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La zona fantasma
Columna
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No me atrevo

Lo que parece “prohibido” es que uno opine sincera y críticamente sobre sus iguales

Javier Marías

Pasé un par de días con cuatro periodistas holandeses. A lo largo de las conversaciones fueron apareciendo nombres de colegas novelistas españoles que ellos habían leído, y en alguna ocasión me preguntaron mi opinión al respecto. No tuve reparo –al contrario– en elogiar a los que me gustan o me parecen buenos, a los que admiro, y que no siempre coinciden con los tenidos por mejores en nuestro país hoy en día. Me di cuenta, en cambio, de que me costaba, o directamente no me atrevía a expresar mi sincero parecer sobre los que encuentro muy malos o flojos, falsos valores alabados por casi todo el mundo, a menudo de manera sistemática y rutinaria. (Ojo, no descarto ser yo uno de ellos, sólo que mi juicio sobre mis obras no cuenta, o es sencillamente imposible.) Ahí me mostré cauteloso, desvié la cuestión o guardé silencio. En un caso concreto, al verme apremiado, contesté: “Mejor será que no indague usted”. ¿Mejor para quién? No tuve más remedio que responderme que mejor para mí, no para el autor o autora sobre los que se me había interrogado.

Y así, me percato de que desde hace bastantes años está “mal visto” que un escritor opine negativamente sobre otro. El que lo hace es tachado en seguida de envidioso, o de inelegante, o de resentido, o cuando menos de competitivo. No es que el ataque no se dé en absoluto. Hay excepciones, pero son sobre todo jóvenes a los que, por así decir, “toca” rebelarse contra la generación anterior o fingir que ésta no ha existido, o “matar al padre”, o intentar hacerse sitio expulsando a quienes ellos creen que lo acaparan. O bien son escritores con vocación “transgresora”, y la mayoría sufren la maldición terrible de que sus denuestos y provocaciones pasen inadvertidos. Lo que parece “prohibido” es que uno opine sincera y críticamente sobre sus iguales. Yo mismo noto esa presión, que en cambio no siento cuando hablo de un arte que no practico. Quizá algunos lectores recuerden con qué libertad y contundencia he echado pestes de “genios oficiales” del cine como Haneke, Von Trier, Iñárritu o Sorrentino, o de series televisivas ensalzadas por público y críticos, como The Wire, Breaking Bad o True Detective. Puesto que yo no me dedico a eso, expreso mi parecer sin la menor cortapisa. En cambio, ay, me muerdo la lengua cuando se trata de literatura, aún más de novela. Y observo que lo mismo hacen mis colegas contemporáneos. Y lo mismo, me temo, los cineastas respecto a los suyos. Es como si todos hubiéramos interiorizado aquel viejo consejo, “Si uno no tiene nada agradable que decir, mejor callarse”.

Si uno se asoma a la historia de la literatura, verá que está llena de impertinencias

No siempre fue así, en modo alguno. Si uno se asoma a la historia de la literatura, verá que está llena de impertinencias y desdenes de unos autores hacia otros, sin que por ello se tildara a los primeros de resentidos y envidiosos. Conrad detestaba a Dostoyevski, Nabokov despreciaba a Faulkner y a bastantes más, Faulkner no estimaba mucho a sus pares con la excepción de Thomas Wolfe, Capote lanzaba dardos contra casi todo el mundo. Eso por no remontarnos a otros siglos. ¿Qué ha sucedido para que nos hayamos vuelto todos remilgados, cuando no insinceros y versallescos? A uno de esos holandeses le manifesté mi extrañeza al respecto, y sugirió una posible explicación: la literatura está tan amenazada que cuantos participamos de ella tendemos a crear la ilusión de que en la producción actual hay mucho buenísimo, o incluso de que todo lo es; censurar a un colega casi supone tirar piedras contra el propio tejado. No sé si llevaba razón, pero, si así fuera, me pregunto hasta qué punto esta balsa de aceite no perjudica más bien a la literatura. Si la falta de disensión, de discusión; si los modales corteses o prudentes que nos gastamos todos no acaban por dar la impresión de que la literatura es algo plano y mortecino, más languideciente de lo que está. Si yo fuera sincero sobre algún celebrado novelista, no sería menos contundente y negativo que cuando hablo de cineastas. Pero ya digo, no me atrevo. También porque en España todo se toma como un agravio personal, aunque lo que se critique sean obras. Juan Benet, no mucho antes de su muerte, me dijo un día (tal vez porque intuía que le quedaba poco tiempo): “Estoy harto y voy a decir públicamente lo que pienso”. (Y eso que él se había distinguido siempre por sus “impertinencias”.) Su último artícu­lo se tituló “Wojtysolo”, mezclando con gracia los apellidos de Juan Pablo II y del Premio Cervantes; se ha excluido cuidadosamente de sus recopilaciones periodísticas. No debo despedirme hoy sin aportar yo algo (claro que sobre un autor extranjero es menos arriesgado). El universo literario ha lanzado las campanas al vuelo ante los seis tomos de Mi lucha, autobiografía o semificción del noruego Karl Ove Knausgård. Tras leer 300 páginas (pocas, de un conjunto de 3.000 o más), me he quedado desconcertado. No me resultan odiosas ni mucho menos, pero hacía tiempo que no leía páginas tan simplonas y bobas. Será defecto mío, o impaciencia (relativa), pero no comprendo el entusiasmo global despertado en críticos y escritores. Pero he aquí que de nuevo soy cobarde: no es verdad que hiciera tiempo. Alguna novela he leído reciente, de colega español contemporáneo, que me ha parecido igual de simplona y de boba. Y aquí, lógicamente, me siento impelido a callarme.

elpaissemanal@elpais.es

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