Siguen viviendo
El síndrome tóxico pasó a ser un ingrediente más de la Transición, un buen argumento para los guionistas de 'Cuéntame', la cara siniestra de Naranjito. Las víctimas desaparecieron
Han pasado treinta y cuatro años.
Después del verano de 1981, al volver a la Facultad, me enteré de que una de mis compañeras de los cursos comunes estaba agonizando. Tenía veintiún años, los mismos que yo entonces, y había contraído el síndrome tóxico, la mortífera y desconocida epidemia cuyas víctimas abrían cada día los telediarios. Mi compañera murió unos días después que su madre, que había sobrevivido por muy poco a su otro hijo. Nunca olvidaré la estampa de su padre en el funeral. Seis meses antes, aquel hombre tenía una familia, una mujer, dos hijos, la mayor en la Universidad, el pequeño a punto de empezar. Cuando me acerqué a darle el pésame se había quedado solo para siempre, sin otra compañía que la desesperación más espesa, más compacta y profunda que he visto jamás en los ojos de nadie.
Luego pasaron los años, uno, dos, tres, hasta treinta y cuatro, y nos olvidamos de todo esto. A los españoles se nos da muy bien olvidar. El síndrome tóxico pasó a ser un ingrediente más de la Transición, un buen argumento para los guionistas de Cuéntame, la cara siniestra de Naranjito. Las víctimas desaparecieron de los periódicos, de las televisiones y de nuestras vidas cuando los empresarios que vendían aceite de colza en mal estado fueron condenados. Y asumimos que todo lo demás se había arreglado, que los supervivientes se habían curado, que la epidemia había desaparecido tan deprisa como apareció, en un instante.
Quienes siguen viviendo sólo disponen de una consulta específica, situada en la maternidad de un hospital de Madrid
Han pasado treinta y cuatro años pero hace muy poco, menos de un mes, descubrí que tengo otra amiga entre las víctimas del entonces llamado síndrome tóxico. Nunca lo habría creído. Carmen es una de las mujeres más enérgicas, más animosas y luchadoras que conozco. Hasta el punto de que cuando me pidió que firmara el manifiesto de una asociación de afectados bautizada con el nombre más oportuno –Seguimos Viviendo–, supuse que apoyaba esa lucha como tantas otras, por pura generosidad. Sin embargo, entre sus motivos está su propia historia, la de una niña de catorce años que una tarde del verano de 1981, en Benalmádena, descubrió que era incapaz de subir las escaleras que había bajado un par de horas antes para ir a la piscina. Y aquella noche tuvo ya unos dolores tan agudos que no pudo dormir.
Después de una larga odisea de ingresos hospitalarios, altas prematuras, reingresos, pruebas sin cuento, maniobras políticas y carpetazos administrativos, Carmen conservó el dolor, la perpetua e incesante tortura que ha marcado su vida hasta los cincuenta años que tiene hoy. Decidió que no quería ser una víctima, que prefería vivir como si estuviera sana, imponerse a fuerza de voluntad a las limitaciones físicas de su enfermedad, y lo logró a costa de un sacrificio personal inmenso. Pero sigue estando enferma, y tan desamparada como todas las víctimas de aquella extraña epidemia, que ni siquiera saben cuál fue en realidad el verdadero agente de su desgracia. Porque en las casas de muchos afectados nunca se consumió aceite de colza. Porque la investigación de aquel caso se abandonó hace mucho tiempo. Porque un síndrome que afectó a decenas de miles de españoles y causó miles de muertes ni siquiera se estudia en las Facultades de Medicina de este país.
Quienes siguen viviendo sólo disponen de una consulta específica, situada en el pabellón de maternidad de la sexta planta del hospital 12 de Octubre de Madrid. Allí, la doctora María Antonia Nogales trata desde hace veinte años a unas quinientas personas que han ido llegando hasta ella a través del boca a boca. Eso es todo aunque la mayoría de los afectados siguen presentando síntomas graves, dolores neurológicos y musculares tan intensos que salir a la calle, hacer una vida normal, representa una auténtica hazaña para ellos.
Además de la tortura física, las víctimas de aquella epidemia padecen un tormento burocrático. Aunque en la mayoría de los casos tienen reconocida la incapacidad absoluta, sólo cobran ayudas quienes habían cotizado en la Seguridad Social en el momento de enfermar. Como la mayoría de los afectados fueron mujeres y niños, son muy pocos quienes pueden hacerlo, pero no es dinero lo que piden. Al contrario, les horroriza recordar la imagen de abusones y aprovechados con la que cargaron por cobrar unas indemnizaciones de las que, aunque eso tampoco lo sabe nadie, les descontaron el tratamiento que habían recibido, las sillas de ruedas, la fisioterapia, incluso la lactancia artificial de las enfermas a las que les prohibieron amamantar a sus hijos.
Los miembros de Seguimos Viviendo se han movilizado para que los españoles de ahora sepan que existen, que siguen enfermos, que siguen sufriendo. Para que se investigue su enfermedad, para que los mayores que ya no se valen por sí mismos reciban ayuda, para que no sigamos olvidándolos.
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