La moda se pirra por el espectáculo
Nueva York alterna los desfiles-macrofiesta con colecciones tan discretas como artesanales
Si el viernes Tisci celebró sus 10 años en la dirección creativa de Givenchy, el sábado le tocó el turno a Alexander Wang. De nuevo, se imponía el derroche de medios y el ambiente festivo. Además, y a diferencia de Tisci, Wang pasa por un momento crucial; acaba de abandonar la dirección creativa de Balenciaga y necesita de algún modo demostrar que todos sus esfuerzos se centran en aupar su ya de por sí exitosa marca homónima: ha inaugurado por todo lo alto una tienda gigantesca en Londres, ha lanzado la campaña fotográfica Do Something, un proyecto solidario que reune a varias decenas de celebridades y, este pasado fin de semana, ha celebrado su aniversario como correspondía, es decir, con Lady Gaga, Nicki Minaj y Kanye West, entre otros, sentados en las primeras filas, con un vídeo que repasa los hitos de sus 10 últimos años y con una fiesta que comenzaba con varias acróbatas deslizándose por barras.
Pero, bajo todo este ambiente festivo, repartido entre el macroevento de Givenchy y la puesta en escena de Wang, asoma una cuestión de fondo. ¿Cuál es la finalidad real de un desfile? ¿Hacia dónde caminan las semanas de la moda? Si en los ochenta grandes nombre como Thierry Mugler decidieron vender entradas para asistir a sus colecciones, convirtiéndolos en algo parecido a conciertos de rock, hoy parece que la oferta y la competencia son tan implacables que la batalla se juega en la forma, cada vez más espectacular, y no en el contenido. ¿Dónde queda la moda en todo esto?
Tanto Givenchy como Wang jugaron la carta de la retrospectiva, rescatando (a veces literalmente) algunos de sus logros. Este último firmó una colección previsible, un homenaje a la estética urbana que le convirtió en el joven talento de la moda americana: pantalones cargo, estampados de rayas, tejidos técnicos, verdes militares y, en definitiva, una amalgama de todos los elementos recurrentes en su trabajo.
El trabajo de Altuzarra se encuentra conceptualmente en el polo opuesto del espectro. Una presentación discreta basada en la recuperación de sus raíces vascas. El lino o la seda, los colores cálidos, los estampados artesanales, las esparteñas con tacón, ensamblaron perfectamente en su apuesta por la actualización de la artesanía más que por la experimentación. La suya fue una propuesta relajada en la forma y con mucho contenido.
Quizá, y dado que la industria se ha rendido al espectáculo, cierto ejercicios como el de Altuzarra podrían desmarcarse cambiando el formato de la presentación. Tanto la suya, como la colección que firmó Felipe Oliveira Baptista para Lacoste, necesitan tocar y no solo verse. Solo así puede apreciarse, por ejemplo, la ligereza de los materiales que fundamentaron las creaciones de este últimos, moldeando pantalones o abrigos reconstruidos a partir de un paracaídas.
Es, precisamente, esta estrategia basada en calidades y cortes la que ha hecho de Victoria Beckham una de las marcas más exitosas de los últimos años (su facturación crece un 20% cada temporada). Quién iba a pensar que el exSpice, con su perfil altamente mediático, optaría por los vestidos funcionales, los cortes holgados y el juego con, únicamente, dos o tres motivos gráficos cada temporada. Esta vez le ha tocado el turno a los cuadros y los grabados orientales sobre blancos, azules y marrones neutros. A veces el éxito emerge de un sabio ejercicio de combinatoria.
Una fórmula que también ha puesto en práctica Hervé Léger; aunque no lo ha hecho con la misma eficacia, en su desfile del pasado sábado se intuía un paso hacia delante en una firma que basa toda su estructura en una sola pieza icónica: el vestido bandeau de tiras ensambladas. Su actual director creativo, Max Azria, prefirió utilizar la mítica técnica de la casa en piezas con cortes no tan ceñidos como se esperaba. Otra cosa es que su apuesta por el cambio paulatino contente a una clientela que se identifica totalmente con una sola prenda que lleva varias décadas fabricándose.
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