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¿Por qué en Venecia no hay gordos?

Cenar pasta no es sinónimo de sobrepeso. Los italianos lo hacen y son de los más flacos del mundo. Razones sorprendentes de por qué unas dietas funcionan y otras no

Sucede con frecuencia que cuando las clientas de Marie Valdez (República Checa, 32 años) la ven por primera vez tras su ajado delantal blanco, exclaman sorprendidas: “¡Oh!, ¿eres tú? Pero bueno… ¡qué delgada!”. Apenas pueden creer que las manos responsables de la vistosa repostería francesa que despacha Fonty, en el barrio de Salamanca (Madrid), pertenezcan a un cuerpo esbelto y aparentemente sano (61 kilogramos). “Y todo lo hago con azúcar y mantequilla. Intentando dosificar al mínimo las cantidades", comenta la pastelera. Otros asiduos del lugar, según cuenta, aterrizan en el local con la bolsa del gimnasio al hombro y engullen, con las mismas ganas con las que practicaban spinning minutos antes, un rico merengue al horno. ¿Quién dijo que los flacos no comían dulces?

El organismo, por razones metabólicas desconocidas, tiende a recuperar el peso con el que más tiempo ha vivido”, Giuseppe Russolillo

Mientras que el azúcar sí es un asunto delicado (la OMS recomienda reducir su consumo a 50 gramos), hay otros mitos nutricionales instalados en nuestra mente carentes de la más mínima base, y que convierten cualquier proceso de adelgazamiento en un cúmulo de normas cuyo origen desconocemos, pero que como borreguitos obedientes acatamos sin rechistar. Ni siquiera es necesario irse a los extremos, como a la paleo-dieta (que excluye los lácteos) o la VB6 (vegano hasta las seis de la tarde: palabra de Beyoncé) –ambos, por cierto, catalogados por la Asociación Británica de Dietética como “planes alimentarios que no se han de seguir en 2015”. Hay fórmulas mucho más sencillas (sin nombres y apellidos) que, sin embargo, adolecen de la misma falta de rigor. “No está demostrado que cenar hidratos facilite el aumento de peso. Ni que saltarse el desayuno lo favorezca. Tampoco hay ninguna investigación concluyente que señale una relación entre el número de ingestas diarias y la obesidad. ¿Quitarse el pan? No veo por qué. Lo interesante es que sea integral”, apunta Juan Revenga, dietista-nutricionista, autor del libro Adelgázame, miénteme y del blog El Nutricionista de la General. “El problema está en la simplificación. Adelgazar es terriblemente difícil y no existe una solución universal. Quien la de, miente. Solo se me ocurre un mensaje sencillo y eficaz para controlar el peso: ‘Haz tu alimentación más vegetariana. Que primen verduras, frutas y hortalizas”.

Cuando hace unos meses veíamos la foto de un suculento tajo de mantequilla en la portada de la prestigiosa revista Time, con el titular Eat butter (Come mantequilla), casi nos da un vuelco el corazón. Tras media vida adulta añorando el sabor de esta emulsión de grasas que tan ricamente consumíamos durante la infancia, las voces de la comunidad científica indicaban, después de haberlas defenestrado, que podían haberse equivocado. Y que la relación de las grasas saturadas (presentes en carnes, mantequillas y lácteos, así como en determinados aceites de palma o coco) con las enfermedades cardiovasculares y el sobrepeso “no está tan clara”. O, al menos, no ocurre en todas las personas ni de la misma manera. Es más: las grasas, con sus tenebrosas 9 kilocalorías por gramo (el doble que la misma cantidad de carbohidratos o proteínas), contribuyen a la creación de leptina (una hormona estrechamente relacionada con el sobrepeso, pues controla la saciedad, es decir, la manifestación del hambre). “A más grasa, más leptina, y a más leptina, menos apetito”, aseguró el genético molecular Jeffrey Friedman a EL PAÍS. Esto, por descontado, no significa que comer a toneladas lo blanquito de la carne sea el mejor camino para enfundarse un biquini, pero sí acaba con la demonización de este macronutriente del que solo sus variedades insaturadas (pescado o aceite de oliva) se llevaban los laureles.

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Todo surgió a raíz de un macro análisis de la publicación Annals of Internal Medicine, en 2014, cuyos datos alumbraban una nueva certeza: la disminución del consumo de grasas en EE. UU. no había supuesto un descenso en las enfermedades del corazón ni en la tasa de obesidad, sino todo lo contrario. Según el Centro Nacional de Estadísticas de la Salud de EE. UU., la epidemia de obesidad se disparó allí en el momento exacto en el que las administraciones abogaron por una dieta baja en grasas (1977). Y cuando redujeron su consumo, las calorías del queso, la mantequilla y la carne, no desaparecieron por arte de magia. Tampoco las sustituyeron por frutas y vegetales, sino que aumentaron su dosis de carbohidratos refinados (pan blanco, pasteles, galletas, refrescos) y snacks bajos en grasa, según Marion Nestle, profesora de Nutrición en la Universidad de Nueva York. El resultado: Estados Unidos, con datos de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos (OCDE), es el país con un mayor índice de obesidad del mundo, con un 28,3% de personas que la padecen (en mayores de 15 años, la cifra es aún mayor, 35,3%). Contrariamente, en Francia, donde la tasa de obesidad es mucho menor (12,9%), se consumen más grasas saturadas que en ningún otro país europeo (quién se resiste a un buen camembert), pero la tasa de infarto de miocardio permanece discreta (British Journal of Nutrition, 2012). Es lo que se conoce como “la paradoja francesa”.

El esfuerzo vano de contar calorías

Los especialistas anotan, pues, que la mejor solución para perder peso pasa por comer poco y moverse mucho. “No veo ninguna necesidad de eliminar un macronutriente (hidratos de carbono, proteínas y grasas) de nuestra dieta”, afirma Giuseppe Russolillo, presidente de la Fundación Española de Dietistas-Nutricionistas (FEDN) y director de la Conferencia Mundial de Dietistas. “Tampoco sirve de nada contar calorías”, apostilla. Entre otras cosas porque (y de nuevo se tambalean los cimientos de lo que dábamos por sentado) consumir menos no implica estar más delgado.

El químico bilbaíno Luis Jiménez, en su libro Lo que dice la ciencia para adelgazar de forma fácil y saludable, recoge un paradigma: en el estudio masivo Nurse’s Health Study, elaborado por Harvard School of Public Health, se hizo un seguimiento a miles de mujeres durante más de una década, puntuando, según el valor nutricional del alimento, lo que comía cada fémina (Índice de Alimentación Saludable, IAE). La conclusión fue que aquellas personas con un IAE más elevado (las que comían más sano) tenían menos sobrepeso. Pero también eran, y con mucha diferencia, las que más calorías ingerían. El grupo que presentaba más sobrepeso era el de un IAE más bajo (obvio), pero el de una menor ingesta calórica (menos obvio). “En un proceso de adelgazamiento, influyen múltiples factores, y la cantidad de calorías no es determinante”, aclara Russolillo. “Sí lo es la calidad nutricional de lo que comemos, el lugar donde vivimos [según La Revista Española de Obesidad, la ausencia de supermercados con frutas y hortalizas y su ubicación a grandes distancias repercute, sobre todo en núcleos urbanos desfavorecidos, en un mayor Índice de Masa Corporal, IMC], la publicidad, el metabolismo, la genética o la implicación de las autoridades sanitarias”, prosigue el especialista. A su juicio, en España esta última brilla por su ausencia y señala países modelo en este campo como Holanda o Japón. “No solo es la genética o el sushi. Que haya 170.000 dietistas-nutricionistas también influye. Nuestro país es el único de la UE que no tiene nutricionistas en el sistema público de salud”, apostilla. The Lancet es incluso más duro con la comunidad internacional, como se deduce de la publicación el pasado mes febrero de una serie de artículos donde acusaba a todos los países del globo de emprender estrategias débiles o erróneas contra la epidemia global de obesidad en el mundo desarrollado. Según la OMS, el 39% de los adultos del planeta tiene sobrepeso, una prevalencia que se ha multiplicado por más de dos entre 1980 y 2014. Sus consecuencias van desde enfermedades cardiovasculares hasta diabetes, pasando por ciertos tipos de cáncer o trastornos del aparato locomotor.

Quiero comida y no tengo hambre

¿Qué ha sucedido en la evolución humana para que sintamos hambre cuando el cuerpo no necesita realmente esos alimentos? Juan Revenga responde: “Nosotros somos como hace 7.000 años. Han cambiado las circunstancias. En el mundo desarrollado hay una disponibilidad alimentaria mayor, nos rodea la comida, y con una seguridad que no había existido nunca. Es como cuando vas al bufé libre de un hotel: comes por comer. En eso nos hemos convertido. Y toca cambiar nuestro conocimiento: entender una biología nueva que se ha adaptado a comer más allá del hambre”.

No está demostrado que cenar hidratos o saltarse el desayuno engorde”, Juan Revenga

Según el experto, la nutrigenética puede ser el futuro, “aunque un futuro lejano”. Individualización y conocimiento son las palabras clave de este nuevo camino hacia los kilos de menos “donde renunciar a comerse un filete empanado con patatas fritas es una soberana chorrada”. Criminalizar el consumo de hidratos (pan, pasta y arroz) tampoco parece una opción ya que, como acota Russolillo, la pérdida de peso solo es ventajosa a corto plazo: “Al cabo de un año, el adelgazamiento es igual que en dietas hipocalóricas equilibradas, pero con efectos adversos no deseables”, dice el experto. Como denuncia J. M. Mulet en su libro Comer sin miedo, dietas de este tipo –léase Atkins (solo grasas y proteínas)– redundan en un aumento de colesterol malo, problemas de descalcificación y renales. “Y aumentan la tasa de mortalidad”, zanja Russolillo. Al otro lado de la peligrosa restricción se alza el equilibrio en consonancia con algunas claves del adelgazamiento que sí funcionan, como esta que propone La Revista Española de Obesidad: “La disminución del tamaño de las raciones consumidas es una medida estratégica válida para la reducción de peso”. También hay líneas rojas consensuadas como los alimentos preparados y procesados, a los que nada indica que la ciencia vaya a dar tregua en los próximos siglos pues, a menudo, contienen vastas cantidades de grasas trans, sodio y azúcar.

Si hay otros dos conceptos con los que un adicto a las dietas se topa a cada momento, son light (entendido como reducido en grasa) e integral. Y aunque a menudo se encuadren en la misma leyenda publicitaria del manjar de turno, poco tienen que ver. Con respecto al primero, el químico Luis Jiménez se muestra escéptico: “Ningún estudio ha podido demostrar que una dieta en la que se sustituyen los alimentos completos por sus versiones sin grasas sea efectiva para perder peso a largo plazo”. Para integral, soplan vientos mejores. “Un consumo alto de cereales integrales está asociado a menor IMC”, reza La Revista Española de Obesidad basándose en estudios transversales que, sin embargo, apuntaron a que los sujetos con menos sobrepeso consumían más cereales integrales (cierto), pero al tiempo mantenían estilos de vida saludables como una mayor frecuencia de la actividad física.

En efecto, según la OMS, la lucha contra el sobrepeso ha de incluir una apuesta por el deporte (a partir de 60 minutos diarios en jóvenes y 150 semanales en adultos: como mínimo, pues un ensayo reciente de JAMA Internal Medicine anima a un esfuerzo más intenso), y no solo para fulminar la carga de lo comido, sino porque existe una relación directa con el metabolismo. “Hacer ejercicio de forma continuada mejora el tejido muscular y, por tanto, el consumo energético es mayor en reposo”, aclara el entrenador personal Marcos Flórez. De hecho, como comenta Russolillo, el organismo, por razones metabólicas que se desconocen, tiende a recuperar el peso con el que más tiempo ha vivido (el 96% de las personas con sobrepeso recupera los kilos al año y medio). “Solo una apuesta definitiva por el deporte puede frenar el regreso”, concluye el presidente de la FEDN. Ahora sí, con todas las cartas sobre la mesa, comienza la batalla contra la báscula. Un consejo: sufra menos y saboree más. La razón hará el resto. No suena tan sexy como el último consejo de una diva del pop, pero, al menos, funciona.

MÁS NARANJAS, MENOS FIAMBRES

Sacamos la calculadora nutricional para alumbrar cuántas cantidades de nutrientes son necesarios para el buen funcionamiento del cuerpo.

La OMS recomienda que, como máximo, un 10% de la energía de la dieta provenga de ácidos grasos saturados (carne, leche y derivados sin desnatar). Y entre el 55% y 60% de hidratos (pan, pasta y arroz).

Los ácidos omega-3 se asocian a numerosos beneficios. La Autoridad Europea para la Seguridad de los Alimentos (EFSA) propone ingerir 250 miligramos al día en adultos (224 gramos de pescado azul por semana).

Las 12 cucharaditas de azúcar al día (50 gramos) que la OMS recomienda no van directas al café, sino que también provienen de la fruta, pan o fiambre (una onza de chocolate, una manzana y 200 gramos de pasta rebasan el límite).

Aunque la recomendación de proteínas es de 0,8 gramos por kilo de peso corporal, en deportistas y vegetarianos ha de ser mayor. Y debe repartirse por igual entre desayuno, almuerzo y cena.

Se recomienda tomar 25-30 gramos de fibra al día para una función intestinal correcta (dos piezas de fruta, 100 gramos de hortalizas, 50 de legumbres y 50 de pan integral: sí, todo junto).

El consumo de sal ha de estar por debajo de los cinco gramos al día (200 gramos de jamón cocido).

De todas las vitaminas, la más demandada por el organismo es la C, cuya recomendación se solventa con dos naranjas por jornada (60 miligramos del micronutriente).

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