verdad que vivo un poco al margen de las noticias. Me refugio en lo mío, en la ficción. A mí este mundo regido por las redes sociales me parece lo peor. No sé para qué sirven. Para mi trabajo, absolutamente para nada. Es solo ruido. Estoy muy lejos de la corriente en la que se sitúa todo el mundo. Yo no siento la necesidad de posicionarse automáticamente, de decir lo que se me pasa por la cabeza. No me interesa nada. Internet me parece un mundo sin control que te puede hacer mucho daño.

El pudor también tiene que ver con eso. Claro. Es que me inquieta mucho este funcionamiento. Y además no soporto leer nada sobre mí. El día que salga esta entrevista no pasaré por delante de ningún quiosco. Y así con todo. Nunca vuelvo a ver mis películas, sufro mucho. Disfruto haciendo lo que hago, pero llega un momento en que me harto y ya no quiero saber nada más. ¿Acaso un escritor lee sus novelas? Lo dudo.

En su caso no creo que el anonimato sea un problema. No, no es un problema, afortunadamente a los directores no se nos conoce mucho, si eres Pedro [Almodóvar] sí, o Ricardo y Javier, no puedo entender cómo lo soportan.

Orson Welles decía que hay hombres y mujeres y que luego están los actores, el tercer género. Su mujer es actriz, Àgata Roca, y entre el gremio tiene usted un altísimo predicamento. ¿Qué es lo que le da al tercer género? ¡Eso Welles lo decía borracho! Pero sí, creo que la gente no tiene ni idea de lo que es un actor, de lo difícil que es su trabajo. Para mí son héroes, personas capaces de hacer algo que yo jamás podría. Hacen un trabajo tan difícil. Me admira esa capacidad para tocar las emociones, para soportar verte envejecer frente a un espejo, todo muy tremendo. Los admiro y los necesito, pacto con ellos porque sin ellos no soy nada. Y creo que sienten que les cuido.

En uno de esos cuestionarios ingeniosos leí que le preguntaban a un rapero qué elegiría si tuviese que optar entre ser mejor persona o mejor artista. ¡Odio esos cuestionarios horteras! Yo no elegiría ninguna de las dos cosas. O en todo caso, mejor persona, porque ser mejor artista ¿qué significa? Yo no soy un artista. Yo soy otra cosa, un director de cine, uno entre ­miles. Hay muy pocos directores de cine que sean artistas, esa es una palabra demasiado grande.

elpaissemanal@elpais.es

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Elsa Fernández-Santos
Crítica de cine en EL PAÍS y columnista en ICON y SModa. Durante 25 años fue periodista cultural, especializada en cine, en este periódico. Colaboradora del Archivo Lafuente, para el que ha comisariado exposiciones, y del programa de La2 'Historia de Nuestro Cine'. Escribió un libro-entrevista con Manolo Blahnik y el relato ilustrado ‘La bombilla’

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