Los futbolistas con bigote vuelven al césped
Los bozos que en los días de Preciado, Sañudo, Del Bosque o Migueli eran norma habían desaparecido... hasta ahora
Lo suyo es un discreto mosquetero, casi un lápiz. No una morsa, no un Fu Manchú, ni siquiera una recatada manija o un mostacho de herradura. Pero Stefan Savic lleva bigote. Un bigote con algo de perilla, a lo Zlatan Ibrahimovic, pero bigote a fin de cuentas. El Atlético de Madrid ha echado el resto. Por algo más de 12 millones se ha traído a uno de los contados bigotes ilustres que han aterrizado en la liga española en la última década. Con el mosquetero de Savic y el cruce entre Chevron y proyecto de morsa que se está dejando últimamente Antoine Griezman, los colchoneros aspiran a reverdecer viejos laureles. Los de hace 30 años, cuando mostachos imperiales, piramidales y prusianos como los de Juan Carlos Arteche, Bernd Schuster, Alemao o el Tato Abadía hacían sombra al mismísimo Burt Reynolds.
El fútbol llegó a su cénit capilar en las décadas de los setenta y ochenta del pasado siglo, época de pelambreras disparatadas, patillas imposibles y, por supuesto, recios mostachones
Y es que tras el bigote (que se lo pregunten a José María Aznar) siempre queda la sombra del bigote. El fútbol llegó a su cénit capilar en las décadas de los setenta y ochenta del pasado siglo, época de pelambreras disparatadas, patillas imposibles y, por supuesto, recios mostachones. Después, a partir de los primeros noventa, entramos en la era del fútbol imberbe, un desierto capilar, de arcos de Cupido pulcramente rasurados, salpimentado apenas por alguna barba twee o algún rastrojo hipster. Sin embargo, la sombra del bigote, la nostalgia de la pelusa, el bozo y el arbusto, sigue haciendo mella en los corazones de muchos de los que se asomaron por vez primera al fútbol allá por el jurásico, cuando poderosos depredadores de pilosidad desbocada como Preciado, Sañudo, Del Bosque o Migueli dominaban las praderas.
La red está llena de rincones dedicados a la añoranza por el vello que fue. Rincones en los que uno descubre que incluso Mario Alberto Kempes lució un lustroso bigote de herradura antes de centrar sus esfuerzos en las crines y las patillas. Vale la pena repasarlos para constatar que, en efecto, donde hubo pelo hubo alegría.
Los mostachos ausentes
¿Qué tienen en común tres de los mejores jugadores de fútbol que nunca jugaron una Copa del Mundo? Muy fácil, porque hablamos de George Best, Ian Rush y Bernd Schuster, tres superlativos ejemplos de genio con bigote. La imagen más icónica de Best es la de la final de la Copa de Europa de Wembley 1968, con frondosa melena y barba de náufrago. Pero antes y después de ese breve flirteo con la estética Charles Manson, el de Belfast lucía un bigote británico de manual, apenas un poco más montaraz y silvestre que el del galés Ian Rush. En cuanto a Schuster, lo suyo era un cruce entre prusiano y morsa en permanente evolución, pero siempre intacto desde que se lo dejó crecer durante la Eurocopa de 1980, el único torneo que disputó con la selección alemana antes de que su enfrentamiento con el seleccionador, Jupp Derwall, le cerrase definitivamente las puertas del equipo. Best y Rush, por cierto, sí acudieron con regularidad a los compromisos internacionales de sus selecciones, pero sin conseguir clasificar para la fase final de una Copa del Mundo ni a Irlanda del Norte ni a Gales.
El bigote alemán
La nostalgia del bigote sigue haciendo mella en los corazones de muchos de los que se asomaron por vez primera al fútbol cuando Preciado o Sañudo
Incluso Gerd Müller, que en la histórica final de la Copa del Mundo de 1974 lucía un rasurado digno de John McEnroe, se dejó crecer poco después un espectacular bigote prusiano perfectamente compatible con la moda alemana de mediados de los setenta. Pero los embajadores del estilo, el par de luminarias que se trajeron a la España del tardofranquismo sendas muestras de los estilos más radicales de la época, fueron Paul Breitner y Uli Stielike, fichados por el Real Madrid en 1974 y 1977. Breitner, el Káiser Rojo, se trajo un Fu Manchú coherente con su estilo de vida bohemio y sus ideas maoístas que más tarde se transformaría primero en morsa y después en barba de profeta. Stielike, de estética algo más convencional, tenía muy poco pelo alrededor de su tonsura franciscana y mucho sobre los labios, concentrado en un mostacho que en sus mejores momentos podía describirse como una manija prusiana: espeso en el centro y con las puntas algo redondeadas.
Las morsas de Mersey
El Liverpool de mediados de los setenta y los primeros ochenta ha pasado a la historia como una de las más contundentes y mejor engrasadas máquinas de jugar al fútbol que han dado las Islas Británicas. Cuatro Copas de Europa y una final perdida (la de Heysel, de infausto recuerdo) entre 1977 y 1984 avalan al equipo de la ribera del Mersey, que contaba además con un trío de bigotes para la historia. Ya hemos mencionado el de Ian Rush, de un clasicismo exquisito, pero las emociones fuertes corrían a cargo de Graeme Souness, con su tupida morsa de cantautor grecochipriota o fontanero italiano (impagables las fotos en que aparece caracterizado como Mario Bross) y de esa apoteosis del estilo que era Bruce Grobbelaar. Qué decir de Grobbelaar, portero sudafricano que fue al fútbol (y a los bigotes) lo que Freddie Mercury a la música: un pionero sin complejos. El brasileño Paulo Roberto Falcao todavía sueña con el baile improvisado, un chusco contoneo a lo Village People, con el que Grobbelaar consiguió descentrarle durante la tanda de penaltys de la final de la Copa de Europa de 1984: “En mis pesadillas, sigo viendo cómo baila ese bigote”.
Clásicos con pelusa
La era de la sublimación del mostacho dejó también profunda huella en los Barça-Madrid. A mediados de los ochenta, los azulgrana de Terry Venables contaban con un bigote superlativo en el centro de la zaga, el del ceutí Miguel Bianquetti, Migueli, y vello facial a espuertas bajo las narices de Ramon Maria Calderé, Bernd Schuster, Juan Carlos Pérez Rojo o Paco Clos. Por entonces, el Real Madrid empezaba a perder bigotes del calibre de Stielike, Vicente del Bosque o el defensa cordobés García Navajas, pero seguía contando en su nómina con un dúo de cancerberos bigotudos, Miguel Ángel y García Remón, y pronto acudirían al rescate canteranos de la Quinta del Buitres como Rafael Martín Vázquez.
Apoteosis cafetera
El fútbol latinoamericano ha sido pródigo en mostachos de lustre, del atildado bigote inglés de Juan Carlos Muñoz, uno de los integrantes de La Máquina de River Plate en los años cuarenta, a la impecable morsa del chileno Carlos Caszely pasando por los bigotes revolucionarios de los brasileños Roberto Rivelino y Socrates. Pero la selección latinoamericana más exuberante y genuinamente pilosa que se recuerda es la colombiana de los primeros noventa, orgullosos resistentes en la era del balón afeitado. Allí había bigotes para todos los gustos, empezando por el discretísimo lápiz de dos piezas de Freddy Rincón para desembocar en cumbres en su género como el intransferible mostacho de Carlos Valderrama, el híbrido entre manija y mosquetero de Leonel Álvarez o la siempre mutante morsa de René Higuita, que a lo largo de su singular trayectoria pasaría por fases Chevron y fases herradura hasta cubrir todo el espectro posible de los adornos faciales de fantasía.
La conexión cantábrica
A finales de los 70, coindieron en el Racing de Santander tres de los bigotes más célebres de la historia de nuestro fútbol, los de Manolo Preciado, Juan Carlos Arteche y Tuto Sañudo, espléndidos defensas, representantes de una manera racial, desacomplejada y un tanto silvestre de entender y practicar el fútbol. La escuela del mostacho cántabro tendría luego continuadores tan reputados como Miguel Bernal o el bilorruso Andréi Zygmantovich. En el extremo este de la cornisa cantábrica, a menos de 200 kilómetros de Santander, la Real Sociedad de los 80 llegó a su apogeo levantando dos ligas consecutivas y alcanzando una semifinal de la Copa de Europa con una plantilla en la que proliferaban los bigotes, de Larrañaga a Satrustegi pasando por la mopa rubia del Vikingo Idígoras o el clásico Chevron de Jesús Zamora. Tanto a la Real como al Rácing les ha ido bastante peor tras el eclipse del pelo.
El mostacho supremo
Dicen los que lo vieron en movimiento que nunca hubo bigote como el del holandés Ronald Spelbos, una obra maestra de la ingeniaría capilar que parecía esculpida en relieve sobre su rostro. Sin embargo, el de Utrecht fue un futbolista más bien ignoto al que apenas se le recuerdan tardes de gloria, pese a las 21 veces que vistió la camiseta de su selección y el gol que le metió a Chipre en octubre de 1987. El mostacho supremo, premio honorífico reservado el jugador que acumuló en mayor medida méritos estéticos y deportivos, lo merece el interior portugués Fernando Chalana, propietario de un bigote de irreductible galo, una tupida selva facial que le hizo casi tan famoso como sus cambios de ritmo y su endemoniada capacidad para el regate. Aferrada a su talento y su mostacho, la selección de Portugal llegó en 1984 a las semifinales de la Eurocopa de 1984, primer éxito del combinado luso en la era de la televisión en color. En aquel cruce contra la Francia de Platini, perdido por 3-2 en la prórroga, Chalana recorrió el campo regateando a diestro y siniestro en un esfuerzo conmovedor, dejando sembrada en cada rincón la sombra del bigote.
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