El lector soñado
Esa es la verdad: un libro es sólo una partitura, y es el lector quien la interpreta; si no hay lector, no hay libro
En Continuación de ideas diversas, César Aira afirma que en literatura “no hay intérprete. El lector no es un intérprete; esos experimentos de ‘lector activo’ (Rayuela) son patéticamente pueriles”. Aira –no hace mucho lo recordé en esta misma columna– es uno de los grandes escritores actuales de nuestra lengua, pero me parece que se equivoca. Por supuesto que en literatura hay intérpretes; por supuesto que el lector es un intérprete: ¿qué otra cosa va a ser? La literatura no existe por sí misma, aislada del lector; aislado del lector, un libro es apenas letra muerta, y sólo cuando el lector lo abre y empieza a leerlo, es decir, a interpretarlo, empieza a operar la magia de la literatura, gracias a la cual lo que está muerto resucita y el mundo que el autor ha cifrado en signos abstractos cobra vida concreta en la mente del lector. Julio Cortázar, a quien Aira respeta poco a pesar de todo lo que le debe, lo explicó mucho mejor que yo en un microrrelato en el que un montón de hojas impresas se metamorfosea mágicamente en un diario cada vez que un lector las coge y empieza a leerlas.
Ese lector encarnizado es el lector con el que todos los escritores soñamos
Esa es la verdad: un libro es sólo una partitura, y es el lector quien la interpreta; si no hay lector, no hay libro. Sobra aclarar que cada lector interpreta a su manera, de forma que hay tantas lecturas de El Quijote o de Rayuela como lectores de El Quijote o de Rayuela. Lo del lector activo ni es un experimento ni es pueril; de hecho, la expresión lector pasivo es un oxímoron: todo lector es un lector activo. No todos los lectores son igual de activos, claro está, del mismo modo que no todas las interpretaciones son igual de buenas. Pero sea cual sea la interpretación de un libro, es el lector quien lo crea, en la misma medida en que lo crea el escritor. No sobrará aclarar aquí, me temo, que esto no es una forma de populismo, sino exactamente lo contrario.
Una escritora tan poco populista como Virginia Woolf lo dijo con palabras admirables, riñendo de paso a sus lectores: “En su modestia parecen ustedes considerar que los escritores están hechos de una pasta distinta de la suya; que saben más sobre los hombres de lo que ustedes saben. Nunca hubo un error más fatal. Es esta división entre lector y escritor, esta humildad de su parte, estos aires de grandeza de la nuestra, lo que corrompe y castra los libros, que deberían ser el fruto saludable de una estrecha e igualitaria alianza entre nosotros”. He dicho que el lector crea el libro tanto como el escritor; quizá me quedé corto: quizá el lector crea el libro más que el escritor, al menos en el caso de los mejores libros y lectores. Es lo que pensaba Paul Valéry, heroica encarnación del antipopulismo intelectual: “No es nunca el autor el que hace una obra maestra. La obra maestra se debe a los lectores, a la calidad del lector. Lector riguroso, con sutileza, con lentitud, con tiempo e ingenuidad armada. Sólo él puede hacer una obra maestra”. Ese lector encarnizado es el lector con el que todos los escritores soñamos.
Esa literatura es una forma de cobardía nacida de los aires de grandeza que nos damos los literatos
¿Lo merecemos? Aira cuenta en otro pasaje del libro citado que siempre despreció la literatura para literatos, endogámica y de consumo interno, pero que con los años se ha dado cuenta de que toda literatura genuina es así, y que lo que llega al lector común –él lo llama “el público”– son las formas degradadas de la literatura. Pero añade: “Es cierto que la muy buena literatura, aun cuando juegue para su propia clientela, ‘literaturiza’ al lector menos literario”. La observación me parece exacta, aunque, quizá porque tengo algunos años menos que Aira, yo aún estoy en la fase de desprecio por la literatura de consumo interno, que me parece, por citar de nuevo al escritor argentino, “una traición a lo más vital de la literatura, a su apelación a lectores no literatos”. Más aún: sospecho que esa literatura es una forma de cobardía y de presunción nacida de los aires de grandeza que nos damos los literatos y de nuestro miedo, disfrazado de desprecio, al lector común, y me pregunto si, para merecer el rigor, la sutileza y la ingenuidad armada del lector de Valéry, no estamos obligados a tener la humildad y el coraje de no escribir de espaldas al lector común, y la soberbia de tratar de escribir una literatura capaz de literaturizar al lector menos literario.
elpaissemanal@elpais.es
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