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Palos de ciego
Columna
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La lección del maestro

Casi siempre ha vivido en un pueblo; casi siempre ha enseñado en una pequeña universidad

Fue mi primer día en la universidad. Me había pasado el verano bebiendo cerveza, fumando porros y leyendo a Borges, y una tarde, al cruzar frente a la Facultad, vi que el curso había empezado; por pura curiosidad entré y, no sé por qué, me metí en un aula de primero donde había un tipo de aire juvenil que se estaba liando un cigarrillo con una máquina. Le oí al tipo reírse de Sócrates a cuenta de Aristófanes; luego le oí reírse de Unamuno a cuenta de una operación de fimosis a la que al parecer se había sometido cuando ya era padre de familia numerosa, lo que según el tipo explicaba que don Miguel hubiese escrito Del sentimiento trágico de la vida; luego seguí oyéndole reírse de todo, también de sí mismo.

Oliva acaba de publicar  'La rehumanización del arte', su primer libro escrito en castellano

Aquello me interesó; mejor dicho –para qué mentir–, me encantó: por un instante pensé que podía ser más útil asistir a las clases de la universidad que seguir bebiendo cerveza, fumando porros y leyendo a Borges. El encanto apenas duró; al instante siguiente comprendí: aquel gamberro maravilloso no era un profesor sino un alumno, aquello era una de las célebres novatadas que los estudiantes de último curso gastaban a los de primero, todo era una trampa para incautos.

Me equivoqué. El tipo no era un alumno sino un profesor: se llamaba –se llama todavía– Salvador Oliva, y desde aquella tarde remota he hecho lo posible por no alejarme de él. Para mí, Oliva es ante todo un escritor, pero, además de haber escrito –siempre en catalán– algunos poemas memorables y una novela en verso, ha realizado la hazaña inédita de traducir en verso la obra completa de Shakespeare, ha publicado diccionarios, ensayos sobre literatura, tratados sobre métrica, sobre elocución, sobre el ritmo de la prosa. A juzgar por la importancia de su obra, lo natural es que Oliva fuera un personaje relevante en la cultura catalana; me temo que no lo es. Casi siempre ha vivido en un pueblo; casi siempre ha enseñado en una pequeña universidad.

Sus referentes son pocos pero inamovibles, y se los sabe de memoria: entre los antiguos, Platón, Aristóteles y Shakespeare; entre los modernos, W. H. Auden, unos pocos poetas españoles –ante todo Antonio Machado–, unos pocos poetas catalanes –ante todo Josep Carner– y los hermanos Ferraté (r): Juan y Gabriel. Me abstengo de consignar aquí mi deuda con él: necesitaría una enciclopedia. Por lo demás, hace tres años, cuando se desató el huracán independentista, Oliva adoptó una actitud insólita: a diferencia de la inmensa mayoría de los escritores en catalán, que salió volando hacia el cielo de la independencia, él se quedó en su sitio, sin levantar un pie del suelo, absolutamente convencido de que la independencia sería una catástrofe cultural para Cataluña, y tal vez para la propia lengua catalana.

Reflexiona, con una lucidez, una claridad y una falta de pretensiones que sólo concede la experiencia, sobre asuntos fundamentales

Oliva acaba de publicar su primer libro escrito en castellano: La rehumanización del arte (Ediciones Zarcillo). Se trata de un libro admirable, el destilado de una vida entera consagrada a leer, a ver películas y cuadros, a escuchar música, uno de esos libros tan sabios que ni siquiera es necesario estar de acuerdo del todo con lo que dicen para disfrutarlos y aprender de ellos. Oliva, que respeta mucho a Ortega, polemiza con él, o más bien con la distinción entre forma y fondo sobre la que erige La deshumanización del arte. Para Oliva, en literatura, forma y fondo no son independientes, no pueden separarse; por decirlo como Flaubert: “La forma es al fondo lo que el calor al fuego”.

O si se prefiere una formulación más radical: para Oliva, la forma la pone el autor y el fondo (la interpretación) lo pone el lector; por decirlo como Lichtenberg: “Un libro es un espejo; si un asno se mira en él, no puede esperar ver reflejado a un apóstol”. Al hilo de esta certeza, Oliva reflexiona, con una lucidez, una claridad y una falta de pretensiones que sólo concede la experiencia, sobre asuntos fundamentales: la dimensión moral de la literatura, la naturaleza profunda del arte –a la vez revelación y liberación–, la relación entre belleza y verdad, entre ética y estética, entre arte e ideología. Tal vez exista ahora mismo en España una mejor introducción a la literatura y el arte, pero yo no la conozco. No sé si es un libro magistral –y la verdad es que me importa un rábano–; es algo mucho más importante: el libro de un maestro.

elpaissemanal@elpais.es

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